
Lermo Balbi

Lermo Rafael Balbi (Jacinto L. Arauz, 1931 - Rafaela, 1988) fue un dramaturgo, poeta y escritor nacido en el seno de una familia originaria de la localidad santafesina de Arauz. Balbi combinó su trabajo de escritor con el docente. Fue ese itinerario el que lo devolvió a los pueblos y los campos una vez que se graduó de Profesor de latín, castellano y literatura en el Instituto Superior de Rafaela. Ejerció como maestro rural en Sotomayor, Providencia y Pilar. Recién después de varios años retornó a Rafaela, ciudad que lo consagró como uno de sus grandes escritores. Luego de su carrera como docente se desempeñó como Director de Tecnología Educativa de la provincia de Santa Fe.
Fue colaborador en revistas y periódicos culturales. Como conocedor de historias lugareñas, de la mitología, dueño de una gran erudición, fue maestro y tuvo también una pasión secundaria: el dibujo. Además de su narrativa, que incluye Los días siguientes, Tres cuentos, Los nombres de la tierra y Continuidad de la gracia, Lermo Balbi publicó tres libros de poesía: El hombre transparente, La tierra viva y Arauz muerto y celeste.
A Jano Bifronte
revelación tardía en la estrechez humana.
Cuánta iniquidad en los espejos, y esta pobre piel
que se vuelve sin reflejo a las miradas
para herir en medio del corazón marchito.Dura visión del pasado y del mañana, que de sombras,
en sufrientes rampas, vuelve la senda del caminante
hasta la cúspide y el descenso.
En la tarde púrpura, sobre los sembríos
nada es tan cierto como el límite
entre la luz y las tinieblas.Y de los pantanos nacen
fosforescencias leves
cual un escalofrío de rosa iluminada.
A Palmira
delicioso pájaro en el rocío, de qué pátinas umbrías
te velabas el rostro antes de venir a los encuentros
cuando en las mañanas, como la industriosa lechera
de la fábula, cantabas en los senderos
de la huerta entre túmulos de gramas escardadas.
Tú estuviste con nosotros, en todas partes,
en el aire de la menta, en las salvias azules
que habían plantado contra la cerca escabrosa de mosquetas
y en cuyas espinas quedaba prisionera
alguna frágil mariposa cuando el viento ardiente
soplaba desde el norte.Tú estuviste con nosotros, tanto tiempo,
protectora, llena de nombres sin hablar,
regañándonos por las manos tintas de moras,
con los ojos ilustres del verano,
y oliendo siempre a rincón de cocina callada,
a cuartos en donde los melones y las manzanas
tomaban su punto, en donde las abejas
confundían los aromas frutales
con la miel de las flores. Y entonces,
desde los maizales, desde las tumefactas
borratintas de tormenta, desde los gemidos del viento
alguna vez te oímos llorar, danzarina leve de la hierba
y del estanque. De qué males vertían tus ojos,
¡dínolos!, no lo dijiste nunca, de qué fruto inalcanzable
palpitaba tu pecho, claro pájaro de la torta de limón
y doce huevos horneada los domingos
y enfriada en el alféizar.Para qué saberlo ahora
que de muerte teñida tu pena ya no tiene principio ni fin,
porque es eterna, sonámbula transparencia en mi amor,
en ese escondido amor silencioso que te daba,
de oscuras resinas en la solitaria confesión
de las penumbras. Y ellos y nosotros,
arraigados en el fragor del día,
del sol cayendo a plomo sobre las testas
camino de la siega, a tu espalda, cuánta codicia
para los ojos deseando adueñarse de tus besos y caricias.
Tú estabas en el aire de los reflejos, en el movimiento
de los reflejos sobre el agua, y en los rastrojos,
buscando a las aves entre la hierba cuando la tarde
avanzaba en esas repentinas violencias
de tiempo inesperado.
A ti se debe el resplandor
que en la ruptura de la piel fragante,
cual corazón idílico, deslíe la ambrosía de sus jugos.Fragancias de floresta en los hondos caminos
hacia las mieses, al barro en que avispas beben
humedad de lluvias, al alfalfar sobrevolado
por canéforas de polen.De pronto, el viento norte que excita a las víboras
en rígidos espasmos, e hincha la ropa
con duros cuerpos de aire
cuando en la mañana canta la rueda del molino
que asciende frescor desde los ríos de la tierra.
Adorable memoria de gramas
ha pasado sobre los techos, voló entre las sombras,
tiene su tristeza en este momento. Yo estoy solo.
Como siempre, en el segundo en que se forma una idea
venías, ocupando todo el mundo tu minúscula vida, Pedro,
tan remoto, tan perverso y de qué manera te amaba
dulce condenado a dejarnos y a persistir en los sueños.
