Tan inocentes de los males
Lermo BalbiQué silencio, qué triste todo.
Yo he querido volver por el camino
a buscar la luz ingrávida como entonces
y sentir su dulce beso de agua
deliciosamente desnudando la carne
bajo el sol de diciembre. Ah, pero los pájaros
son tan inútiles, esos pájaros de pecho carmesí
que un día terminarán por matarnos del todo
cuando la hierba que le es cómplice
repte en la fragorosa penumbra de los montes.
Más muertos entonces, sí, por siempre anclados
a la tierra que nos fue pródiga,
sin desear nada y nítidos como el éter,
tan descuidados de nuestros huesos,
tan inocentes de nuestros males.
Qué silencio, qué triste todo.
Yo quise andar por las lindes del huerto
en búsqueda del rosal que, desde la cerca
pesada de ramas y de espinas,
lerdamente se dejaba caer sobre el musgo
de las sombras. Y allí tras frescuras de higueras
y manzanos, desprovisto de la palabra exacta
para nombrarlos,
me he estremecido en la beatitud de la tarde
cuando un gallo lejano hendía
la serenidad de las chacras con su canto de corneta.
Oh, entonces, por qué, por qué he venido
si ya no puedo contener la nostalgia de los pasos
en la doliente región de los cuartos sin techo,
en los rincones umbrosos, junto a los fogones
sellados de humo y ya desde tanto tiempo abandonados.
Qué silencio, qué triste todo.
Vengo a buscar mi único paisaje
con la verde cintura de los maizales
tremantes en el vapor del verano, y quiero escuchar
cómo cruje la espiga cuando el viento del norte
marca la hora de la siega. Ah, pero en cambio
que pródiga memoria de simples algazaras
surte a este corazón sufriente.
Ese tren negro y celeste que partía a la una de la tarde
como una serpiente hundida en el monte,
me mata de distancia en la hora de sus rumbos.
Cualquier sonido entonces que viene del aire
agranda mi dolor, cuando soy tan frágil,
cuando soy tan débil pensante de belleza.
Y he querido estar sin preguntar por qué he vuelto.
¿Y por qué he vuelto, Dios mío, ahora que es tan tarde,
que son tan imprevisibles los cánticos de las glorias
que buscamos?
Qué silencio, qué triste todo.
Y entonces quiero andar por montes y bajíos
desdeñando el sortilegio de aquellas frágiles azucenas
de la lluvia que nacían al borde las zanjas
cuando el agua roja del verano
revivía sus gémulas doradas. Se han ido tantos días,
se han ido todos. Mudas paredes de un tiempo
de siembras y cosechas, fiebre en el campo
en ese tránsito de nacimiento, vida y ocaso
en donde habríamos de ser, en donde fuimos,
en donde no seremos ya nunca nada.
Que no cambien los rumbos
porque nos hemos acostumbrado a estos recuerdos:
el despertar de los días bulliciosos,
el gozo de las urracas que se esponjaban en los sembríos,
las gaviotas rutinarias sobre el surco
en busca del grano nutritivo
y los amistosos perros de la casa
que callaron para siempre.
¡Y he vuelto, quién lo hubiera dicho!
he vuelto a las jornadas y, entre la sombra suave
de la fronda,
qué silencio, qué triste todo.