Contratiempos domésticos
Jorge Lacuadra—¡No me hable del horror, señor Periodista! Esta puerta de pesada madera que nos separa y nuestras voces que cruzan el pequeño enrejado de hierro a la altura de la vista, es suficiente, me hacen sentir seguro. ¿Qué sabe usted del horror? ¿Acaso cree que el griterío del mundo allá afuera lo protege de la locura y de la paranoia? El miedo es el indigno fragmento de soledad en el penúltimo segundo de la lucidez. Es la idea de algo insospechado golpeándote el pecho rítmicamente y destellando en nuestras pupilas enrojecidas, a veces es el minuto incierto en que sorprendemos al insomnio, con los ojos abiertos, los dientes al desnudo, mirándonos de lado. ¡El horror! ¡El espanto! La sangre saltando nerviosa en sus verdosas tuberías y nuestros cabellos erizándose en respuesta al grito inesperado de una sola sombra. ¡No me hable del horror señor Periodista! Yo sé que pulgares terribles se deslizan por mi cuello en las mañanas y en un rincón de mi cuarto callan formas de espanto.
Presiento como se instala la tardecita en el barrio Candioti Sur. Un millar de gorriones alborotan entre el follaje de los álamos plateados. Tengo una casa pequeña, casa cuyo frente da a la calle Güemes, herencia en parte de mis previsores y ya difuntos padres. Un diminuto porche me separa del resto del mundo vertiginoso, del paso raudo de los peatones extraños, de sus siluetas misteriosas. Y una sola ventana que permanece completamente cerrada, aún en verano.
Le contaré algunos hechos, señor Periodista, una pequeña suma de mis miedos. Usted tal vez no crea mi historia, poco importa, ya que no es su comprensión del horror lo que quiero describir, sino el que yo presencio en mi cotidiano doméstico y en mis pequeñas escaramuzas de atardeceres. Déme un minuto que acomodo estas sillas. ¿Diario El Litoral, me dijo? Hay veces que en mi inseguridad las arrincono a todas contra la puerta y me quedo sin asiento y sin apoyos. Y tenga cuidado con esos bultos ahí afuera. ¿Qué son? ¡No pregunte usted! Su horror difiere del mío, el suyo es un grito de urbanismo acomplejado por el éxito de ciertas películas taquilleras y una muestra insulsa de los bestsellers llenos de colmillos precoces de Amazon. No, no me pida usted que abra esta puerta, me ha llevado su tiempo darle la solidez que me protege y no confío en usted, discúlpeme, ya se dará cuenta el porqué. Tome nota señor Periodista, la simpleza de lo que nos rodea no es tal y la locura tiene un sillón de privilegio en esta pequeña sala.
No comenzaré con miedos vagos, usted me tildaría de alarmista. Le contaré que hubo un día en que ahuyenté con la mano izquierda un pequeño enjambre de puntos negros sobre dos trozos de tarta olvidada sobre la mesa y pequeños pájaros del tamaño de hormigas sedosas alzaron vuelo chocando apresuradamente entre sí para perderse entre las cortinas de la cocina. El horror, señor Periodista, fue descubrir los diminutos cuerpos aplastados sobre el hojaldre de la tarta y las pequeñas gotas de sangre sobre la mesa. También observé levísimas plumitas de colores pardos en el plato. Ese día no pude volver a probar alimentos, ¡No, señor!, y de a ratos desde los rincones más inverosímiles escuchaba los agudos trinos de esas avecitas negras y feroces. Por la noche emigraron hacia nefastos lugares, lo sé porque sobre el yeso inmaculado de mi cuarto contemplé alejarse la bandada imposible y diminuta.
También le contaré a usted de la vez en que la azucarera azul me mordió, ese vil elemento de cocina o de refrigerio. Le ruego no se ría usted de mis contratiempos domésticos extraños, fue, le aclaro, uno de los peores momentos de mi vida, si observa mi mano derecha verá que tengo un muñoncito informe por dedo índice y que en aquella alacena de oscura madera tengo prisionero al infame artículo de loza inglesa. Se han acabado mis tardes de tés dulces y de pociones melosas ya que creo que es el azúcar el elemento que me odia y busca hacerme daño, yo he visto formarse sonrisas malignas en su arenosa superficie y he visto pálidos deditos, como de duende, atenazados formando una pequeña garra dentro de la azucarera. No he salido a comprar más provisiones ya que temo que de una u otra manera estas sucrosas formas se comuniquen y me sorprendan con un ataque traicionero y bajo.
