Siete vidas

Jorge Roldán

Agarré las llaves del auto despacito, como si el más mínimo movimiento en falso fuera a activar una bomba. Mara estaba instalada en el living leyendo un libro. A lo mejor hubiera podido salir sin que ella lo notara, pero Pomelito maulló al verme pasar y ahí me prestó atención.

—Ponele comida a tu gato que está jodiendo desde hoy —dijo, sin sacar la vista del libro.

Mara toleraba a Pomelo, pero prefiere —adora— los perros. El gato tenía muy claro eso y mantenían una especie de guerra fría a diario.

—Amor, salgo, vuelvo en un toquecito —le dije, llenándole el bol de comida al gato para disimular, y enseguida traté de seguir como si nada hacia la calle. Pero Mara me conoce, se da cuenta cuando no quiero dar explicaciones y tiene un sexto sentido para percibir cuando algo tiene que ver con Melisa y la gata.

—¿Adónde vas? Si recién llegaste.

—Ya vuelvo y te cuento, pero está todo bien.

—¿Te llamó con la excusa de tu gata, no?

Respiré hondo. Hiciera lo que hiciera no iba a poder zafar del quilombo.

—Me llamó, pero no es una excusa. Hay que llevar al veterinario a la Chimu que no está bien. Las acerco con el auto y listo, después te cuento —Traté de darle un beso antes de irme, pero me corrió la cara.

—¿Y no la puede llevar algún chongo de ella?

—Mara, la gata es mía también. Y el chongo no tendrá auto, qué se yo. A mí me importa mi gata, no mi ex.

—Andá —dijo, pero con ese tono frío que prometía que a la vuelta me iba a tocar pagar el precio. La bomba ya estaba activada.

Apenas se acomodó en el asiento con el portamascotas en la falda, me dijo, como al pasar:

—Estás más flaco —De ninguna manera lo sentí como un coqueteo. No era la primera vez que nos juntábamos para llevar a Chimuela (una vez también a Pomelo, así nos repartimos los hijos cuando nos separamos) a la veterinaria. Aunque nuestras respectivas parejas no estuvieran ahí para vigilarnos, siempre nos comportábamos como si nos hubieran puesto una cámara en el auto.

—Mhm. Ponele. Estoy haciendo bici.

—¿En un gimnasio?

—Me compré una bici. Salgo a andar.

—Ah, antes no te gustaba. ¿Tu chica anda en bici y te "sugirió" salir juntos, no?

—Yo compré la bici y me empezó a gustar. ¿Vos? ¿Seguís con las brujerías?

Aunque yo estaba prestando atención al manejo, sentí que me miraba con todo el odio.

—No me rompas los ovarios que ya no somos nada como para que me cuestiones mis creencias. Antes tampoco tenías derecho, pero lo hacías igual.

—Pregunto nomás. Como en la última época me acuerdo que te habías puesto con todo en esa...

—Sigo "en esa", como vos decís. Así que tené cuidado con hacerme enojar porque te hago un gualicho —Silbó y me hizo una seña con el dedo como si se me pusiera blando el pito.

Me reí. Nunca sabía si esos enojos iban en serio y si sería capaz. Melisa siempre iba saltando de creencia en creencia, comprando paquetes de espiritualidad y se fanatizaba. La brujería —así le decía yo, ella la llamaba "camino de la sacerdotisa" o algo así— era el último de los mambos que había abrazado y se ve que lo mantenía.

Le vi un tatuaje nuevo en la muñeca, que parecía una de esas runas de adivinación y tenía aritos artesanales adornados con plumitas de pájaro, las dos cosas con una vibra muy de ella.

El maullido débil de la gata, nerviosa porque sabía que iba al veterinario, me trajo de nuevo al presente. Los dos le hablamos con nuestras voces ridículas para tranquilizarla. Hacía mucho que no hacíamos eso al hablar con los gatos, como antes. Nos salió automáticamente y la gata pareció calmarse. Por un momento reviví el tiempo donde Melisa, los dos gatos y yo éramos familia, me gustó eso y lo añoré, pero no se lo dije.

—¡No quiero que se muera! ¿Qué es lo que no entendés? —dijo, mientras lloraba y abrazaba a la gata, cubriéndola con sus pelos negros como si fueran una cortina. La Chimu ahora hacía un maullido más lastimero, como si nos reprochara que la inyección le había dolido.

—¡Pero si el veterinario no dijo que se iba a morir, Melisa! No entiendo por qué lo dramatizás tanto. Es una gata que empezó, repito: em-pe-zó a tener problemas renales. Hay que hacerle un tratamiento para que tenga buena calidad de vida nomás, pero va a tirar unos años re-bien.

