El grito desgarró la noche como si fuera un puñal e hizo saltar a Milagros de la cama. Con el corazón martillándole el pecho corrió hacia la pieza de su hermana y abrió la puerta justo antes que el alarido se silenciara. El gato aprovechó ese momento para huir despavorido. Florencia miró a su hermana mayor pero ya la mirada no era la suya. Exhaló una palabra que no hubiera tenido sentido para otra persona: "Striga", dijo, y enseguida se le pusieron los ojos en blanco y se desmayó en brazos de Milagros.
Aunque sabía que no iba a lograr despertar a Flor por medios convencionales, lo intentó de todas maneras, tratando de recuperar la calma. Nada. La nena no reaccionaba. La acomodó en la cama y empezó a observar la habitación. Aunque Santa Fe sufría el invierno más crudo en años, lleno de noches desapacibles como ésta, la ventana del departamento inexplicablemente estaba abierta y entraban ráfagas de viento y fina lluvia helada. Milagros se acercó con intenciones de cerrarla, pero antes miró afuera, abajo a la calle desierta primero, después escrutó los árboles de la plaza y el cielo cubierto de nubes rosa que corrían veloces hacia el norte. El frío le puso la carne de gallina y el cabello se convirtió en un revoltijo rubio, pero insistió y observó un momento más, buscando algo escondido que no podía estar lejos.
Pronto lo encontró. En la plaza, sobre las copas de los plátanos, entre los murciélagos que chillaban, alzó el vuelo otra cosa que los asustó y dispersó. La criatura, desafiante, miró hacia la ventana de Milagros dando un graznido, mezcla de grito y carcajada. Sus plumas grises y negras podrían haberla hecho pasar por una simple lechuza, pero debía medir más de un metro de alto, y cuando Milagros la vio más cerca distinguió claramente que la cabeza de la criatura no era la de un ave normal. No tenía pico, sino nariz y boca como la de una persona, y allí no tenía plumas, si no una cabellera gris y sucia, enmarañada y apelotonada. El rostro, chupado, huesudo y pálido destacaba sus ojos amarillos, desorbitados. En la boca, abierta hasta casi desencajarse la mandíbula, asomaba una larga lengua, colgando entre dientes podridos y serruchados. Recordó la palabra susurrada por su hermana: Striga. Era la primera vez que veía una de verdad, fuera de las grotescas representaciones de sus libros de estudio... pero ¿de dónde había salido? ¿Y cómo sabía nombrarla Flor?