Que es cierto que lloré como tu madre reducida
entre los cirios, y yo estaba lejos, donde los libros
me ocupaban las manos, donde un polvo de yeso
se hacía cristal en la piel poniendo esa ceniza
de ancianidad mucho antes de ser antiguo.Yo no fui a verte. La casa alta quedó como siempre
hasta que se volvió tierra y polvo de escombros tu cuarto de dormir
hueco de esas noches con los árboles del cielo
rozando las paredes. Aún los días parten en dos las entrañas,
¿y cuántos pasaron? El cálculo vale tanto
como el propósito de querer ajustar todas las rosas
a un número de envolturas. Pero lo importante es el rocío,
las avispas en el barro, el sementero duro de años
que dejó para siempre mi abuelo en la pared
y cuyo olor de cuero con sebo ya se había enrarecido
de lúbrico rastro de semillas. Olor sin cuerpo,
oh penetración de las carnes como esas urgencias de deseos.
En el fondo, unos granos de trigo oscurecido
que dejó la mano de nuestro duro hombre de la tierra
ya no germinarán, no germinarán nunca.Ah muerte, muerte. Yo volví a la casa que estaba
repleta de huesos y que olía a fuerte humedad
de los encierros bajo la licorosa sombra del aguaribay
inflexible al mediodía. Qué silencios entonces para tu empeño
de vinos, homenaje en verano antes de la siesta formida
y agresora como cuando nos desnudábamos para hundirnos
en la lechosa agua del estanque. Todos los cuerpos fueron
puros y elásticos y había más laberintos que nos entrampaban
los estrechos caminos entre los talas
cuando perseguíamos a tu yegua blanca forzosamente exigida
por el semental en la cañada. Aquí estoy, tu diminuta boca
como tu palabra, me son adorables con esa memoria de gramas
y poleos, donde las lluvias deshacían los papeles menudos
que habían roto los niños de la casa.
Apenas detenido entre la fronda
por los signos de la noche hacia el fulgor
de las estrellas que incierta agonía envuelve
de suspiros, de ondas, de hojas que descienden.
Y círculos de fuego desde el vuelo
de las harpías aves de las sombras
se rinden al amor de una magnolia abierta apenas
y distante.
Ese es el alado rumor de la fronda temblorosa
que une al áfono eco de la nada
la marcha del río y las riberas.
En cada gozo, desde el celestial alumbramiento
de astros y tormentas, mundo de insectos, de bestias
y de pasos. Y casi resumida en la hojarasca,
por entre el caserío en sueño,
mi sombra de ayer que no perturba.
Arauz muerto y celeste
azules vaharadas en respuesta de esa lluvia
de marzo, magníficas venían a despertar la grama
reseca del verano. Dios es la fuerza sin límites
aún en la tristeza del cementerio callado
que las cruces de hierro de olvidadas almas,
ya sin lágrimas ni flores, lo vuelven turbio
en el licor de los ojos. Cuántos nombres
oh cuántos han quedado en el musgo y en la tierra
cuánto calcio despertara alguna vez
en la dichondra pertinaz y fresca,
prendida en los túmulos con ferocidad de garras.
Un nombre agranda la tarde en la oquedad sonora
de este otoño lúcido y vacío.Ese pueblo ha muerto,
Aráuz, polvo del ladrillo, derrumba
las rojas paredes de un esqueleto
con un corazón de novio grabado
a punta de cuchillo.
Quien dispara la escopeta de caza en los montes
estremece el cristal de la jornada
con rítmica explosión en la arboleda.
¿Hay hombres vivos todavía, o son esos fantasmas
que te habitan, Aráuz, muerto y celeste?
Atardecer en el campo
se concentran en el cielo. No hay rumores,
algún río falso descuella sus turbiones olorosos
y este tránsito duele tanto, este atardecer
nos castiga. Tú te viertes en mí, mis manos
aprietan musgos en la superficie verde de los muros
y una victrola antigua nos trae son de criptas
con su bocina de lata.
Ni pájaros, ni pájaros y qué sed entonces,
en el follaje que marca invierno, delusivo silencio
nos penetra. Hora del adiós en el vestigio
de este baile bajo las tristísimas ráfagas
del vals de las guirnaldas, y las muchachas,
con sus leves randas del ocaso marcan el ritmo
más aéreos sus pies en este instante de pavor.
En el vacío ámbito del campo, de repente un estampido
hace temblar la tierra y el cielo vesperal.
Irreprimible llanto del miedo acongoja al niño
que se aprieta al pecho de la madre en tanto
este mundo tan callado, duerme su primer sueño
de prócer abatido.
