Striga
Jorge RoldánEl grito desgarró la noche como si fuera un puñal e hizo saltar a Milagros de la cama. Con el corazón martillándole el pecho corrió hacia la pieza de su hermana y abrió la puerta justo antes que el alarido se silenciara. El gato aprovechó ese momento para huir despavorido. Florencia miró a su hermana mayor pero ya la mirada no era la suya. Exhaló una palabra que no hubiera tenido sentido para otra persona: "Striga", dijo, y enseguida se le pusieron los ojos en blanco y se desmayó en brazos de Milagros.
Aunque sabía que no iba a lograr despertar a Flor por medios convencionales, lo intentó de todas maneras, tratando de recuperar la calma. Nada. La nena no reaccionaba. La acomodó en la cama y empezó a observar la habitación. Aunque Santa Fe sufría el invierno más crudo en años, lleno de noches desapacibles como ésta, la ventana del departamento inexplicablemente estaba abierta y entraban ráfagas de viento y fina lluvia helada. Milagros se acercó con intenciones de cerrarla, pero antes miró afuera, abajo a la calle desierta primero, después escrutó los árboles de la plaza y el cielo cubierto de nubes rosa que corrían veloces hacia el norte. El frío le puso la carne de gallina y el cabello se convirtió en un revoltijo rubio, pero insistió y observó un momento más, buscando algo escondido que no podía estar lejos.
Pronto lo encontró. En la plaza, sobre las copas de los plátanos, entre los murciélagos que chillaban, alzó el vuelo otra cosa que los asustó y dispersó. La criatura, desafiante, miró hacia la ventana de Milagros dando un graznido, mezcla de grito y carcajada. Sus plumas grises y negras podrían haberla hecho pasar por una simple lechuza, pero debía medir más de un metro de alto, y cuando Milagros la vio más cerca distinguió claramente que la cabeza de la criatura no era la de un ave normal. No tenía pico, sino nariz y boca como la de una persona, y allí no tenía plumas, si no una cabellera gris y sucia, enmarañada y apelotonada. El rostro, chupado, huesudo y pálido destacaba sus ojos amarillos, desorbitados. En la boca, abierta hasta casi desencajarse la mandíbula, asomaba una larga lengua, colgando entre dientes podridos y serruchados. Recordó la palabra susurrada por su hermana: Striga. Era la primera vez que veía una de verdad, fuera de las grotescas representaciones de sus libros de estudio... pero ¿de dónde había salido? ¿Y cómo sabía nombrarla Flor?
La sacudió un escalofrío y volvió a Florencia; la revisó y encontró la marca bajo la nuca. Una mancha antinatural, amoratada y con forma de roseta aparecía en la espalda, huella inequívoca de la succión de la oportunista criatura vampírica. Se agachó bajo la cama y vio el libro —su libro— junto a la mesa de luz; abrió la página marcada donde aparecía la criatura y lo comprendió todo. Florencia había robado uno de sus grimorios de invocaciones.
Se sentó en el suelo como si las piernas le fallaran y sintió que se le desmoronaba el mundo. Pensaba que lo que guardaba en el baúl del entretecho del lavadero, bajo llave y candado, nunca iba a ser descubierto por su hermana. Su primera reacción fue de enojo. Pero si debía enojarse con alguien era con ella misma. Florencia era una nena de once años que la admiraba. Desde que les faltó su madre, habían estrechado su vínculo y Flor se identificaba cada vez más con Milagros. Buscaba copiarla en todo lo que podía para hacerse tan fuerte como ella. Pero Milagros no se percibía así de fuerte, al contrario, en ese momento se sentía completamente miserable.
Pocos años atrás había descubierto que era una bruja, pero descubrir no era lo mismo que haberlo elegido, y aunque había asumido lo que era y progresado mucho con sus estudios mágicos, evidentemente todavía tenía mucho que aprender. Se recriminó el no tomar más precauciones. El camino de la brujería debía ser secreto porque estaba lleno de peligros. Nunca le había contado a Florencia qué era lo que estudiaba cuando se quedaba leyendo hasta la madrugada encerrada en su pieza, pero la chiquita lo había descubierto. Claramente la desobediencia y la curiosidad no eran patrimonio exclusivamente suyo, y no haber visto eso estaba cerca de convertirse en un error fatal.
De pronto se sintió sola en el mundo y la consumieron la angustia y el llanto. Como siempre que lo necesitó, su padre no estaba, y lo insultó por las ausencias y por empujarla a cumplir el rol de madre de Flor. Ahora, ante la posibilidad cierta de que su hermana muriera, reconoció lo que siempre supo: que nunca estuvo a la altura de su madre.
