El taco de ébano
Jorge RiestraI. El florero de Landa
Cada vez que Landa aparecía por el café —todas las tardes, por otra parte— y se ponía a jugar al casín con aquel maravilloso taco de ébano que había sido el único legado, además de las ropas, del inolvidable Corrales, Iriarte decía que ese era demasiado taco para tan poco hombre. Nadie sabía por qué, hacía ya tres años, había ido ese taco a parar a manos de Landa —un sujeto más bien bajo, panzón, con sangre de pescado, por quien nadie preguntaba jamás, indiferente a medio mundo—, pero desde hacía también tres años Iriarte repetía puntualmente aquello del taco y el hombre. Nadie lo escuchaba ya; lo que en un tiempo había causado asombro era ya una especie de sermón breve y apagado que Iriarte repetía sin sacarse el cigarrillo de los labios y mirando hacia el lugar donde había puesto los ojos, ni tan siquiera hacia la mesa donde Landa jugaba y transpiraba también puntualmente. Mingo solía aventurar, en nuestra rueda chica, que lo que sentía Iriarte era nada más que envidia por aquel famoso taco y cuando se le soltaba la lengua agregaba que aquello terminaría mal, mal para Landa, que bien parado llegaba apenas hasta el segundo botón de la camisa de Iriarte, empezando a contar de abajo, por supuesto.
—Lo tiene entre ceja y ceja —decía. Esto decía el Mingo, que era el más joven de nosotros.
Nosotros teníamos veinte años y ellos, los de la mesa de Iriarte, cuarenta. Digo cuarenta porque resulta cómodo y porque cada vez que uno imagina un hombre hecho y derecho de café no tiene más remedio que darle cuarenta años, o sea, una suma respetable de días y de noches pasados alrededor de cualquier mesa nueva o vieja de billar. Nosotros teníamos veinte años y aprendíamos lentamente y quizá mal lo que ellos sabían tan bien: no solo a jugar al casín, sino simplemente a vivir allí con tanta naturalidad como en casa. Esto era así, y entonces, a causa de una mezcla de suficiencia y de esa madurez que a veces improvisan los jóvenes, la única respuesta que recibía el Mingo era un encogimiento general de hombros. Con esto queríamos decir que no creíamos que tal cosa llegara a ocurrir, o que si llegaba a ocurrir poco nos importaría, o que si llegaba a importarnos no sería la primera vez que don Luna, el dueño del café, enorme, macizo, apoplético, ponía fin al cruce de palabras o al forcejeo con cuatro gritos bien pegados desde el mostrador. Un día le dijimos al Mingo que cerrara el pico.
Una tarde, sin embargo, Iriarte no lo dijo. Y fue esa, justamente, la tarde en que obró, como si aquellas seis palabras hubieran sido el sucedáneo de la acción, casi la formidable manea que le había impedido, a lo largo de tres largos años, pararse, ajustarse el cinto, acercarse a Landa y proceder. No lo había dicho, por lo menos, esa tarde todavía —y llevaban, él y todos, ya dos horas allí mirando y charlando, y hacía también dos horas que Landa estaba jugando un poco más allá contra un par de jubilados por cinco pesos la partida— cuando empujó hacia el centro de la mesa el pocillo vacío de café, dejó caer el pucho y se paró. Le bastaron diez pasos porque fue hacia Landa como si hubiera estado caminando por el parque, así de sereno, de parsimonioso, de inmutable. Caminó esos diez pasos y se detuvo, y estaba al borde de ese cuadrado de tres baldosas de lado desde el cual Landa, en ángulo recto sobre la mesa de casín, se disponía a tirar.
—Landa —dijo Iriarte.
Cuando Landa levantó los ojos y atrás la cara, ya los dos sopapos volaban hacia él dibujando un ocho en el aire. Nosotros nunca habíamos imaginado que dos sopapos bien dados pudieran ser tan sonoros como para que cien personas que no estaban ni muertas ni dormidas diesen vuelta la cabeza y buscasen. Lo que vieron fue una estampa petrificada, un momento de la vida del café inmovilizado en una fotografía en cuyo eje Iriarte parecía estar meditando, quieto como un eucalipto y con la testa gacha, como si aquel, continuando con el paseo por el parque, se hubiera detenido a contemplar una procesión de hormigas o a leer un trozo de diario arrastrado por el viento. Los que no sabían que Landa, un segundo antes, había estado allá, parado junto a Iriarte, no pudieron verlo porque Landa, casi incrustado debajo de la otra mesa de casín, allí estaba todavía, como empollando huevos.
Iriarte siguió con su meditación, y aguardar que dejara de meditar o de leer habría sido un disparate. El que no lo esperó, por lo menos, fue Landa: se levantó gateando, descolgó el saco de la percha y se lo fue poniendo mientras se dirigía hacia la puerta. Todavía, estirando el cuello, lo vimos cruzar el claro rectángulo de la vidriera y desaparecer.
El taco de ébano había quedado sobre la mesa, apuntando el cabo —como un índice acusador— hacia el sitio por el que había salido o escapado su dueño. Fue el mismo don Luna el que vino a retirarlo —Iriarte podía ser cualquier cosa menos un aprovechado— y nosotros, con un poco de rabia o de añoranza, vimos cómo lo guardaba en la taquera reservada que estaba detrás del mostrador. En tanto, no dejamos que el Mingo se ufanara de su éxito. Dimos por sentado que Landa volvería, y más tarde reclamamos el apoyo de Perfumo, que era íntimo de Iriarte.