Carta al amigo que cumple años en octubre
el que desciende. El mismo mecanismo empuja la tibieza
de todos sus días tan serenos que mueren en la beata
dulzura del ocaso. A tu lado hubiérate dicho las mismas
estultas palabras del momento: que el tiempo pasa
y que sin embargo somos tan joviales y risueños
y que tenemos todo el corazón abierto.
Lo cierto es que hemos hecho caminos y eso no se descuenta.
Hemos recorrido en muchos de ellos el polvo de sus rumbos
transitados antes y después, de las calles innúmeras,
de los peldaños escabrosos. Guardamos memoria
de algún follaje que a pocos pasa inadvertido
en las caducas pompas del otoño. Hemos andado
como el hombre medio de la multitud anónima. Alguna vez
nos estremecimos de presagios, descubrimos el continente,
silenciamos la revelación. Despejadas las sombras
nos poníamos a curar heridas, a tragarnos las lágrimas,
a ofrecer nuestra tímida adarga apenas fortalecida
en la contienda. En pocas palabras digamos
que hemos andado el mundo, nos hemos puesto a la par
de los otros y, muchas veces, preferimos guardar silencio
en el infatuado rugir de los sucesos.
Y así llegamos tú y yo a donde estamos.
Ni más ricos ni más pobres de los bienes
que los otros suelen codiciar,
y hemos pensado mucho en la vida
y también en la destrucción, o sea que hemos ocupado
el pensamiento, como tantos otros,
en ese misterio tan arduo cual es el instante de nacer
y el instante de morir. Nos hemos estremecido juntos
porque amamos la paz con júbilo en su serena imagen
de la mujer que da esperanzas y del hombre que protege.
Dimos gritos con los puños apretados y nos mordimos
la ignominia de alguna idea irrepetible
que en la conciencia de cada uno obra.
Hemos dispuesto todo el fervor y nos hemos negado también.
Así llegamos a donde estamos, ni más ricos ni más pobres
que los otros, pero eso sí, dispuestos a entender,
sabios en recibir, intensos en agradecer, prudentes en elegir,
desbordantes en amar, fervorosos en sentir, esplendentes
en otorgar, dignos en pedir, orgullosos en el sufrimiento
y parcos en confiar. Hemos recalado en medio de la muchedumbre
sintiéndonos burlados, y con vergüenza por nuestros
escasos dones y con soledad en nuestro mal,
pero no nos hemos burlado. Ahora amigo,
como otras veces en que te escribo, te señalo
las gracias que de ti provienen,
te devuelvo desde el alma, el alma que me das,
te encargo a mi madre que a una distancia de mí,
¡pobrecita!, te cuenta a veces que siente pena por mi suerte.
Juntos hemos recibido los años que nos marcan
y las horas que nos restan. Pero tú y yo, lo sabemos bien,
contamos con nuestra réplica que se ilustra en los azogues
y nubla la tersura. Hemos andado el mundo
certificando la identidad de los caminos,
el nombre de nuestra gente, el curso de los ríos,
el vértigo de las montañas, la placidez de las colinas,
la comba verde del mar que se hincha
en el horizonte como una gran iguana adormecida.
En pocas palabras, algo de lo que Es, hemos conocido,
y hasta aquí llegamos, temblorosos, vulnerables,
ardientes de amor y nostalgiosos de pureza.
Hemos andado el mundo y nos reconfortamos con ello
si no hicimos otra hazaña. Nos quedan las manos limpias
y el corazón tan libre todavía, porque nunca hemos tratado
de decir más palabras de las que merecen ser dichas,
sólo por el gusto de oírnos
o para gustar a los temibles. Desde este punto,
a través del aire de octubre que adoramos,
te recuerdo, como siempre.
De la vida y la muerte
truecan luz en sones, y dolorosas espinas del estío
en las ramazones, hacen con blancura de estaño
una pálida flor de luna sobre el algarrobo.
Y ese aullido lejano, Señor,
por las palmas que no fueron bendecidas,
un año de cosecha se apronta y duerme el caserío
silencioso sobre la hierba desteñida hoy de verdores,
y un átomo de oro, en paso leve, me tienta a recorrerte
con esas vibraciones de dulces sombras en la noche.
Alguna formación de patos contra el cielo,
y todo se rige por la nada. Esperarán los surcos
cuando la tierra esté pronta y letífico
el hombre de la sementera sobrevolado de gaviotas,
aventará el grano. Este presagio de frutos,
Señor, en silencio apaga mi sed de saber.
¿Quién crece en las preguntas?
¿Quién prodiga las respuestas?