Algo que oyó en la ventana la sacó de esos pensamientos: un aleteo, un graznido pero familiar, esperanzador. Un búho. ¡Y sabía qué búho era! Miró a su hermana respirando débilmente en la cama y supo que no tenía un segundo más para perder. Consultó el grimorio en la página que hablaba de las strigas y decidió lo que debía hacer. Lo reservó. Iba a necesitarlo después. Corrió a abrir el baúl del entretecho del lavadero, el que encontró —como esperaba— sin llave. Pensar en la reprimenda que le tocaría luego a su hermana fue una manera de pensar en positivo. Ojalá tuviera la oportunidad de castigarla por su "travesura". Sacó lo que necesitaba y volvió a la habitación de Florencia. El gato había vuelto a la pieza y estaba acurrucado, ronroneando sobre el pecho de la nena. Era una bola negra que miró a Milagros con ojos curiosos, y dio un maullido como si le preguntara si todo iba a salir bien.
—Tranquilo negrito, voy a buscar a Florcita ya mismo —le dijo, y le rascó la cabeza. El gato se restregó contra la mano de la joven bruja, conforme.
Mientras musitaba una oración, dibujó con tiza un círculo y copió del libro los símbolos de protección alrededor de la cama donde yacía Florencia, después revisó que la ventana estuviera dispuesta como ella quería, encendió una vela que ubicó en la mesa de luz junto a su hermana y la protegió del viento con una pantalla. Después le dio un beso en la frente fría y salió de la pieza. Con un puñado de sal protegió la puerta, se calzó las botas, se puso un grueso saco negro y largo sobre el pijama y un gorro de lana tejido. En un morral de cuero metió los elementos que necesitaba para su plan, y salió a la noche.
Ya no llovía, aunque el viento era fuerte y comenzaba a disipar las nubes. Árboles y faroles se hamacaban enredando sombras intrincadas. Anduvo caminando un rato por los senderitos de la plaza. No oía ni veía a la striga, pero sí encontró al búho blanco que buscaba. Frecuentaba los altos de la iglesia de San Francisco y siempre rondaba por su departamento, como si la espiara. Lo conocía bien y él a ella. Se sentó en un banco de piedra para estar más cómoda y relajada y llamó con silbidos al búho hasta que cruzaron miradas. Milagros no perdió la oportunidad. Si algo había aprendido era a dominar esa técnica, y no le resultó difícil alcanzarlo con la mente y pedirle que le prestara sus ojos. El búho no se resistió y la dejó subir. No era la primera vez.
Desde arriba, Santa Fe se veía azul, brillante y callada, y a los ojos de la bruja, lugares y rastros invisibles para personas corrientes quedaban en evidencia. Aunque hacía eso bastante seguido, nunca dejaba de maravillarse. No era lo mismo que podría verse desde un helicóptero o un dron. Volar usando al búho y su visión de bruja significaba percibir el aura de la ciudad y de sus habitantes. Algunos dormían llenos de paz, emanando un brillo de colores suaves que tendían al blanco; otros muchos estaban envueltos en la negrura de sus preocupaciones, incapaces de descansar. Cada tanto veía alguna esencia elevarse fuera de su cuerpo, voluntariamente o no, como una pequeña nube que brillaba tanto como la luna, unida a un filamento de plata que bajaba hacia el cuerpo del durmiente. Se hubiera quedado horas contemplando ese reflejo de su ciudad, pero recordó su objetivo, y se apuró a sugerir otras trayectorias y alturas al búho blanco, que después de algunos tironeos se dejó llevar.
No pasó mucho hasta que encontró una huella en el aire, como un retazo de niebla, o una baba del diablo, que la llevó al refugio de la striga. Era un nido sucio y vacío en un lugar apropiado para que no la molestaran: un mausoleo olvidado en el cementerio Municipal. Seguramente la criatura, después de acudir ante quien la había invocado torpemente sin tomar precauciones, se había alimentado de la incauta y encontrado libre. Después de un largo sueño, andaba suelta, famélica y hecha una furia, alimentándose de la vitalidad de todos los niños que encontrara mientras durara la oscuridad. Milagros soltó entonces la mente del ave, que retomó su vuelo confundida, graznando molesta, y ella se quedó un momento sentada en el banco, recuperando el equilibrio, sacudiéndose la resaca que le quedaba siempre después de volar.
Ahora sabía dónde ir. En el cuerpo del búho había llegado enseguida, pero por desgracia no estaba en tiempos de vuelos en escobas. Cruzó a la cochera y sacó el pequeño Fiat. Colarse en el cementerio no le resultó difícil. Para algunos rituales había tenido que entrar al Municipal a medianoche a buscar tierra y huesos. Ya conocía secretos, donde pisar, por donde saltar. Ayudándose con la linterna encontró pronto el pequeño mausoleo donde dormía la criatura e ingresó forzando un candado con un viejo abrecartas de plata. Apenas entró descubrió en el techo un pequeño tragaluz roto por el que seguramente la striga había salido. Un nicho vacío con una tapa de piedra partida al medio era todo lo que encontró adentro, además de un hedor casi insoportable, mezcla de encierro, heces y algo corrupto y húmedo en lo que Milagros no quiso pensar para no descomponerse. Abrió el morral y se colgó al pecho una piedra que emanaba una tenue fosforescencia con matices hipnóticos. Encendió otra vela, de un color y perfume distinto a la que había dejado ardiendo en la habitación de su hermana yacente, y se sentó sobre la tapa de piedra del nicho. Abrió el grimorio en una de las viejas páginas donde se veía el torpe dibujo de una striga, y recitó solemne una oración ritual.
