Ojos que no miran
Abel RodríguezBueno; ahora teníamos una canoa. Teníamos también este río Paraná, de corriente ligera; esas islas eternamente verdes y aquel cielo azul que se doblaba sobre la copa de los árboles. Embicar la quilla en la playa gredosa del Charigüé o en la de Castellanos, e internarse luego, tierra adentro, abriéndose paso entre las ramas retorcidas, es una emoción que penetra en el alma lenta y profundamente. Conocemos los riachos pequeños y tortuosos, que a veces salvamos de un brinco. Sabemos que más allá, casi en el centro de la isla, hay un brazo profundo en cuyo fondo se arrastra el pacú negro, hinchado de grasa y de barro, y que sus aguas llevan cardumes de amarillitos y sábalos para depositarlos en las anchas aguas del río; no nos son desconocidos, tampoco, los lugares donde penden los bolsones del camoatí y sabemos, además, extraer la miel sin correr mayores riesgos.
Aquí todo nos parece simple y claro. Las mañanas son hermosas y las noches igualmente bellas. Podemos ir de una a otra isla, sin fatigas, con el pensamiento saltarín y ligero, igual que estas aguas que juegan junto a las bandas del bote. Si se nos antoja, dejamos que la embarcación se gobierne como quiera, mientras permanecemos recostados, blando el cuerpo y más blando el espíritu. Al atracar, casi siempre nos encaminamos por el mismo sendero, seguidos por unos perros de pelambre sucia, que nos olfatean el ruedo de los pantalones, y nos vamos hasta un rancho. Allí charlamos con un criollo que se maneja con un puñadito de palabras.
Todo aquello nos era tan conocido, tan familiar, como la cocina de nuestra casa. Podíamos señalar punto por punto. Sin embargo, era raro el día que no atravesáramos el canal, rumbo a las islas, donde, invariablemente, nos ocurría una serie de pequeños sucesos. Una vez, por poco nos pica una víbora; el ofidio cruzó el sendero, desarticulándose, y penetró entre la maraña de los camalotes. Ni tan siquiera llevábamos el remo para aplastarle la cabeza. Cuando le contamos el caso al criollo, este, sin poner la menor intención en sus palabras, dijo reflexivamente:
—Culebra a lo mejor…
Era un hombre alto y bien plantado. Hablaba como si el sonido de su voz le produjera fastidio. Creemos que había nacido en las islas. Hacía de todo y estaba en todo. Cuidaba hacienda de invernada; cortaba troncos de sauces que solía vender a buen precio; pescaba, cazaba pájaros raros y emparvaba paja brava. Recordamos que alguien, cierta vez, se propuso levantar en el centro de «La invernada» un establecimiento para fabricar ladrillos de prensa. Se trazaron los planos. Se iniciaron las obras. En torno de la fábrica se levantaron los andamios para construir varias casitas destinadas al personal. A una cuadra de la costa se hizo una sólida defensa para desviar la corriente. Cuando el criollo se acercó para curiosear, el ingeniero le ofreció trabajo. Entonces él alzó los hombros diciendo:
—¿Pa qué? Todo inútil… Esta isla camina mucho, amigo…
—¿Pero no ha visto las defensas? —observó el ingeniero.
—No sirven —repuso—. El agua allí es más dentradora que flecha de indio.
Y no dio más explicaciones. A los dos años justo el río se había almorzado las defensas. Y meses después la fábrica y las casas no eran más que un montón de ruinas por donde se filtraba el agua y anidaban las víboras.
Otra vez encontramos un fragmento de carta. El agua había extendido la tinta. Las palabras estaban borrosas, pero pudimos leer algunas frases dispersas. «Este cariño», «…e mata», «No comprendes, cora…», «…tú y…». Y se había salvado esta frase entera: «Llenaré de lacres rojos tu cuerpo adorable». Las olas habían traído el papel desde allá, de donde se dobla la barranca y empieza la ciudad. Saltamos al bote. Esas palabras, mojadas por el río como un pañuelo por las lágrimas, dibujaron en nuestras pupilas la imagen lejana y borrosa de una cabellera rubia, y el viento puso en el hueco de nuestras manos el calor de una cintura fina y lánguida. Acunados por el ensueño, bajo el cielo azul, tuvimos la sensación de la eterna juventud, y eternamente hubiéramos permanecido así, a no ser por un cimbrón de la línea, en cuyo extremo, bien amarrado por el anzuelo, el surubí daba saltos prodigiosos a ras del agua. Estos gigantes del Paraná no se entregan así como así. Pelean bravamente. Y si no se les diera ventaja para que disparen y se cansen más pronto, el bote arrastrado por ellos podría correr vertiginosamente; pero al poco rato, vencido, jadea en el fondo de la embarcación y sus postreros arrestos no son más que unos violentos chicotazos dados con la cola.