Arauz mío, de la memoria nace la vida, la tierra arija
despierta en la alborada y el viento
crepitará en la mies hinchada de alburas
junto a las cruces de los que un día
vigilaron su sazón. El tiempo es nada,
muerte y vida vibran en un mismo arco.
Desolación frente a los miedos
ligero en el pensamiento aéreo y tantos,
escasamente aprendidos, laberintos de tiempo transitado
ocultan rastros de montes y senderos.
Leuda en la huella de la ausencia un paso
de escuálidos rostros y, con un nombre balbucido
entre los sistros de la fronda,
perturbo la paz de los espectros.
Los llamo, que vengan a mí, que me narren
en qué edades están detenidas las mañanas
de las leches humeantes, de las ubres sonrosadas,
de las ranas martinas en las paredes de helechos
y la luminosa monotonía de las isocas
sobre el compacto verdor de los maizales.
Porque han vuelto los ciclos de dolores,
la idea fugaz a eternizarse en un desconsuelo
y, por ella, qué de pájaros sombríos
me acompañan en este polvo de años
junto al delusorio transcurrir de los días.
Hoy existe un hombre débil en la paz de esta floresta;
descuidado son de campanas y el árbol
acuden a destacar la ausencia de los muertos
en un languor sometido.
¿Quién bebe el marfil de este día?,
¿de dónde obtienen su blancura las garzas?
Oh Arauz, cuánto, cuánto tiempo ardido,
cuánta, cuánta ceniza en los senderos.
Y esa desolación frente a los tiempos
me acompaña de un estremecido
dolor y miedo.
Eclesiastés
Tembloroso el corazón sintió el principio del tiempo
y el ofrecimiento de la cáscara roja
en el fruto del verano.
"Todo trabaja más de cuanto el hombre
puede ponderar, y no se sacia el ojo de ver
ni el oído de oír".
En la orilla del río los cuerpos temblorosos
conmovieron la luz
y aún así he reclamado otra dimensión.
Qué tardíamente volví a sentir aquella distancia
que existe entre el primer día de la vida
y mi muerte,
y en el silencio de la angustia
no ha sido nada tan terrible
como saber que vivo y estoy muerto.
Y aún así, en los caminos de la noche,
cuando tomo el vacío de la ciudad dormida,
las calles letales, la llovizna de marzo,
mi corazón aspira a la vida frente a la congoja
del tiempo en destrucción. Un frontis antiguo,
verde de musgos, por el que gotea
la humedad del otoño, abraza en un instante
ese estremecedor signo del silencio absoluto.
Y he reclamado para mí una mansión distinta.
Hazme, oh Dios, la excepción de tu orden
y que perviva sobre los reinos y el tiempo
—grité babeante de orgullo cuando la juventud
fortalecía los miembros—, que alado soy
por tu gracia, que no existe abismo
capaz de detener este viento dulce y devastador.
Y firme, al temblor del vértigo y el desdén,
sobre soledades y muros, mi patria fue el dolor
en crecimiento y en riqueza. Lo que ha sido será,
no hay nada nuevo bajo el sol —me dijiste—,
vanidad de vanidades.
El cazador
y de reflejos en el fluir del río,
nada más que algunos pájaros imprecisos de las aguas.
Quietud. Cercana la siega. Paciente el cazador
disimulado entre los juncos
espera la bandada. Se revuelve inquieto porque insectos
ardientes como chispas fulguran sobre su cabeza.
Yo intento amar a todos puesto que el llamado
está próximo, aunque un poco tarde.
Pero mi cuerpo que maduró antes, despide esquirlas de dolor
y languidece de alguna que otra esencia de ave muerta
cada vez que el cazador no falla en sus disparos.
Los que amo, con su viejo Ford A, al terminar la cosecha
irán en busca de cerveza y acordeones. Tanto espacio
de tierra y de rastrojos, las carcajadas fértiles,
la saliva espesa, porque aún hay jóvenes corazones.
Como el de mi cazador que se ha partido el pecho
y muere sin socorro.
El corazón me latió como nunca
aquella navidad de mil novecientos dieciocho
cuando la guerra los privaba de las castañas
y de las cartas que les mandaban los hermanos.
Después del atardecer las lámparas despedían
su suave vapor de seda, alguien —sólo a veces—
llamaba a la puerta y volvían las cigarras
a concurrir a su desfallecimiento,
cuando se estremecían en el corto deleite de sus manos.
Mucho se esperaba, la pobreza se empecinaba en la piel
partida y en la frente que marcaba la línea del sombrero.
Ni agua, ni sol les servían, tampoco el humus.
