Las lluviosistas
Lermo BalbiLas hermanas Verónica y Pina Polanta fueron las últimas lluviosistas que tuvo Corda en su larga historia. Luego de que ellas dejaron libre el oficio, nadie quiso intentar el trabajo, ya sea porque la actividad no es propia para el común de la gente (no todos tienen condiciones para hacer llover), ya sea porque el tiempo, al avanzar hacia épocas más modernas, se organizó mejor con sus elementos atmosféricos y los colonos aprendieron a depender de sus regímenes; ya sea porque las hermanas tuvieron sus serios desencantos después de haber dedicado la vida entera a contentar a la gente con sus lluviecitas, sus chaparrones y sus verdaderos diluvios, según fuera la necesidad general de la colonia. Este final quizá influyó en los que hubieran querido seguirlas en la ocupación, aunque su vasta fama fuera suficiente para tentar a cualquiera.
Ellas dos fueron munificentes y hacendosas a pesar de su ancianidad. Casi todos las conocieron viejas y nadie alcanzaba a comprender cómo de cuerpos tan entecos podía salir la fuerza de la lluvia. Porque ellas eran además muy delgadas, muy secas de carnes, muy planas, propio que un trozo de cecina y cualquiera que se les pusiera al lado parecía en cambio grueso y exuberante. Mujeres pródigas, como doña Veneranda Suppo, la esposa del juez, por ejemplo, evitaban siempre acercárseles para no parecer una montaña de carne y huesos y las dos viejecitas, en cambio, despreciaban cosas tan notables que ocupaban tanto lugar y no traían provecho. «Una mujer estúpida en cuerpo tan grande —decían ellas— es mucho más estúpida todavía».
Si los colonos de Corda estaban necesitando agua —agua del cielo, se entiende— con el fin de alentar un triguito esmirriado por la seca para que reverdeciera y encañara, iban hasta las viejas hermanas y les decían: «Pina y Verónica Polenta, nuestro trigo de la harina y del pan necesita agua. ¿Qué se precisa para que le caiga la lluvia?».
Ellas se ponían una mano en el corazón, hacían reír sus hondos ojos pesquisidores, se consultaban un rato en voz muy baja en un rincón de la galería para que los otros no oyeran y volvían a enfrentarse con la comisión peticionante y le decían punto por punto lo que alguno tenía que hacer para que lloviera el agua que venían a pedir. Nadie decía ni mu y se iban a cumplir para conseguir la lluvia que llegaba puntual, fresca y vivificante como la habían deseado. Y la generosidad y poder de las hermanas seguían creciendo.
A veces parecían complicados los pedidos de acciones previas que debían cumplirse para obtener la lluvia, pero ellas prescribían y la lluvia venía. Se cumplía tal cual, o no se cumplía. No había más opción que hacer lo que ellas indicaban. Pero en Corda se las apreciaba mucho aunque sintieran la inexcusable tiranía con que ofrendaban sus poderes. Eso sí, no exigían más que lo correcto, porque vivían de su profesión como África Rivero que era modista vivía de la suya, o como doña Teresa Bortolotto, que era desembichadora y vivía de su trabajo.
«Pina y Verónica Polenta, nuestro centeno está a punto de tomar arañera por falta de agua. Ya que el cielo no quiere llover, ustedes tienen que llamar al chaparrón. ¿Qué se necesita entonces para eso?».
Las hermanas deliberaban otra vez en secreto y venían con la receta que los pedidores corrían a cumplir. Se vestían con largas hopalandas que se echaban encima en los momentos previos a las tormentas para hacer los conjuros y esas prendas eran como de una tela rarísima porque las gotas que siempre las tomaban por las chacras a donde iban a influir con sus poderes, les resbalaban hasta los pies sin dejarle una mancha de humedad. Se decía que la habían obtenido de un mágico llegado al pueblo en un día de fiesta con su baulito al hombro y un teatrillo plegable en el que actuaba una enana blanqueada con albayalde, no más alta que un gato, que traía tapada para que nadie la viera antes de pagar sus veinte centavos.
Pero al mágico, que se llamaba Bartolón y sabía hacer muchas cosas como convertir el agua en dulcísimo vino garnacha y sacar aves de su bonete, nunca había podido hacer llover y, atraído por la fama de las lluviosistas se fue una tarde, después de la última función, a hablar con las dos para preguntarles qué se hacía en esos casos. Algunos dijeron después que a cambio de la receta, ellas recibieron esa tela de Polonia por la que el agua resbalaba. El mágico se fue con su baulito, su enana esparrancada y su teatro plegado y, quizá, también si no se llevó al secreto para hacer llover, cosa que habrían cedido las hermanas —¡mujeres al fin!— por una pieza de tela blanca que ni el turbión más contumaz vulneraba.
Se necesitaba agua para hacer nacer el maíz y allá iba la comisión a pedirles: «¿Qué se hace en estos casos Pina y Verónica Polenta?».
Y ellas iban a consultarse en secreto para volver con la luz de la sabiduría en los ojos: «Se encierra en una lata un sapo enlazado con cabello de mujer rubia y cuando se duerma lo traen para acá».
La comisión pedía enseguida un cabello a Adela Pradolini que ya había aprendido a no cortárselos porque en las recetas, muchas veces, se necesitaban algunas de esas fulgurantes hebras de oro y buscaban el sapo que enlazaban, el cual no tardaba en dormirse arrobado por los placenteros cuidados que los esperanzosos le dedicaban. Ya en manos de las dos mujeres, a las que de lejos veían cruzar los campos vestidas de blanco, nadie sabía qué destino le daban, al pobrecito, en tanto el cielo se preparaba para la lluvia.
