Matiné
Gerardo NosedaAunque en julio era habitual que el termómetro marcara más de treinta y cinco grados, ese verano de 1937 estaba siendo particularmente severo. La región de los Grandes Lagos sufría una ola de calor sin precedentes. La gente vagaba atontada buscando la sombra de los galpones y edificios "parisinos" de Detroit, transpirando horrores y boqueando como peces recién capturados. Los únicos que encontraban algo de consuelo eran aquellos que habitaban en las afueras, en las proximidades del St Clair, lejos de los mares de cemento y de las torres de ladrillo. Justo donde dos niños de unos once años pasaban la tarde explorando los alrededores, indiferentes a las remeras pegoteadas, a los golpes de calor y al resoplar quejoso de los adultos.
Estaban parando unos días en la casa de la tía de uno de ellos, una construcción de estilo colonial aislada del resto, delimitada al frente y al norte por dos caminos de tierra reseca perforados por los baches.
Sobre la calle perpendicular a la casa transitaban los dos amigos. Buscaban la sombra del tupido bosquecito de pinos blancos que crecía en el terreno vecino. No tenían mayor preocupación que competir por ver quién encontraba la piña más grande. El ganador dormiría, al final del día, en la cama ubicada junto a la ventana, bajo el resplandor de las estrellas y sintiendo la fresca brisa proveniente del lago.
Podrían haber optado por releer cómodamente sentados en el cobertizo algunas de las revistas de papel barato y portadas coloridas que el padre del más alto solía comprarle muy de vez en cuando, culpa de los devaneos de la economía posdepresión. Revistas de nombres tan sugerentes como Amazing Stories y Astounding Stories con las que daban forma a sus más fantásticos sueños: viajar a mundos lejanos en naves semejantes a balas repletas de ventanales redondos, enfrentarse a extraterrestres muy parecidos a insectos gigantes, o arruinar los intentos de conquista de malvados científicos locos. Pero prefirieron postergar el plan para después de la cena. Disfrutaban más de ese tipo de lectura con el advenimiento de la oscuridad.
Salieron del camino y avanzaron por terreno plano hacia los pinos, con el lago de fondo invitándolos a darse un chapuzón.
Un destello fugaz, justo delante de los primeros troncos, captó la atención del más alto.
—¿Qué es eso? —dijo deteniendo su marcha.
El otro, de menor estatura y con el rostro estrellado de pecas, chocó contra él.
—El que llegue primero paga un refresco —gritó el más alto, sabiendo que la promesa nunca se cumpliría, y comenzó a correr sin darle oportunidad de alcanzarlo.
Se detuvieron a unos metros del objeto. Parecía un libro abierto de color gris claro metalizado, con una mitad apoyada sobre el pasto y la otra plegada en un ángulo de 90 grados.
Lo examinaron con curiosidad pero evitaron tocarlo. Era muy delgado, con orificios en los costados, y botones sobre la superficie apoyada en el suelo.
—Se parece a la máquina de escribir de mi padre —dijo el que había llegado primero.
—Sí, está lleno de botones con letras, pero parecen dibujadas. No sobresalen.
Sin embargo, lo que más atrajo la atención de ambos fue la superficie que permanecía en el aire. Sobre la misma había una foto de gran nitidez y colores brillantes. Mucho más clara que cualquiera de las fotos de los libros y revistas que solían leer.
La imagen mostraba la calle de una ciudad muy parecida a la suya. Distinguían varios vehículos semiocultos bajo una nube de humo verdoso, vehículos que no lograron identificar. Había gente en esa calle, mirando al cielo.
Durante un rato debatieron sobre la foto, pero sobre todo acerca de la naturaleza del objeto metalizado.
—Se parece a un libro de tapa dura, pero no hay nada escrito y además no tiene páginas —dijo el alto—. Podría ser una máquina de escribir que saca fotos y las muestra ahí arriba. No tiene mucho sentido. No se parece a nada que haya visto antes.
—Salvo... —sugirió el otro.
—En las revistas...
Permanecieron en silencio unos segundos.
—Me parece que cosas como estas no se consiguen en ninguna tienda —exclamó el pecoso en voz baja.
No hablaron durante varios segundos.
—¿Será extraterrestre? —preguntó el alto.
—No creo, los extraterrestres deben tener otro alfabeto. Y acá veo letras como las nuestras.
—Además la foto parece ser de la Tierra. Esos coches, la gente y esos edificios son terrestres. Aunque muy raros. Como de otra época.
Se miraron automáticamente, abriendo apenas la boca.
—¿Podría ser...? —exclamó el alto.
No necesitaban decir nada más para adivinar lo que estaba pensando el otro.
Analizaron cada parte del objeto con meticulosidad.
—¿Y si aprieto una tecla? Si es que son teclas.
—No sé, tal vez explote, o quizás nos transporte a otro lado —dijo el bajito.
—O tal vez podamos comunicarnos con sus constructores.
La excitación coloreó las mejillas de ambos.
—¿Y cuál apretamos primero?
—Ni idea —dijo el alto.