Pero los árboles del cielo siguieron existiendo
a pesar de los ancianos descreídos, del ruinoso acordeón
en la noche. Nos separaron, y yo no sé de dónde
salió el juez que dividió la grey. Nos separaron
para olvidar del todo el fuerte olor de los carros cargados
de pasto y de boñiga y la comida dulcemente aromada
con los rojos pimientos del otoño.
Ah, esa fragancia que medró desde el murmullo del molino,
o del estremecimiento de las aguas, de qué manera
punzó la carne. Y el corazón me latió como nunca.
El exilio
penetrante y fría en el temblor crujiente
de las últimas hojas. Nadie podía decirle tan fácilmente
adiós a esta tierra y luego borrar los días y desconocer
las huellas, los residuos, los bochornos, las afrentas
con pertinaz dolor anclado en la carne y la conciencia.
Purísima lluvia de marzo que vuelves blanco el día
y adelantas la noche en este horario que nos hace
temblar de espanto y soledad.
Nadie puede celebrar la despedida de otro modo,
la despedida del rostro en la ventana,
de la mano blanca y gélida en el adiós
que nos movió al llanto cuando te dejamos, tierra sagrada,
oh sí, que nos movió al llanto tan doliente
en un marco acuoso y desvalido como hoy.Cómo olvidar entonces la turbonada que fortalecía
salubre fragancia de tuscas y se deslizaba iridiscente
por las húmedas paredes de la casa,
con duendes campaneros, hormas imprecisas,
lumínicas locuras submarinas.
Por las paredes de nuestra amada casa, ¿recuerdas?
encendida de lámparas temblantes
que agrandaban las sombras en los cristales
como una réplica de la noche estremecida
en la hondonada.¿Recuerdas?, oh sí, recuerdas como yo
tantos tallos sedientos, tanta ceniza aplacada en la lluvia
fervorosamente clara, fría y límpida
sobre las relucientes hojas del naranjo.
Oh sí, recuerdas como yo, callada, tus vestidos húmedos,
tu fundamental tibieza en el regazo
frente a la lumbre que los leños del monte
hermanaban con el cálido ensueño
de las últimas cigarras.
Y fue la hora para decir el nombre de una ciudad extraña,
extraña y diferente, y hablar del duro camino del exilio
para sostener la pena y el coraje
y sobrevivir el agravio y la calaña.
El mundo de Munda
Estamos en paz
vagos fantasmas en el retemblor de la arboleda,
cuántos veranos tuve que abarcar para envejecer un día
y atisbar hacia los caminos del pasado
cuando os digo a vosotros y al mundo,
cuando les digo a las bocas de entonces y a sus ojos,
a los perfiles que se borraron como la niebla de las chacras:
¿recuerdas?, ya nada es igual,
éste soy yo, es este vacío sólo un reflejo de mí mismo,
apenas unas ráfagas en las horas, un documento pálido de tiempo.Pero mientras tanto en dónde estamos todos
yo que me creía viejo a los veinte años,
¿en dónde están mis veinte años?
En qué rincón del huerto puedo encontrar a la madre
que reía en la mañana mirando crecer al hijo
y despedía las jornadas con la esperanza de los futuros
que ahora no vivimos.Cómo ha cambiado ella que cultivaba el jardín
y se inclinaba junto a la hierba recién nacida
para separarla de las violetas, las siemprevivas,
los temblorosos jacintos y la albahaca pobladora
de fragancias.
A qué desconocido mundo se fueron las manos de la abuela
que tejían encaje cuando el viento de la noche
hacía crepitar los techos; las que movían el gesto
hasta el horizonte para darnos la lección del tiempo
y de la aurora.
Ni cien presagios de lluvia y turbonada
fueron capaces de declarar la pérdida.
Todos tuvieron su infancia y marchitaron.
Todos tuvieron su esplendor. En ese paso, ahora,
sobre la cima, algo se desagota de sangre
y el palpitar alcanza la lentitud del astro.
Frente a la casa en ruinas
a silbo de labios la oración balbucida, el arrullo,
la imprecisa promesa y el adiós,
mas, entre pájaros enfermos que han extraviado el árbol,
toda ansiedad te abarca.
Aún estamos vivos, nos iguala la carne en las heridas.
Un claror difuso envuelve en vapor de hierbas
las paredes de antaño que, sobre la humedad
de esta floresta, socava el último socorro humano.
En frente, hasta el límite del tiempo
verticales sendas para una comitiva aérea
surgen en terrenal porfía.
De este callado instante de la noche,
suelto el corazón del puño,
en alto vuelo, nace otra alborada inútil
perdida entre vientos y perfumes.Este es otro día que me has dado, Señor,
y de qué vale tanta piedad, si la muerte espera
en todo instante que preservo en mí.