La criatura volaba inquieta. No había conseguido otros niños, pero saboreaba todavía la vitalidad de la pequeña de cabellos dorados que la había invocado, despertándola de un sueño de vaya a saber cuánto tiempo. Para ser la primera noche de libertad, estaba extasiada, aunque molesta por no haber podido vaciarla. El grito había alertado a la otra, la más peligrosa, y la había obligado a huir, pero volvería pronto. No podía dejar algo tan delicado sin aprovechar hasta la última gota. De repente sintió una punzada de deseo, como un tirón. En los labios y la lengua se le instaló un sabor dulzón. Dobló el cuello hacia donde vivía la chiquita, y vislumbró en el horizonte un brillo nuevo, irresistible, y sin pensarlo cambió de rumbo, de vuelta a la casa de la pequeña.
Encontró otra vez la ventana abierta. De un cabezazo la empujó y entró, relamiéndose. La vela dulce que la había atraído titubeó con el viento gélido de la noche. El gato negro echó las orejas hacia atrás y bufó enloquecido, pero esta vez no abandonó el pecho de la chiquita. El animal sabía que no estaba seguro en ningún otro sitio más que en medio del círculo protector, y mediante un maullido lastimero intentó amenazar a la intrusa. La striga no se atrevió a avanzar. No le agradaban los gatos, enemigos de los espíritus, ladrones de su energía, y además el círculo que protegía a su víctima era de los más peligrosos. Caminó bordeando la protección y se limitó a observar, curiosa. Perdió interés en lo que había en la cama y en cambio fue a oler la vela aromática. Era tan hermoso ese perfume, y llenaba poco a poco la habitación... y ese brillo... era igual al sabor de la nena.
Se quedó ahí inmóvil por horas: olisqueando, lamiendo el humo en el aire, babeando. Cuando la vela se consumió, ya clareaba.
La striga desesperó al volver en sí. Tambaleándose, saltó hacia afuera. Aleteó enérgica, pero la embriaguez de la vela aromática le hacía mermar las fuerzas. Se sentía pesada, y faltaba tan poco para que amaneciera... ¡No le servía otro refugio! Debía llegar al mausoleo, a su protección mágica.
Voló lo más rápido que pudo y llegó al cementerio cuando estaba a punto de salir el sol. Creyó estar a salvo, pero cuando buscó el tragaluz roto de su mausoleo, vio a Milagros parada sobre el techo, impidiéndole la entrada. Chilló enojada, dio un giro en círculo sobre su enemiga y se decidió a luchar antes que perecer. Milagros la esperó y recibió el ataque de las garras de la striga con el brazo protegido por el saco negro. Forcejearon, peleando sobre el techo de piedra. La striga parecía enorme, y su fuerza, aunque disminuida, todavía era la suficiente como para vencer a la menuda joven. Aunque los rayos del sol ya lamían las construcciones más altas del cementerio, la criatura, enceguecida por la confianza de la ventaja, pensó en una última comida antes de dormir. Sacó una lengua violeta y babosa y lamió el cuello de la brujita, que se estremeció por el asco. Enseñó los dientes, triangulares y aserrados como los de una piraña, y empujó con vigor, buscando morder. Milagros aguantó con las dos manos, pero igual sintió el contacto y estuvo a punto de vomitar. La dentellada y la lengua le hicieron pensar en cómo debía sentirse la mordida de una yarará. La sensación de succión fue caliente primero y fría un segundo después. Inmediatamente sintió que se le empezaba a escapar la vida como si tuviera una hemorragia masiva.
Pero entonces recordó su plan y la página leída del grimorio: "solo se la puede matar mientras se alimenta". Y abrazó con las fuerzas que le quedaban el cuerpo huesudo y emplumado de la striga para no permitirle huir, sofocándose con el tufo rancio de la cabellera gris. Con el brazo libre llegó al viejo abrecartas de plata y le dio un puntazo bajo un ala y otro, y otro. Al tercer puntazo se le escapó el arma, que quedó hundida en la carne. La striga la soltó y gritó desesperada. Aleteó buscando zafarse pero Milagros no la dejó. El sol las iluminó por fin y la striga la miró como pidiéndole piedad antes de deshacerse sobre la chica, ardiendo sin llama en una confusión de plumas, gusanos, dientes podridos y pelos húmedos. Milagros vomitó por fin, y se puso a llorar, histérica, aflojando el cuerpo, quedándose acostada de cara al cielo del alba, sobre la piedra húmeda y helada del mausoleo mientras pensaba en su hermana y en lo que hubiera dado por abrazarla. Florencia, justo en ese momento, despertaba en su cama, una vez más en medio de un alarido.