Se miraron esperando a que el otro tomara la iniciativa. Finalmente el alto cubrió sus ojos con una mano y dirigió la otra al tablero.
—Que sea lo que deba ser.
Como en cámara lenta apoyó un dedo al azar, acertándole casi de lleno a la tecla más larga.
El estruendo que brotó del objeto los hizo caer hacia atrás, al borde de un colapso. Con los corazones latiendo raudamente descubrieron que la foto se había puesto en movimiento.
Al principio mantuvieron la distancia, pero la curiosidad le ganó a la prudencia. El estruendo que los había asustado correspondía al ruido de un avión sobrevolando una ciudad de edificios altos y alargados, algunos de puro cristal. ¿Cómo hacían para sostenerse? ¿Dónde estaban los ladrillos?
En un primer momento pensaron que estaban viendo una transmisión desde el "otro lado", estuviese donde estuviese ese "otro lado". Un año antes habían comenzado las transmisiones televisivas en Inglaterra y, aunque nunca habían estado frente a un televisor –EEUU no tenía emisoras comerciales, y menos aún producía aparatos–, la posibilidad de recibir imagen y sonido no les resultaba absurda. Las historias que leían ya lo habían anticipado mucho tiempo antes.
Pese a este divagar, no tardaron en comprender que lo que discurría ante sus ojos era una película, como las que disfrutaban en las matinés los sábados por la tarde. Había personas como ellos, militares vistiendo atuendos extravagantes, y coches de diseños nunca antes vistos, muy diferentes a los Ford o a los Chrysler que transitaban por las calles. Esos vehículos no tenían trompas alargadas ni grandes tapas cromadas cubriendo el radiador. Eran anchos y bajos, como aplastados. Los camiones en cambio les produjeron escalofríos. Había algo en sus colores, oscuros algunos y chillones otros, y en sus formas de ángulos rectos, y en la imposibilidad de ver al conductor, que les resultaba tremendamente inquietante.
Los protagonistas de la historia eran un joven con cara de tonto y una morocha vistiendo ropa muy ajustada. Demasiado ajustada... Estaban sucios y parecían sufrir mucho.
La nitidez de la película era deslumbrante. Casi lastimaba esos ojos acostumbrados a las borrosas proyecciones en blanco y negro de las matinés. Ni siquiera las escasas cintas que habían visto con el nuevo sistema del Technicolor –algunos cortos de Disney y un drama con un tal Henry Fonda– se asemejaban a eso.
En algún momento giraron sus cabezas buscando el proyector, pero no encontraron ninguno, las imágenes parecían salir directamente de esa superficie rectangular.
Pero la sorpresa mayor llegó unos segundos después, cuando uno de los vehículos de la película comenzó a desarmarse. De pronto se desintegró, y sus partes giraron y se retorcieron en el aire formando una pieza que al principio no reconocieron, pero que centenares de horas de lectura ayudaron a identificar.
—¡Un robot! —gritaron enseguida, sacudiendo los brazos ante la imagen.
Y no había uno, sino varios. ¡Y hablaban como humanos! El niño más alto lloraba de la emoción.
Eran robots muy diferentes a los de las revistas y los seriales de los sábados. Los que conocían tenían cuerpos cilíndricos o cuadrados, antenas en sus cabezas con una bolita en la punta, ojos luminosos y ranuras en lugar de bocas, además de brazos y piernas muy delgados. Estos en cambio eran complejos y confusos, de armaduras fraccionadas en miles de piezas y rostros donde apenas se distinguían ojos y bocas. Además se movían con una agilidad infernal, corriendo, saltando, volando, y llevándose todo por delante.
—¿Cómo los habrán hecho? —dijo el pecoso al cabo de un rato—. ¿Estarán animados como King Kong?
Hasta entonces lo más sorprendente que habían visto en una pantalla era la película del gorila gigante, una proeza de la animación cuadro a cuadro. Sabían que la técnica consistía en animar pacientemente un muñeco, pero esto lucía muy diferente, demasiado real.
—Claro que no —exclamó el otro sin sacar la vista de la pequeña pantalla de cine—. Son robots de verdad. ¿No te das cuenta de que el futuro va a estar lleno de robots? Van a existir robots constructores, robots médicos, robots mucamas, y robots actores como estos.
No volvieron a hablar. Ahora toda la atención estaba puesta en ese cine portátil, que proyectaba una película del futuro, con robots actores que se transformaban en autos y camiones, bajo el calor aplastante de una tarde de verano.
Poco importaba que la historia no se entendiera. Todo era muy confuso: explosiones, gente corriendo desesperada, gigantes de metal golpeándose como boxeadores, y edificios estallando por doquier.
—Solo espero que hayan evacuado a tiempo a la gente de esas casas —murmuró angustiado el niño alto, mientras reprimía la náusea que le provocaba el vertiginoso movimiento de la cámara.
—Reconstruir esa ciudad costará millones —acotó el pecoso—. Seguramente usarán otros robots para volver a levantar los edificios.