Ha venido otra vez en la noche mi muerte
sobre los montes. Ligera mañana se descuelga
ya entre las flores de escarcha puestas a sangrar
antes de que el sol las hiera.
En la hierba helada una sombra de invierno que es larga
hace gigante mi cuerpo. Pero no he crecido,
apenas si intento superar la noche
con estas palabras que se dijeron
en la agonía de un hombre:
"su alma ya no vive en su esqueleto".
Ha venido otra vez a la medianoche mi muerte,
pero ya no pasa inadvertida:
cada flor que se abre se condena a sí misma
y estamos como las flores en el límite.
Las lluviosistas
Lluvia
del jardín, tras los cristales,
naufragan hojas en minúsculos ríos de mercurio.
Cae la tarde y las sombras ponen agonía
en el turbio silencio de los muros
cuando en el cuadrante del reloj existe
más tiempo para enmudecer los ojos de la espera.
Una carta, la palabra callada, de entre
los folios amarillos cae una foto. La nada.
Los dedos hacen signos en la penumbra
tristísima de los cuartos
y afuera, en las ramas secas del naranjo
duele ahora en el alma, un pájaro mojado.La lluvia cae silenciosamente
y pule los blancos andenes de la calle.
No volveremos a estar tristes
los niños de los galgos hambrientos vaciaban
el pueblo de pájaros con sus ecos estridentes
por el camino del tunar. Y vosotros ya emprendíais
la marcha por siempre sin designio,
zozobrando en el polvo y el fragor.
Todavía están los líquenes azules en la pared del sur
de la casa derruida donde tan sólo un réquiem
de sombras enlutadas, cerró los ojos del loco Chinto
muerto en la mugre aquella noche
de escarchas y delirios.
Tantas marchas y cosechas dieron sus frutos
y el mundo fue luminoso, los torrentes lavaron los pies,
los granizos trajeron suspiros e incertidumbre.
Y se fueron los días y se sucedieron los llantos,
pasó hacia la alfalfa la isoca maldecida en piamontés
y en el almacén de Pablo Cicotello cuántas veces un acordeón
repitió su amarga Morettina desfibrada.
Vientos de noviembre, cumbres de furia sobre la mies,
Juan Miloc en la tormenta sostiene su frente que sangra
y se va de la vida entre escombros y vigas astilladas,
pero los niños viven, viven bajo el sol jocundo
y volverán a cantar en el patio de la casa
cuando se haya quemado la madera roja
del eucalipto partido por el rayo.
Santina Scándolo, el huerto no huele a menta
ni a hierba de San Pedro. El cedrón que se apretaba
entre los dedos, la madreselva
y la reina de la noche tuvieron su esplendor
pero un verano de polvo y de sequía empañó para siempre
su gloria de perfumes.
Juan y Carolina, nadie sabe cuánta piedad abarca
la mirada sepia del hijo en la loza de la tumba
cuando estamos sufriendo en la casa húmeda y despoblada.
No digáis que volveremos a estar tristes
bajo este cielo igual: que nos permitan sólo
llorar algunos nombres para aquietar nuestro corazón
todavía dispuesto a glorificar el pan caliente
y la espesa leche derramada en el camino.
Nosotros hemos vuelto la mirada
perdido el último sonido, es orbe sepulto
y el dios errante aún se anuncia en el espacio
de las etéreas frondas, pero regresamos
como antaño a buscar el jazmín de noviembre
y marchar por la grama. Qué silente mañana
en ausencia de tantos héroes, dolor de partidas,
húmedo follaje y un rumor de lluvia
desatada en la tormenta.
Nosotros hemos vuelto la mirada y los ojos
no tienen luz, muertos como los de las estatuas.
El moscardón, polinizando los cálices enormes,
blancos y puros, abiertos en la noche, de un cactus
milagroso, insecto aureolado, fue un chispazo
de oro al surgir de los pétalos.
Por las tapias habíamos escalado como intrusos
hacia la sombra del huerto, en el fervor de la siesta.
Las voces venían lejanas y rotundas, de un hueco
mundo sin muros y sin techos. Luz celeste, en la formación
de aves lentísimas, más el silencio de la era,
más el rumor del crecimiento. Y plácido el sopor
desde el fondo de los cuartos umbríos
con aromas de uvas y laurel, donde se hacía dulce
la pulpa del membrillo y vertía
su ácido jugo la manzana partida por el viento.
Esta paz tiene su precio. De un día a otro
el paso cambia, las manos se ponen rígidas
y la voz se quiebra. Qué puede, oh dios
minúsculo ser tan esquivo como ese tiempo que pasó
por la prisión, y retornó al vacío
y ahora desmenúza la certeza de su término.