—¡No me mientas! ¡Dijo que la gata es grande y dio a entender que el día no está muy lejos! ¡Se va a morir y yo no quiero que mi gata se muera ni hoy, ni mañana ni nunca!

Me sorprendió lo que dijo y cómo lo dijo. Parecía una nena de cinco o seis años abrazada a su mascota como si así pudiera evitar que la muerte, más tarde o más temprano, le llegara. Como nos llegará a nosotros, como a todo el mundo.

—Melisa —me froté la nuca y me reí nervioso—: lamentablemente, nuestras mascotas, por ley natural, tienden a vivir menos que sus dueños. No ahora, no mañana, pero en algún momento nos va a tocar despedir a la Chimu, también al Pomelito... Ojalá duren muchos años, pero por más que tengan siete vidas como dicen que tienen, alguna vez se les acaban. Me siento raro explicándote algo tan...

—La Chimu no, ella no se va a morir —dijo, y besó a la gata, que ahora ronroneaba.

Amagué contestarle, pero en esa mirada vidriosa vi que su convencimiento era absoluto. Por primera vez consideré que Melisa podía no estar bien de la cabeza. Por supuesto que no era una buena idea mencionarle algo sobre su salud mental, así que me cosí los labios, asentí como diciéndole "ok, te sigo", mientras estacionaba el auto frente a su edificio.

—Bueno, Leo, ya está. Yo me ocupo, andá nomás, gracias —dijo, fría de nuevo, como si quisiera esconder a la nena de lágrima fácil que había dejado salir recién—. No te molesto más, andá que vas a tener problemas en tu casa.

—Sí, dale, me voy antes que llegue tu... Bueno, nada, avisame si necesitás que la llevemos para alguna otra inyección, yo no tengo problema. Y quedate tranquila. Con el alimento, dieta y la medicación, vas a ver que va a andar bien. Tenemos... tenés... tienen gata para rato.

Ahora fue ella la que no dijo nada. Mientras yo besaba a la Chimu para despedirme, percibí que Melisa me miraba otra vez con bronca por mi trato condescendiente. Estas cosas también me hicieron revivir tiempos pasados y me refrescaron por qué no seguíamos juntos. Ni un beso nos dimos. Me fui pensando en cómo iba a encarar la discusión que se vendría en casa con Mara.

No supe más de Melisa por unos meses. No nos seguíamos en redes sociales y los amigos en común ya sabían que era mejor que no me la mencionaran. Pero una noche tuve un sueño confuso donde ella aparecía y me desperté angustiado, con una sensación de mal presagio. Todavía no había desayunado cuando me llegó un mensaje de uno de estos amigos en común que me decía que Meli estaba internada y no sabía bien qué tan serio era lo que tenía. Me pareció obvio que, si me había llamado, la cosa no era una pavada.

Pasé por el sanatorio a la tarde, apenas salí del laburo. Si hacía rápido no tendría que contarle nada a Mara, no tenía ganas de escuchar sus reproches. Un flaco con pinta de cantante de banda de reggae estaba en el pasillo, porque en terapia estaban la madre y la hermana y no permitían más de dos familiares. Se presentó, me dijo que se llamaba Esteban y era la pareja de Melisa. Fue incómodo más para mí que para él, pero el loco fue muy cálido, sabía quién era yo y me contó con la mejor onda cómo estaban las cosas.

—Está de licencia médica en el laburo. Empezó a desmejorar hace un tiempo, fue dejando la bici, no fuimos más a remar, siempre estaba muy cansada, apagada, fue perdiendo el apetito...

—¿Y qué le salió en los estudios? El padre tuvo cáncer...

—Pero no es nada de eso, ya lo descartaron. Está anémica, se olvida de cosas, se fatiga... los análisis le dieron unos valores pésimos, no parecen de una mina de treinta y cinco años que se recontra cuida. Nadie da en la tecla con el diagnóstico. La trajeron deshidratada, no podía orinar. Está... muy delicada —dijo, e hizo un esfuerzo para no quebrarse.

—Yo... capaz no entre a verla. Entrá vos nomás que sos el... Yo vine a... por si... bueno, no sé por qué vine. La quiero mucho a la flaca, eso. Ojalá que salga adelante. No sé, no creo que tengas mi teléfono así que te lo dejo por las dudas, por si puedo ser útil en algo. A lo mejor llevarla a Rosario, a Buenos Aires...

—Dale, ahí te agrego, pero gracias por venir. Le digo a Meli. Va a estar contenta, te aprecia mucho, de verdad.

Quiso chocar el puñito para despedirnos, yo le quise dar la mano, pero nos terminamos dando un abrazo, creo que el pibe lo necesitaba y a mí me hizo bien también. Después salí, no me atreví a esperar a la madre ni a mi ex cuñada, ya era mucho. Me fui preocupado, más angustiado de lo que llegué. El sueño de la noche anterior me decía que la cosa estaba mal en serio.

