Estamos en paz
Lermo BalbiOh seres de la noche,
vagos fantasmas en el retemblor de la arboleda,
cuántos veranos tuve que abarcar para envejecer un día
y atisbar hacia los caminos del pasado
cuando os digo a vosotros y al mundo,
cuando les digo a las bocas de entonces y a sus ojos,
a los perfiles que se borraron como la niebla de las chacras:
¿recuerdas?, ya nada es igual,
éste soy yo, es este vacío sólo un reflejo de mí mismo,
apenas unas ráfagas en las horas, un documento pálido de tiempo.
Pero mientras tanto en dónde estamos todos
yo que me creía viejo a los veinte años,
¿en dónde están mis veinte años?
En qué rincón del huerto puedo encontrar a la madre
que reía en la mañana mirando crecer al hijo
y despedía las jornadas con la esperanza de los futuros
que ahora no vivimos.
Cómo ha cambiado ella que cultivaba el jardín
y se inclinaba junto a la hierba recién nacida
para separarla de las violetas, las siemprevivas,
los temblorosos jacintos y la albahaca pobladora
de fragancias.
A qué desconocido mundo se fueron las manos de la abuela
que tejían encaje cuando el viento de la noche
hacía crepitar los techos; las que movían el gesto
hasta el horizonte para darnos la lección del tiempo
y de la aurora.
Ni cien presagios de lluvia y turbonada
fueron capaces de declarar la pérdida.
Todos tuvieron su infancia y marchitaron.
Todos tuvieron su esplendor. En ese paso, ahora,
sobre la cima, algo se desagota de sangre
y el palpitar alcanza la lentitud del astro.
Cada movimiento del corazón nos está doliendo,
¡ah sí!, porque un día y otro y otro, no nos sirven
sino para acumular las referencias de esquiva
estación de risas.
Estamos maduros, sosegados, ahitos en la batalla
y queremos la paz. Pero, qué paz sin promesas
nos está esperando que la frente se enturbia de pensamientos
y los ojos se ahuecan hasta las órbitas.
No busquemos más. Diferente cosa será la novedad
para los que se inician
puesto que nuestra palabra ya no es valedera como antes.
Que nos permitan entonces, desde lejos, retomar las mañanas
en que rompíamos la escarcha
y rapaces andábamos por el campo hasta encontrar
las palomas y aquellas verbenas únicas descollantes
del invierno.
Teníamos también, en cada luz, la alegría de poner
los pies sobre la tierra y suponer que el día
nos estaba esperando para darnos todo,
los flamíneos reverberos, la lentitud del tiempo en las chacras,
los gritos de los montes, la yerbabuena del camino,
las mariposas de los charcos, las aves palustres.
Entre tanto nos hablaron de la patria,
de los libros ocultos, de la ciencia dura de nombres.
Alguien habló del amigo hermano, de la mujer lirio
y buscábamos hasta el terror de nuestra carne,
con voracidad de adolescencia el estímulo
para emprender desde allí
y andar por los nuevos caminos.
Dónde están las delicias del domingo, la torta de limón
y doce huevos puesta a enfriar en la ventana,
los pichones hambrientos de los nidos. Dónde
aquella escopeta de caza que el padre terciaba
sobre la espalda y hacía retumbar en la tarde agonizante
cuando se encendían temblorosas lámparas en la casa.
Dónde la espera con el mantel tendido
y la doméstica turba de ladridos,
dónde está la alegría de su llegada.
Todas las aguas han pasado bajo los puentes.
La piel nos delata terrenales y hemos cumplido
en bajar hasta la posición de los días
para sentirnos tan iguales en el orgullo
y prometer que defenderíamos a los débiles
y seríamos líderes en el amor y el entendimiento.
Y después de todo que nos hablen de trincheras,
de santos que cargan la humanidad, de gloriosos clarines
en reclamo de sus héroes, porque estamos ahora, listos
para escuchar.
Desde mi ventana, sobre el cielo inmutable de este Arauz
dormido, la noche todavía dispone ilusiones,
pero, qué va de este mundo que no pueda ser sorprendido
en mentiras de uno mismo y arrepentimiento de lo andado.
Ya volver no se puede. ¿Estamos en paz, entonces?