Callaron nuevamente. La acción se había acelerado. Rayos y disparos y pedazos de metal amenazaban con saltar sobre ellos en cualquier momento. Ahora los dos sentían un mareo desagradable. La transformación de un camión multicolor en el mejor robot de todos volvió a secarles la garganta.
Desde lo alto de un edificio, el robot "malo" saltó al vacío convirtiéndose al mismo tiempo en un avión imposible, y surcando el espacio arrastró al robot "bueno" contra una torre repleta de personas.
Los dos niños gimieron lo suficientemente alto como para tapar los pasos que se acercaban desde el bosquecito.
—¿¡Qué están haciendo!? —oyeron que gritaba alguien desde atrás.
Les costó sacar la vista de la película, pero la voz sonó lo suficientemente enojada como para alertarlos.
Un hombre vestido con un overol oscuro y un bolso colgando de su hombro salió del bosque de pinos, y dando grandes pasos se acercó a ellos. Se lo notaba muy alterado.
—¡Dejen eso! ¡No lo toquen! —gritaba sin parar, como un desquiciado.
Los niños se alejaron varios metros hacia el lago. El hombre recién se tranquilizó cuando tuvo el aparato en sus manos. Tocó algunas teclas y el cine portátil dejó de emitir sonidos. Luego unió la superficie que tenía el teclado con la de la pantalla, como si cerrara un libro.
Antes de irse miró con severidad a los niños, y señalándolos con el dedo les dijo:
—Ustedes no vieron nada.
Giró sobre sus pasos y respirando agitado caminó hacia el bosque, al tiempo que guardaba el cine portátil en el bolso. Los jovencitos nunca se pondrían de acuerdo sobre lo que pasó a continuación, ya que cada uno recordaba algo distinto. Para el pecoso, el extraño personaje se desvaneció de repente en el aire, en total silencio. El más alto en cambio creyó verlo desintegrarse en un haz de luces multicolores, acompañado de un sonido parecido al de muchas campanitas siendo agitadas por el viento.
Atribuyeron estas diferencias, muchos años después, al mareo y a la descompostura provocada por la propia película. De una cosa, no obstante, estaban seguros: ese hombre nunca había alcanzado a entrar al bosque de pinos.
Se sentaron allí mismo, insensibles al calor de los rayos del sol. Superada la conmoción inicial, comenzaron a hablar de manera atolondrada, especulando sobre el origen del aparato y el final de la historia, que no pudieron ver. También fantasearon sobre lo genial de vivir en un mundo donde los robots gigantes eran reales.
—¿De qué año crees que haya venido? —preguntó el pecoso, e inmediatamente dio su parecer—. Para mí de 1980. Seguramente en 1980 van a existir esos robots y esos cines portátiles.
—No, yo creo que de mucho más lejos. Del año 2050 seguramente. Lástima que no vamos a estar vivos para verlo —se lamentó el alto.
Otro grito, esta vez familiar, los ubicó de nuevo en 1937.
—¡Niños, vuelvan que pronto estará la cena!
Era la voz de la tía, que los observaba parada en el extremo del camino, restregándose las manos en un delantal floreado.
—¡Ya vamos! —gritó fastidiado el más alto, que siguió hablando con su amigo sin intenciones de obedecer.
La tía se percató de ello y volvió a gritar, recurriendo a una táctica que nunca fallaba.
—¡Roger William Corman! ¡Ya mismo te quiero ver entrar por esa puerta si no quieres que tu padre se entere de tu mal comportamiento! —la mujer señalaba la entrada de la casa, parada firme y con el otro brazo en jarra.
—Ufff. Bueno, ya vamos —refunfuñó Roger y se incorporó con lentitud.
Mientras caminaban por la calle de tierra, jugando a esquivar los pozos, le dijo a su amigo:
—Cuando sea grande, voy a hacer películas.
El niño de rostro pecoso se rió.
—¡En tus sueños! ¡Tu padre te obligará a estudiar ingeniería o mecánica! Terminarás en la automotriz como él —le dijo en tono burlón.
Roger pateó una piedrita, que fue a parar junto a una caja de cartón aplastada a la vera del camino.
—No, haré películas de robots y extraterrestres y monstruos y a la gente le encantarán. Hasta ganaré un Oscar, ya verás.
Levantó la caja, volvió a darle su forma original y se la pasó por la cabeza. Lucía cómico con el cartón cubriéndole el cuerpo desde las axilas hasta las rodillas.
—¡Soy un robot del futuro y vengo a conquistar la Tierra! —gritó mirando fijo a su amigo.
El otro se unió a la broma.
—¡Oh, no! ¡Ya mismo avisaré a los militares para que te destruyan, robot del infierno!
Los niños corrieron hacia la casa, con el sol observando divertido la escena, y sus cabezas estallando en miles de fuegos artificiales.
***
Roger Corman se convirtió en el director y productor más destacado del cine de bajo presupuesto estadounidense. En 2009 se le concedió un Oscar honorífico por su carrera. Curiosamente, hasta el 2015, evitó dirigir películas sobre robots gigantes. (NdA)