De regreso de la pesca, advertimos las hojas de un diario que el viento ha encajado entre los espinillos. Tiramos de ellas y nos quedamos en las manos con un pedazo de papel amarillento. Leemos al azar: «Diez rehenes han sido fusilados por la muerte de un soldado alemán». Por un momento permanecemos en suspenso, tratando de reconstruir el drama. Nos damos cuenta luego de que la noticia no nos conmueve y que solo nos ha rozado la epidermis. Ausentes y lejanos, nos sentimos como estos árboles, que bien prendidos a la tierra, se esfuerzan por sobresalir de la maraña y llevar las ramas hacia lo alto, para absorber toda la luz. Apenas si nos pasó fugazmente el pensamiento de Valéry: «Contra mayor rigor, mayor libertad». Eso fue todo. Estábamos aprisionados por la luz dorada y cálida. Nuestras cadenas eran estos círculos luminosos, que reverberan por millones en las islas, y cuando nos enredamos entre las sombras, pronto salimos de la densa espesura de la maleza. Ahora, si acaso nos agachamos, es para evitar que las ramas nos arañen la frente. En el fondo del bote hemos dejado el fragmento de lo que fue una carta apasionada.
Quizás sea el testimonio de un corazón que sangra, retorcido por los caprichos de una histérica. Pensamos que sería bueno traerla aquí, desnudarla y exponerla al aire hasta que los rayos del sol le llenen la piel de manchas rojas, como los lacres rojos que le dejaban en el cuerpo los labios afiebrados de su amante. Pero aquellos diez rehenes tendrán cada uno diez agujeros en el corazón y una venda de tinieblas en los ojos. No podrán jamás —jamás, ¡qué terrible debe ser esto!— sentirse presos entre los círculos de esta luz que amamos tanto. Nos conmueve una ternura dulce e infantil al saber que el pulso en nuestras venas sigue latiendo isócronamente. Pero al mirar nuestras manos agrietadas y sucias, sentimos un estremecimiento. Por ellas todavía —¿todavía?— circula la sangre, y siendo así, ¿de qué infamia no serían capaces? Sin duda, el índice, no una, sino mil veces, podría doblarse sobre el gatillo, y a la distancia, bien lejos, sin que nos salpique la sangre, diez pares de ojos sin luz quedarían fijos y bien abiertos hacia el infinito.
Alguien recuerda. Su pensamiento se desata, transpone los límites de la isla, se va más allá del río. Marcha grave y alto. Los rehenes acribillados por las balas abren un mundo distinto del que vivimos. Unos tras otros fluyen los recuerdos, anchos, profundos, igual al silencio que está echado sobre nosotros. Ahí nomás está el Paraná, tan cerca nuestro, y tan nuestro. Sin embargo, de pronto se transforma en una figura borrosa, desconocida. Y ahora estamos en una ciudad sitiada. Se pelea en los suburbios. El combate es duro y áspero. El odio y las balas apagan los gritos, y se muere y se mata con ferocidad. La resistencia se ablanda, cede, hasta que, por fin, al atardecer, cuando la llamarada de los cañones se confunde con el incendio del poniente, el ejército vencedor entra en la ciudad. Los soldados marchan erguidos, con las pupilas resplandecientes de alegría, levantado el ánimo por los acordes marciales de una marcha. La victoria había muerto en ellos al odio. Mas, el odio no estaba frío del todo, como los hombres que lo habían alimentado tanto tiempo y que quedaron allá, tras los vencedores, sucios de barro y de sangre. Continuaba peleando en la retaguardia, bloqueaba los flancos del enemigo, y era terriblemente devastador, porque andaba en libertad y no tenía a quién obedecer.
El ejército vencedor, satisfecho de su costosa victoria, trató de congraciarse con el enemigo. Oficiales y soldados se muestran generosos, amables, con los que se rindieron solo cuando no tenían armas para seguir peleando y cuando también les quedaba poca sangre que verter. Pero el odio acechaba frío y penetrante. Y un día, en los muros de la ciudad, aparece una extraña advertencia, escrita con carbón: «Es un enemigo de la patria el que mire al enemigo». Y desde ese instante, las pupilas únicamente miran al suelo. Hombres y mujeres cruzan las calles con los ojos entornados. Hablan sin verse. Los soldados invasores al principio observan el espectáculo entre risueños y sorprendidos, y cuando interrogan a alguien, advierten que los párpados se cierran aún más. Hasta los niños obedecen ciegamente la consigna. Hay represiones violentas. Los párpados se hinchan de lágrimas, pero no se alzan. El odio renace en los vencedores.
Las pupilas abiertas miran con hondo rencor a esas otras dirigidas solo al pardo color de la tierra. Sienten rabia y vergüenza a la vez. Todas las noches ejecutan a varios hombres y mujeres. Abren a balazos los ojos que no se querían abrir. Hasta que, finalmente, comprendiendo la inutilidad de sus esfuerzos, abandonan el pueblo. Entonces los párpados de los vencidos se alzan, y las pupilas resplandecen victoriosas y vengadoras sobre la hueste enemiga en retirada.
Y al volver a esta realidad nuestra, tan bella y tan libre, abrimos bien abiertas las pupilas, en un esfuerzo por adueñarnos de todo el paisaje, como si temiéramos perderlo.