Huakalo

Carlos Eduardo Carranza

Cuando estuvo hecho el desvío ferroviario don Parmenio Quiroga necesitó más brazos para la explotación de su obraje «Los Tucos». Entre una mesnada de correntinos y santiagueños, fuertes como los quebrachos de la selva, llegó Edisto Gutiérrez, un gigantón rubio de casi dos metros de estatura.

—Este no ha de servir para maldita la cosa —pensó el capataz Sandalio Vidal, mozo bajito, oriundo de Goya, que tenía un desprecio olímpico por los hombres de talla elevada. Y después de mirarlo insolentemente, de pies a cabeza, interrogó:
—¿De dónde venís?
—Del Ambato de Catamarca.
—Ah, los de allí no sirven ni para afilar un hacha. Y, ¿en qué querés ocuparte?
—Soy carrero.
El capataz lanzó una carcajada.
—¡Trabajo de haragán!… Y con ese peso… Pobres mulas…
El señor Quiroga intervino:
—Vamos a necesitar otro carrero, Vidal. Tómelo nomás.

Gutiérrez se incorporó al personal de «Los Tucos» y desde el primer día demostró su capacidad en el empleo. Sus «paradas» eran las que más rendían y mejor aspecto presentaban. El catamarqueño sabía tratar a las recuas, convirtiendo en dóciles cuadrúpedos a las mulas más pícaras. Les fue poniendo nombres a todas: Bonita, Paqueta, Pulida, Chiquita, Calavera… Hablaba con ellas como con seres humanos y rara vez empleaba el látigo para avivarlas.

—Hemos hecho un negocio con este Gutiérrez —decía don Parmenio.

La esposa del obrajero, doña Cata, mujer frívola que de tiempo en tiempo caía a «Los Tucos», abriendo paréntesis a su vida mundana de la Capital, se burlaba del gigante. Los peones la apodaban en quechua «Uman Puca» (cabeza colorada) en gracia al rojo matiz de sus cabellos. Hábil amazona, corría como un demonio por los bosques y caminos, sin compañía. A Gutiérrez jugábale bromas pesadas, muy de seguido. Una vez la halló el carrero tendida sobre la hierba en el fondo de una picada. Daba la impresión de estar muerta. La alzó y cuando consternado prodigábale los más respetuosos nombres, ella se retorció entre los robustos brazos del auriga, presa de una risa epiléptica. En otra ocasión Gutiérrez oyó voces que lo llamaban del lado de la acequia y al correr en esa dirección vio a doña Cata, con medio cuerpo fuera del agua que le pedía le alcanzara sus ropas dejadas sobre las ramas de un sauce.

¡Qué bromista era la patrona!

A Gutiérrez lo acompañó al obraje su mujer Evarista y un hijo de cuatro años: Toto. El chico era rubio como el padre; la mujer una linda criolla con unos ojos provocadores y un bosque de pelo retinto. Contrastaban fuertemente los dos tipos: él colosal, buenazo, callado y trabajador; ella menudita, parlanchina y haragana. Gutiérrez la adoraba, a pesar de sus defectos capitales. Frecuentemente, al llegar a su rancho, rendido por el cansancio, encontraba el fogón apagado y el hijito dormido. Sin esperar a que Evarista volviera de sus excursiones por las viviendas del obraje, prendía fuego y preparaba la comida de los dos.

Sandalio Vidal, tipo de presa, acostumbrado al dominio de la mujer de aquel medio áspero y violento, apenas conversó con Evarista hizo una confidencia en rueda íntima:

—¡Pan comido!

Se los veía paliquear muy a menudo.

—Tenga cuidado —le decían los peones al capataz— Gutiérrez puede darse cuenta.
—¿Y a mí qué? —respondía el prevenido llevándose la mano al costado donde tenía el Éibar. No le causaba miedo el gigante, lo consideraba un flojo y hasta se animaba a correrlo con una varilla de urunday. Además él estaba harto de «Los Tucos» y cualquier día se mandaría mudar.

Sandalio Vidal, malo como una yarará, no contaba con la simpatía de sus patrones, pero don Parmenio Quiroga necesitaba allí quien se impusiera al elemento bravío que periódicamente entraba mezclado a los nativos pacíficos y por eso toleraba al capataz, haciendo la vista gorda ante muchas de sus demasías.

