Un girasol

Lermo Balbi

De ese tiempo recuerdo cómo habías reclinado
tu cabeza junto al girasol apenas florecido
pero que ya pesaba con los granos fecundos
en la cúspide del tallo movido por el viento.
No era necesariamente un color de manos
lo que más contrastaba con la hierba
o con el afligente silencio del horizonte,
la distancia y los patos silvestres en el cielo.

Verano entonces. Tan escasas nubes
corredizas huyendo al norte
después de la fúlgida lluvia de la noche
y al borde del camino una cruz
para un muerto ignoto, daba fuerza a su sombra
sobre la charca purpúrea. Mirando al girasol,
tu cabeza pegada a la tierra, a esa hora
en que escuchaba la llegada de fantasmas
sobre los caballos, muertos cien años antes,
oía el galope y el latir de los corazones
excitados en la siega. Dijiste que en esa paz
había aún sangre fresca que siempre huele a vino
después de la lluvia del verano.
Tu cabeza tenía liviano resplandor cerúleo
más despierta que el viento y los sonidos
siendo que a un costado, la cruz del muerto,
te rozaba tenuemente con su sombra. Vida y muerte,
ya que nada de un solo individuo, o de su amor,
perdura, te dije, son tan imposibles de guardar
unidas en sí, como una sola fuerza
desde el principio.

Lo demás es polvo, olvido, desolación.
Ni tu cara azul, ni los brazos blancos
sobre la hierba desde hace mucho tiempo
significaban nada. Por último, hemos comenzado
a envejecer. Y ahora recuerdo ese girasol
y tu cabeza.