Señor Periodista, el horror puede adquirir diversas formas, en múltiples planos, lejanas a lo cotidiano pero emparentadas con conocidos objetos familiares. Le contaré a usted que he visto tenedores de gala ensañándose con la madera de un cajón inocente, de pino, arrancándole pequeños gritos, torturándolo con sus risas de plata, y he observado en la penumbra de mi reducida biblioteca a un libro joven, de una aspereza inaudita, devorando parcialmente un libro antiguo, de cromos medievales. He visto la resignación en el anciano volumen, que era si mal no recuerdo, un breviario de la "Suma Teológica" de Aquino, el bello facsímil de un incunable. Tal vez al joven espécimen no le gustaban los emuladores y él era también un imitador de libros.
Una mañana de soledad pasmosa también, encontré sobre mi almohada el cadáver de un animal extraño, más artrópodo que insecto, con ojos facetados y una probóscide hincada en la suave funda con mis iniciales. Me recordaba vagamente a un feo gorgojo, me di cuenta inmediatamente de su error, el objetivo había sido mi cuello y los aromas nocturnos lo habían desorientado.
Recuerdo muy bien el sencillo acto de descubrir en una vieja tarde de invierno la ceguera del ficus que adornaba mi comedor. Comencé a observarlo en esa siesta de desvelo luego de que limpiara el cuarto de baño por décima vez en ese día, ninguna manía le diré a usted, sólo una forma prolija de mantener bajo rienda a los gérmenes y diversos olores. El ficus tanteaba con sus ramitas bajas el filo de la mesa y alternaba levantando sus hojitas como olfateando el aire y reconociendo mí presencia. Recorrió en una hora todo el borde de la mesa y cuando al fin atiné a moverme lo advirtió, titubeó un segundo y no calculó el equilibrio necesario para evitar el cercano borde. El horror fue escuchar su alarido terrible al precipitarse al suelo y estrellar su arbóreo cuerpo desparramando miembros y terrones. El grito heló mi sangre, aún lo siento vibrando en la piel y me hizo dar cuenta que el dolor, aun siendo ajeno, puede ser mayor que las heridas producidas.
Caen ya las sombras más oscuras de la tarde. Barrio Candioti Sur es un territorio hostil dominado por esas malditas ratas voladoras, los murciélagos. Alcanzo a escuchar que la Usina Calchines emite su llamado jurásico a los monstruos del crepúsculo. He echado ya todos los cerrojos, los pasadores y girado todas las llaves, es mi olvido cotidiano de que mis temores no provienen del exterior, sino que conviven conmigo.
Señor Periodista su tiempo estoy seguro, dedicado a mi persona, ha sido tan valioso para mí como improductivo para una nota, supongo. ¿Le han dicho que su mirada quema como si detrás de sus ojos hubiera una luz muy fuerte? Sus dedos luminosos penetran a través de las mirillas de la puerta y me están dañando la vista. Me obligan a agacharme, a encorvar mi espalda. ¿Quería escucharme hablar sobre el horror? Muchas veces el miedo adopta otras técnicas, escapa a lo grandilocuente y se deforma, cubre espacios pequeños de cordura y sorprende. Señor Periodista, su perfil me es vagamente conocido, aunque su mutismo me impide obtener más datos y sacar conclusiones. Su contorno se distorsiona y se diluye en la claridad habitual de mis atardeceres. ¿No ha venido usted antes, otro día, cuando las luces aún eran más claras, más jóvenes? ¿Señor Periodista, porque se va? No me abandone usted en esta soledad de cuartos mal ventilados, libros viejos y lámparas antiguas. Desde los rincones ya oscuros me observan elementos de aspecto avieso y perseverante. ¿Señor Periodista...? ¿Señor Periodista...? ¿Se ha ido usted? No me deje solo entre los gritos de estas sillas.