Gutiérrez se había percatado de la amenaza que acechaba a su rancho, pero ante una advertencia más paternal que autoritaria, la Evarista se encolerizó. La tenía su hombre acostumbrada a los mimos y halagos. Ahora le venía con zonceras.

Él no volvió a decirle nada.

Doña Cata lo vio entrar un día en su casa. El hombrón iba con sus pilchas de gala, blusa negra, bombachas de gambrona enchufadas en las medias y pañuelo de seda blanco. Voltejeando entre las manos el alón refirió sus cuitas a la patrona, con voz trémula:

—Yo quisiera, doña Cata, que Ud. le diera unos consejos a la Evarista.

«Uman Puca», maquillada como para una soiré de Santa Fe, echó por el embudito de sus labios embadurnados de rouge un hilo de humo, sacudió el pitillo egipcio y miró al carrero con los ojos entornados. ¿Qué consejos quería que le diera a esa chinita? No valía la pena. Pero prometió.

—No se haga mala sangre, Gutiérrez; lo que sobran en este mundo son mujeres.

Cuando el catamarqueño giraba sobre sus talones para marcharse, dio ella un salto de la mecedora y tomándolo de los brazos lo hizo volver.

—¿Nunca ha querido Ud. a otras mujeres, Gutiérrez?

El auriga meneó la cabezota.

—¡Zonzo!

Al día siguiente, Gutiérrez al regresar del trabajo se encontró con la novedad de que su compañera lo había abandonado llevándose todas sus ropas y dejando al niño en poder de unos vecinos.

—Se ha ido con Vidal —le dijeron, esperando una reacción violenta.

Pero Gutiérrez se echó a llorar como una criatura, abrazando a su hijito.

—No están lejos… Allí no más en el otro obraje… en Las Achiras… ¿Por qué no los va a buscar y los castiga? —le insinuaron los compañeros.

El catamarqueño meneó su cabezota rubia.

—¡Huakalo! —lo apostrofó el otro carrero santiagueño Albano Gaite, diciéndole en quechua, llorón.

¿Qué podía valer un hombre que en vez de vengar su honor ultrajado derramaba lágrimas como una mujer?

—¡Huakalo! —repitieron otros a quienes le resultaba fácil ofender al hombre manso y resignado.

Y desde entonces a Gutiérrez ya no se le dio otro nombre. Hasta aquellos que lo estimaban lo llamaban por ese remoquete, sin molestarlo.

Pasaron los días. Huakalo, como si nada hubiera ocurrido en su vida, seguía transportando en su carro desde el aserradero al desvío las maderas del obraje, cada vez más cariñoso y tierno con sus mulas. Ahora les adornaba las cabezadas con flecos de tientos y borlas de lana, colgándoles al cuello dijes sonoros que encargaba a don Parmenio cada vez que iba a la ciudad.

—¿Y mamita? —preguntaba a veces el chico, su inseparable compañero en las horas de trabajo y descanso.

A Huakalo se le encogía el corazón en el pecho. A veces Toto lo veía enjugarse los ojos con el dorso de su mano enorme y abandonarle las riendas. Lo llevaba siempre en el carro y le enseñaba a pronunciar los nombres de las bestias.

—¿Será carrero como yo? —se decía—. ¿Será tan disgraciao como su padre? —Pensando en lo último en las vueltas de algún tortuoso camino de la maraña, deseos sentía de matar a la criatura y matarse él.

Al patrón le había explicado su conducta con motivo del abandono de su mujer:

—El hombre es hombre don Parmenio. Eia es la culpable. ¿Pa qué la voy a castigar, si no me quiere, no?
—Si Ud. no fuera tan flojo lo hacía capataz —le dijo Quiroga que andaba preocupado con la partida de Vidal y veía en Gutiérrez a un hombre honrado.

Huakalo bajó la cabeza sin contestar, como abochornado.

Días más tarde, un hachero correntino, despedido por haragán, lo atropelló con cuchillo a don Parmenio en la puerta del escritorio.

Gutiérrez, presente, se interpuso resueltamente, tomó del brazo al agresor y lo desarmó.

—Me he equivocado, Huakalo —exclamó el patrón abrazándolo —. Ud. es un hombre sereno y valiente.
—Patrón, yo soy güeno y nada más.

Y como Quiroga le ofreciera el puesto de capataz, se negó.

—No, don Parmenio, yo no he nacido pa mandar. Yo solo quiero ser peón… Déjeme con mis mulas. —Y no fue posible convencerlo.