Y sin embargo aún nos empeñamos
en volver a este jardín, seguir con los ojos
al insecto de oro que corta el silencio
y penetra en su piel
como nosotros en la nostalgia.
Puedo
de la palabra,
en ese súbito itinerario
de misterio que explota
cuando el dulce susurro
que trasunta el signo
dice deliciosamente,
como en un rito: pan,
olivo, rostros,
leche, ilusión, fraternidad,
padre, tierra
y hogar.
Cada nombre es una evocación
que descarta lo superfluo
para calar en el sublime
sentimiento de mis voces
cuyo significado me transporta
al pasado, al futuro,
a lo que fue, a lo que vendrá,
a los rostros melancólicamente expresados
en los sueños,
a la esencia de la idea
y al mismo espíritu sagrado
y total de la poesía.
Quietud de marzo
que ahora se torna pálido, lentamente
hacia el oro glorioso de la tarde, y ha muerto marzo también.
Se desandan los días en el predio conquistado
y nos proponemos revisar los salmos
de los últimos tiempos de alegría.
Otoño se sustancia de fáciles nubes
con un cielo tan claro y tan nuevo si es que aún
una luz tardía de crepúsculo, en su renuencia,
nos permite saber cuándo el aire se une con la tierra.
Y todos permanecen en su puesto, como ayer,
como en aquella ya lejana jornada de estío
que nos proponía una temprana tristeza
y no la comprendíamos por tanta luz
y por tanto tiempo de ocio. De pronto
la noche llega en silente desgano
a nutrirse de nuestras quimeras olvidadas.
Un gallo se equivoca de horas mutando el silencio
en un sobresalto y sordos aleteos de palomas
pueblan las cornisas. Las sombras tienen más ladridos
y en nuestro puerto qué solos nos quedamos.
Regreso a Arauz
se consagra. El regreso a destiempo me acusa
con alguna señal en el abandono de los huertos
y en los rastrojos que soportan como una sombra
de cemento bajo mi paso.
Alado sopor abate los ojos en el retorno
y cada visión me penetra
en ligeras esquirlas de muerte aleve
como las flores dedicadas a una lápida.
Sobre la cruz de la iglesia pájaros solitarios
anuncian el agua del otoño y abril tiene ya
su languor de atmósferas húmedas y calientes.
Desde las paredes carcomidas por el sol
y los líquenes nacen los trasgos
y una vertiente de espectros que aúllan
haciéndose ecos en las tuscas del monte.
Los animales, rozando la hierba que aún pervive,
dulcemente pacen
en muelles honduras de caminos abandonados.Ah, en dónde permanecen los rozagantes tallos,
mies crepitante con los vientos de noviembre,
cristalería de estrellas en un pozo
que nos llama desde los profundos verdores
de la tierra. Tantos huesos ya sin carne,
tantos árboles secos,
innúmera ilusión desfallecida
¿qué mágico propósito de torturas
otorgan a este corazón doliente?
Sábado
que se iba? Oh tarde de octubre que adorábamos,
muy mansa, muy verde, muy amada
hasta el viento sutil,
hasta la gloria de las voces que la distancia
destilaba,
hasta ese medio valor que me asaltó sin creerlo
para que pudiera sentirme valiente, dichoso de mis males,
ungido por la palabra, destinado a la gloria
del canto.
Eso vale, amiga dulce, serena ayer,
que delirante de nostalgias aún me sorprendías
y que mostrabas en los ojos más amor del que es capaz
alguno con todas sus entrañas. Sustancia de este año,
desprovista, que de tu infancia recuerdas
no sé que limbo pálido y doloroso en donde muy niña
con medias negras y melena lacia llorabas en un rincón
del parque puesto que te laceraba tu propio
miserable abandono. No es posible indagar
tanto el tiempo sin encontrar un silencio que no explica
por qué en el regreso hacia los pasados caminos
que se transitaron hay algún horror oculto,
una maligna fama de perturbadores días
que no se pueden borrar, no se pueden.
Amada amiga, en la salvaje feracidad
de esa hiedra que crecía, de todo octubre
hecho la luz, de automóviles empujando el sábado
hacia la calamidad de otro amanecer en ruinas,
no estuvimos tan cerca como en el momento
en que te decía ésta es la naturaleza que pervive
inmutable y siempre distinta.
Eso sí, era el momento en que llorábamos
porque tanta belleza que no estaba destinada
a ser sorprendida por nosotros,
se deshacía en dones que nadie sabía
por dónde emprender.
Qué paz en ese rincón del mundo, abrazando a los cipreses,
buscando el sitio para una estatua blanca
sobre el verdor oloroso de los pinos,
mirando a las torcazas en los cables del camino.