Melisa murió a los pocos días. Nunca la pude ver. Los médicos no pudieron encontrar la causa de su deterioro. Al velorio y al cementerio fui con mis amigos, Mara no quiso ir y mejor, porque me di cuenta que ya no quería saber más nada con ella. No lloré en ningún momento, pero estaba enojado con el mundo, me daban bronca las noticias de política o ver gente discutiendo por fútbol. El funcionamiento del mundo en el que participo en piloto automático todos los días ahora me parecía intolerable, vacío, estúpido. A este mundo no le importaba que Melisa no estaba más y menos cómo me sentía yo.

Pasé por su departamento un par de días después. Esteban me había dicho que la flaca le había dejado expresas instrucciones de que la Chimuela se quedara conmigo, así que la fui a buscar. Él estaba embalando todo para mudarse y me dijo que se pensaba quedar con las plantas de Meli, pero no sabía qué hacer con sus libros. Me los mostró, y también varias revistas y un cuaderno de notas en el que Meli se ve que tomaba apuntes de recetas para rituales. Cuando Esteban me contó que Melisa daba charlas y asesorías, y tenía clientela a la que le hacía tiradas por internet, entendí que a ese camino de la sacerdotisa (lo había escrito como título del cuaderno) la flaca lo había seguido en serio. Él, aunque se lo respetaba, no estaba en la misma onda. No sé si le daba miedo (como a mí), pero era claro que no le interesaba. Sugerí que le dejara los libros a alguna amiga o clienta de Meli que compartiera esos intereses, para no tirarlos y que alguien los aprovechara. Pero al cuaderno sí se lo pedí y me lo dio. Era algo manuscrito de ella y por eso me interesaba, ya lo vería con más detalle después.

Tomamos unos mates, tuvimos las típicas charlas donde se comentan recuerdos compartidos con la persona que ya no está, como si todavía uno no cayera en la realidad. Cuando la conversación se empezó a poner triste me levanté, busqué a la Chimu, que primero se me acercó entusiasmada y después se sacudió, rasguñándome para soltarse. Se quejó con un maullido potente al darse cuenta de que quería meterla a la jaula. Pobre, debe haber creído que le tocaba otra vez ir al veterinario. Esteban me ayudó y una vez que la metimos en el portagatos, me dio la libreta sanitaria.

—¡Qué fuerza! ¡Tiene más energía que el Pomelito, que podría ser su hijo! Che, ¿hay que seguirle dando el mismo alimento especial para el problema de los riñones? ¿No sabés si ella le hizo poner la inyección geriátrica hace mucho?

El loco me quedó mirando como si mi pregunta fuera un descuelgue.

—No sé de qué me hablás. La Chimu no come nada especial ni le ponen ninguna inyección. Está fantástica la gata.

Me extrañó. El veterinario había dicho entre líneas, aquella tarde meses atrás, que la gata tenía la función renal muy deteriorada. El cuadro era irreversible. Podía ir tirando con tratamiento, pero no recuperarse totalmente. Miré la libreta y vi que la última visita había sido cuando la llevamos Melisa y yo.

—Bueno —dije, no muy convencido—, habrá sido un mal diagnóstico el de la otra vez. Pensé que la iba a encontrar peor... es una gata viejita.

—Acá hace vida de adolescente. Salta, caza palomas, se cuelga de las cortinas. ¿No le viste la marca que le quedó en la panza? O se enganchó en algún alambre o se peleó con otros gatos. Eso porque no para nunca. Como era la Meli antes... —agregó, y se afligió.

Algo imposible se me cruzó por la cabeza cuando le escuché decir eso. Abrí la puertita del portagatos y le miré la panza. Tenía una marca, sí, pero no era una cicatriz de pelea ni de un alambre. Aunque no tenía la misma forma, me recordó a otra cosa: al tatuaje que Melisa tenía en la muñeca. Como si fuera otra letra de un mismo alfabeto. Era una runa.

No le comenté nada. Me despedí del loco con otro abrazo, nos deseamos mucha suerte y salí. En el auto, mientras la Chimu maullaba con su nuevo tono de gata joven y briosa, abrí el cuadernito de notas de Melisa. Entre las últimas páginas había dibujos de gatos y estaba el símbolo que la Chimu tenía marcado en la panza con la palabra "préstamo" escrita al lado, subrayada. También había una cuenta matemática, una regla de tres simple garabateada, que parecía buscar la equivalencia entre años de felinos y años de personas. Cerré el cuaderno. Parecerá una locura, pero en los ojos verdes de la Chimuela creí ver por un segundo algo de la mirada de Melisa.