La vivienda de Gutiérrez era la nota feliz en las treguas del trabajo. Como si el drama del rancho destruido hubiera despertado en su corazón un vibrante raudal emotivo, el hombre tosco del trajín diurno se convertía por la noche en una caja musical. Huakalo cantaba vidalitas acompañándose a la vihuela y su voz dulce era un regalo para las chinas. Doña Cata solía cerrar la novela de Pitigrilli con que entretenía sus ocios para escucharla extasiada.

Huakalo, a haberlo querido, hubiera encontrado en sus muchas admiradoras del obraje fácil lenitivo a sus pesares, pero el hombre parecía no tener más alma que para su pibe y sus acémilas.

Saliendo de la estación del Desvío, Gutiérrez se encontró inesperadamente una tarde, con Sandalio Vidal. No lo había visto desde la fuga de Evarista. El ex capataz de «Los Tucos» estaba entre un grupo de hacheros que conocían su aventura. Huakalo se detuvo, hizo crujir entre sus manos el cabo del látigo y miró con fijeza a su ofensor.

—¡Tata, vamos! —gritó en ese instante el niño que lo esperaba sentado en el pescante del carro.

Gutiérrez tuvo un momento de vacilación. Alternativamente paseó sus ojos del grupo al minúsculo tripulante del vehículo que, como si intuyera el peligro, unía a sus llamados unos ademanes de impaciencia.

Al fin, resuelto, volvió la espalda a los hombres y marchó rápidamente hacia el rodado empuñando las riendas. Apenas partió estallaron las mal reprimidas carcajadas de aquellos, sobresaliendo del coro burlón la risa estrepitosa de Vidal. Huakalo la siguió escuchando durante un largo trecho
como un eco infernal.

—¿Por qué llorás, tata? —inquirió el niño viendo correr por las mejillas del gigante dos lagrimones.

Huakalo lo acarició en silencio.

Promediaba diciembre. Un calor intolerable atormentaba a los hombres y a las bestias y en la población del obraje todo parecía que iba a sucumbir bajo el sol que brillaba como un ascua ardiente bajo el implacable cielo de acero. El termómetro del escritorio señaló 45°. El amanecer había sido una promesa de día asfixiante y a medio día, exhaustos, rendidos, volvieron a sus ranchadas los hacheros. Los perros carleando buscaban los menguados recortes de sombra de los aleros con las lenguas lívidas y los ojos vidriados… Hasta la avestrucita charabona de Toto, que nunca se guarecía bajo techo, aplastaba el buche en el piso de tierra. El viento norte echaba un resuello de horno sobre las casas. Chorreaban sudor las camisas de los hombres y las mujeres andaban casi desnudas. Los bueyes, desuncidos de los cachapés, rechazaban mugiendo el agua caliente de los bebederos. El horizonte empezó a obscurecerse, poco a poco.

—Va a llover —dijo doña Cata. —No, patrona, tenemos luna de seca y el norte nos embroma —contestó Albano Gaite, ahora capataz del obraje. —¡El nublado es quemazón! —anunció don Parmenio, bajando precipitadamente de la azotea con un anteojo militar.

Por la dolorosa experiencia de años atrás ya se sabía lo que significaba aquel hecho. Un peón, a todo lo que daban los remos del caballo, apareció en el fondo de la picada y un minuto después echó pie a tierra frente a la administración. Traía noticias alarmantes. Los bosques ardían como yesca a dos leguas a la redonda. Las Achiras, la Zulema, El Cevilito eran un semicírculo de fuego que, estimulado por el viento, venía cerrándose sobre «Los Tucos».

Quiroga ordenó libertar los animales y enganchar los carros. No quedaba otro camino expedito para la fuga que el del sur, cortado por el arroyo Las Iguanas. Tendrían allí que desuncir y vadearlo a lomo de mula.

La faja negra del horizonte fue elevándose. Inmensas nubes de humo, rasgadas continuamente por cárdenos resplandores, condensaban el hollín de los montes carbonizados que el viento hacía caer sobre la tierra y los árboles todavía indemnes, como una erupción volcánica. Pronto la humareda alcanzó el cenit, cubrió el sol y entenebreció la tierra. Ramas encendidas volaban crepitantes por el aire, resolviéndose en secas explosiones, como estallidos de cohetes. Algunas cayeron en los corrales. Las bestias, tocadas por el fuego, se enfurecieron y en medio de relinchos y mugidos rompieron las cercas o saltaron sobre ellas, dando coces en el vacío. Las mujeres apeñuscadas en la casa de los patrones oraban ante los retablos. Otras despavoridas, con los hijitos en brazos, clamaban presas de un terror pánico. Aves de la selva corridas de los nidos posaban sobre los ranchos y se metían en los habitáculos.