Un poco más adelante, las hermanas empezaron a decir con intranquilidad que los tiempos venían difíciles. Que el Dios del cielo exigía un poco más para abrir las nubes de la lluvia, por lo que ellas debían corresponder con sacrificios más trabajosos.
Beppo Somaglia, que no creía en el buen corazón de las viejecitas, se rió de ellas y dijo que eran unas brujosas que trabajaban con el diablo. Empezó un período de lluvia remisa y fue la comisión y les dijo: «Nos está faltando el agua para que nazca el alfa y la hacienda se va a morir de hambre. ¿Qué se precisa para que llueva?».
Ellas fueron a consultarse, rieron desde adentro de sus ojos celestes y al volver dijeron con sustanciosa parvidad: «Tomen cabello de mujer rubia y lo atan por doce horas a la lengua del Beppo Somaglia». Y la comisión salió de esa casa e hizo lo que las mujeres mandaban para que lloviera. Cosa que realmente sucedió para alegría de todos. Con lo cual el Beppo quedó conforme y nunca más aludió a brujas y al demonio.
Pero se supo que Margarita Gerlero, por envidia, hablaba descuidadamente de ellas a causa de esa tela blanca de Polonia que no le quisieron dejar tocar. Margarita Gerlero empezó a decir que era un hule cualquiera y que no había nada de mágico en eso, con lo cual el brujo de la enana las había embromado justamente a ellas que eran tan sabias.
Por esos días faltaba agua para hacer crecer el lino nuevo que tenía tantas ganas de florecer y no podía pues sus raíces estaban paralizadas por la sequedad. Fueron como siempre y les preguntaron.
«Tomen plumas de tuyango y hacen un buen pincel. Con ese pincel untado en… (y les dijo en qué debían soparlo) lo pasan alrededor de la boca de la Margarita Gerlero. Se vuelven acá con ese pincel». La pobre muchacha, por culpa de su amor a la verdad, debió sufrir las molestias del emplasto y por más que gritó y escupió de rabia, no la eximieron del sacrificio por el bien de todos.
Doña Veneranda Suppo, la jueza, o sea la mujer de don Benacho Suppo, el juez (que eran los padrinos de la muchacha), dijo que la autoridad del marido no podía ser menor que la de las dos hermanas por más lluviosistas que fueran. Y que hacer llover cuando a cualquiera se le antojara no podía seguir. La mujer, en eso, era bastante cuerda, como se ve. Y que la lluvia era cosa del cielo no de brujas ni de los espíritus, por lo que era necesario hacérselo saber a las hermanas.
Por esos días alguien necesitó agua para su campito en La Rinconada donde la seca se hacía notar antes por lo salado de la tierra y convenció a la comisión para que en su nombre pidiera un poquito de lluvia. No demasiada: lo suficiente para no molestar a los otros y tener como para aguantar hasta que se precisara realmente una lluvia grande en toda la comarca.
Fueron a pedir el trabajo a las lluviosistas y ellas les dijeron: «Esto exige alguna dedicación, a lo mejor un poco más que otras veces; vaya a saber por qué, pero todo se pone más difícil ahora». Y recetaron.
La comisión se dirigió con mucho respeto, con mucho «disculpe usté» y mucho «es para el bien de la colonia» a hablar con la jueza, pero ella no quiso saber nada de hacer ningún sacrificio de su parte y los despachó como habían venido: con las manos vacías.
Y no llovió. Fue entonces cuando llegaron los tiempos desoladores: vientos de fuego, sembrados mustios, frondas marchitas, animales sedientos y la tierra como ceniza. Ahora sí, la comisión entera tenía una lluvia grande que pedir y allá acudió.
«¡Ay, ay, esto es serio y enorme! —dijeron mermas de ánimo las viejecitas— en tiempos como los de hoy Dios no larga el agua así nomás. Y por algo será».
«Pina y Verónica Polenta, ¿qué debe hacerse entonces para una calamidad como esta?», preguntaron ansiosos. Y ellas se lo dijeron.
Pero por más que volvieron con humildad a la casa del juez, con desazón, con el estado de quien va a pedir clemencia, la mujerona tampoco quiso ceder y esta vez se enojó de veras exigiéndole a Benacho Suppo, su marido, que fuera y actuara por su cuenta.
El desastre de la sequía prolongado por esa dificultad tenía pendiente a todo el mundo y, cada uno, por su parte, pensaba cómo podía ayudar para salvar pesares. Por eso alguien decidió que la única manera de obtener las bragas de la señora jueza era esperar que las tendiera en el alambre cualquier día de lavado general.
Enormes, enormes, flotaron atadas a un mástil una mañana entera, infladas e impolutas, remedando la gran capacidad de contenido que ese viento cargado de humedades y promesas, traviesamente complotado, se empeñaba en sugerir. Allí quedaron hasta que la intervención oficial mandó arriarlas. Pero el hurto del valiente colono que ansiaba la lluvia fue largamente recompensado por el cielo. Llovió. Llovió lo necesario y aún más. Llovió bella y despaciosamente tanto como los campos esperaban y llovió con la paz y la gentileza de quien desea resarcir la larga falta de un don preciado. Llovió para bien y alegría de todos.
Menos para Verónica y Pina Polenta. Don Benacho, ensoberbecido por su mujer, demostró a todo el mundo que sabía manejar la autoridad. Y la profesión de lluviosista, en Corda, desde entonces está vacía.
Ahora llueve solo cuando el cielo sabiamente lo dispone.