De cara al cielo, la humedad de la tierra
en la espalda para otra tarde más.
Qué octubre conmovedor,
qué frescas, amiga, tus palabras.
Tan inocentes de los males
Yo he querido volver por el camino
a buscar la luz ingrávida como entonces
y sentir su dulce beso de agua
deliciosamente desnudando la carne
bajo el sol de diciembre. Ah, pero los pájaros
son tan inútiles, esos pájaros de pecho carmesí
que un día terminarán por matarnos del todo
cuando la hierba que le es cómplice
repte en la fragorosa penumbra de los montes.
Más muertos entonces, sí, por siempre anclados
a la tierra que nos fue pródiga,
sin desear nada y nítidos como el éter,
tan descuidados de nuestros huesos,
tan inocentes de nuestros males.Qué silencio, qué triste todo.
Yo quise andar por las lindes del huerto
en búsqueda del rosal que, desde la cerca
pesada de ramas y de espinas,
lerdamente se dejaba caer sobre el musgo
de las sombras. Y allí tras frescuras de higueras
y manzanos, desprovisto de la palabra exacta
para nombrarlos,
me he estremecido en la beatitud de la tarde
cuando un gallo lejano hendía
la serenidad de las chacras con su canto de corneta.
Oh, entonces, por qué, por qué he venido
si ya no puedo contener la nostalgia de los pasos
en la doliente región de los cuartos sin techo,
en los rincones umbrosos, junto a los fogones
sellados de humo y ya desde tanto tiempo abandonados.Qué silencio, qué triste todo.
Vengo a buscar mi único paisaje
con la verde cintura de los maizales
tremantes en el vapor del verano, y quiero escuchar
cómo cruje la espiga cuando el viento del norte
marca la hora de la siega. Ah, pero en cambio
que pródiga memoria de simples algazaras
surte a este corazón sufriente.
Ese tren negro y celeste que partía a la una de la tarde
como una serpiente hundida en el monte,
me mata de distancia en la hora de sus rumbos.
Cualquier sonido entonces que viene del aire
agranda mi dolor, cuando soy tan frágil,
cuando soy tan débil pensante de belleza.
Y he querido estar sin preguntar por qué he vuelto.
¿Y por qué he vuelto, Dios mío, ahora que es tan tarde,
que son tan imprevisibles los cánticos de las glorias
que buscamos?
Qué silencio, qué triste todo.
Un girasol
tu cabeza junto al girasol apenas florecido
pero que ya pesaba con los granos fecundos
en la cúspide del tallo movido por el viento.
No era necesariamente un color de manos
lo que más contrastaba con la hierba
o con el afligente silencio del horizonte,
la distancia y los patos silvestres en el cielo.Verano entonces. Tan escasas nubes
corredizas huyendo al norte
después de la fúlgida lluvia de la noche
y al borde del camino una cruz
para un muerto ignoto, daba fuerza a su sombra
sobre la charca purpúrea. Mirando al girasol,
tu cabeza pegada a la tierra, a esa hora
en que escuchaba la llegada de fantasmas
sobre los caballos, muertos cien años antes,
oía el galope y el latir de los corazones
excitados en la siega. Dijiste que en esa paz
había aún sangre fresca que siempre huele a vino
después de la lluvia del verano.
Tu cabeza tenía liviano resplandor cerúleo
más despierta que el viento y los sonidos
siendo que a un costado, la cruz del muerto,
te rozaba tenuemente con su sombra. Vida y muerte,
ya que nada de un solo individuo, o de su amor,
perdura, te dije, son tan imposibles de guardar
unidas en sí, como una sola fuerza
desde el principio.Lo demás es polvo, olvido, desolación.
Ni tu cara azul, ni los brazos blancos
sobre la hierba desde hace mucho tiempo
significaban nada. Por último, hemos comenzado
a envejecer. Y ahora recuerdo ese girasol
y tu cabeza.
Yo estoy aquí pensando en mis despojos
cuando la noche desplegó su última ala de tinieblas.
Hubieras oído las noticias de los hombres que entraban
en el espacio
hablar de esta tierra en que estoy parado
contemplando al insecto que horada su guarida.
Las yedras estaban inmóviles, el sillón de mi madre
depositaba su quietud del día sobre un trozo de pared
que será permanente
y los diarios decían lo yerta que es la luna.
Yo estoy aquí pensando en mis despojos,
en una mano que endureció el invierno,
en una mirada que quedó desprendida
desde la rutina de un hombre andando los caminos
color del miedo,
en un viento profanado por doscientos potentes faros
sobre la humedad de la noche en la tormenta.
Hubieras visto detener la música para gritarnos a todos
cuán peligrosamente cerca de Dios se han colocado.