El único ser tranquilo parecía ser «Uman Puca». Se había hecho ensillar el zaino de sus correrías por el bosque y en rigurosa indumentaria masculina de breches, polainas y sombrero de cowboy, tenía de las bridas al hermoso equino acariciándole la cabeza con la mano para aquietarlo.

—¡Tata! —clamó el heredero de Gutiérrez, mezclando su espanto al de los otros chicos. —Ella lo atrajo maternalmente hacia sí, calmándolo. —Se para el norte —vozarreó Gaite en ese instante. —Está cambiando, y esto nos salva si sigue —dijo Gaite. —¿Y Huakalo? —inquirió la obrajera.

No lo veía por ningún lado ni apareció al final de una búsqueda larga y afanosa. Nadie recordaba haberlo visto en las casas cuando empezó la quemazón. ¿Dónde estaría?

—¡Hay que buscarlo! —ordenó imperiosamente la patrona, y montó a caballo lanzándose al galope en dirección al monte. Cuatro hacheros correntinos la siguieron.

Empezaba a soplar el sur barriendo suavemente las nubes de humo que volvían a replegarse sobre los focos del incendio. Refrescó la atmósfera y clareó el ciclo con un sol ya en ocaso.

Noche cerrada regresó la amazona con su escolta. Los ijares de los caballos cubiertos de sudor espumoso daban una idea del esfuerzo que habían realizado y las caras caídas de los jinetes informaban mejor que las palabras.

«Uman Puca» apeose de un salto, arrojó la fusta y fue a sentarse al lado de su marido que, codos en las rodillas y cabeza entre las manos, ocupaba un banco, a la puerta de la administración.

—¡Pobre Huakalo! —exclamó doña Cata, mientras encendía un cigarrillo rubio.

Y no pudo decir más porque una atronadora algarabía de gritos y exclamaciones hizo incorporar a los esposos.

—¡Huakalo! ¡Huakalo! ¡Ha llegado el carrero! —proferían hombres y mujeres.

El gigante seguido por una caterva de varones y chinas cruzó el patio llevando en sus brazos un fardo cubierto con un poncho mojado. A la luz del farol suspendido de lo alto de la puerta, los Quiroga reconocieron al catamarqueño, ennegrecido el rostro, chamuscado el cabello, sangrante, espantoso. Algunos girones de ropa tapaban sus carnes desgarradas. Dos muñones con coágulos de sangre negra como brea eran sus pies. Lo tendieron en un catre después de librarlo de su carga que colocaron en otro.

Quedaron todos asombrados. Lo que traía el carrero era su mujer. ¡La Evarista!

Gutiérrez abrió los ojos.

—¡Querido amigo! —solo supo decirle Quiroga.

Huakalo sonrió y empezó a hablar. De sus labios salían difíciles pero claras las palabras.

—Yo juí a traísela a mi pibe, ¿sabe?… Eia la pobrecita quería venir… ¡Acaso no es la magre?… El correntino no la dejaba… se hizo el malo y me peleó… y… ¿qu'iba a hacer?… Dios me perdone… Lo cosí a puñaladas… Así… Así…

Alzó el brazo derecho y como si tuviera en él el fierro homicida finteaba en el aire. Lo extenuó el esfuerzo y se sosegó. Al rato le volvieron las energías. Eran las últimas. Se extinguía.

—Pucha qu'es fiero el bosque quemao… Me faió el cabaio y tuve que andar como una legua a pie… las llamas parecían viboritas… Patrón, me muero… Yo juí un hombre güeno… un hombre güe…

Pesadamente la cabezota del gigante cayó sobre la almohada y Huakalo quedó inmóvil. Hombres y mujeres se arrodillaron imitando al patrón que lloraba. Solo «Uman Puca» permaneció de pie, dominando el cuadro, fría e inmutable.

En el cielo, ahora completamente despejado, brillaban las estrellas derramando paz sobre el duelo de la selva castigada por el fuego.