—Andará unos días por ahí, hasta que se le pase la vergüenza; después volverá —dijo Perfumo, que sabía.
Y así fue, por lo menos en lo que respecta a la primera parte de la sentencia. Durante dos semanas Landa ni se asomó por el café y entonces, aprovechando la ausencia del propietario, que ni lo mostraba por miedo a que se lo gastaran con la mirada, no fuimos solamente nosotros, los muchachos, los que pasábamos de tanto en tanto por la taquera para palpar el taco que había hecho célebre al gran Corrales —o viceversa—. También ellos —incluso Iriarte, que tenía tanto silencio que compensar— solían reunirse junto al mostrador para charlar, en presencia del taco, de aquello que el taco, a su vez, había presenciado. Era fácil descubrir que a todos nos parecía preferible que ese taco enmudeciera para siempre allí, a que siguieran manchándolo impunemente las manos chapuceras de Landa.
De este modo nos olvidamos de Landa, y no del taco. Pero a los quince días justos Landa, si no con su persona, sí con su recuerdo, se tomó la revancha, aunque no pudo gozarla. Nosotros no nos enteramos por los diarios de lo que bien podía catalogarse como accidente, desgracia o estupidez. Fue Ariotti quien, la misma noche del asunto —era sábado y uno podía estar seguro de que podía caer al café a cualquier hora y encontrar siempre a alguno—, contó no lo que había visto sino lo que había oído, porque ese miserable retrete tenía una hendija para meter la nariz a una altura a la que solo la nariz de Iriarte podía llegar sin usar la escalera —y él no era Iriarte, lo repitió diez veces, sino Ariotti, que en posición de firmes y calzado con zapatos alcanzaba con la yapa el metro y cincuenta y seis centímetros de estatura—.
Llegó pálido, despeinado, con la manga derecha del saco desgarrada, y habló tanto de ese retrete en el que había estado tres horas que al final a nosotros nos pareció que él también olía. Negó, claro, y como tenía que explicarse, porque un retrete así no es algo que viene hacia uno sino que uno lo busca por algún motivo, dijo que venía de una partida de pase inglés que se había armado en una casa de la avenida Arijón. Refirió que a eso de la medianoche había salido un momento al patio para contar la plata que le quedaba y que fue entonces cuando escuchó el barullo, la desbandada. Dijo que él era capaz de olfatear a la policía cuando el subcomisario está tratando todavía de reunir los cinco hombres que, por lo menos, le hacen falta para la redada, y que en efecto la olfateó. Fue en ese instante cuando vio, debajo de la escalera de material, la puertita, lo que después resultó ser ese retrete medianamente abandonado en el que un flaco de pie podía caber medianamente incómodo, pero en el que un sujeto agachado corría el riesgo de rozarse no precisamente la cabeza. Dijo que ver la puertita entreabierta y zambullirse allí fue una sola y misma cosa. Pero que antes vio que también Landa salía disparando.
—¡Caracho! ¡Landa! —exclamó, golpeándose la frente.
—¿Landa, qué…? —le preguntamos.
Repitió que él no lo había visto porque ese retrete no era como la platea del Cinerama, que tampoco había visto, pero que escuchó a Landa subir la escalera y atrás a un desconocido que era correntino, pero que si era correntino tenía noventa y cinco posibilidades sobre cien de ser agente de policía, que gritó «¡Alto!», y que Landa, casi arriba, gritó «¡No!», y que el otro, el correntino, gritó:
—¡Alto o tiro!
Ariotti dijo que él no lo había visto porque lo que en ese momento él hubiera hecho habría sido no empinarse sino exactamente lo contrario, pero que Landa, ya sobre el borde de la terraza del vecino, debió tropezar o marearse o perder pie y que se desbarrancó como una mula. Dijo que él no lo había visto, pero que escuchó el golpe seco de Landa contra el piso de la otra casa.
—¡No! —dijo Ariotti que gritó Landa cuando caía.
Fue la última palabra que dijo. Estuvo veinticuatro horas en la sala general de la Asistencia Pública, inconsciente, con los ojos cerrados y duro como una tabla. De la sala general pasó en una camilla a la morgue, y de la morgue, tres días más tarde, en el camión fúnebre de la Comuna, a la fosa común del cementerio La Piedad. Nadie se presentó a reclamar sus posibles bienes; menos, su cuerpo. Trejo, que olisqueaba a veces por los Tribunales, contó que en la habitación que alquilaba Landa no se había encontrado más que lo justo para pasar el invierno; ni una carta, ni un recuerdo de familia, ni una miserable fotografía que demostrara que algo lo había unido a alguien en este mundo. Dijo después que en el estante superior del roperito, junto a una raída gorra a cuadros, habían encontrado un florero con una rosa artificial y que alguien, el secretario del Juzgado al parecer, se había reído porque en ese trozo de páramos con olor a encerrado, en medio de esa falta de lo más elemental, había una rosa perfumada; porque era de allí de donde venía el perfume.
—O a lo menos parecía —dijo Trejo.
Porque el comisario había sacado la rosa y resultó que no era la rosa la que olía, sino el florero. Y cuando el comisario sacó el florero de su sitio y lo miró de cerca vio que un hilo blanco de coser colgaba del borde, diez centímetros de hilo casi invisible extrañamente suspendido, laxo. Fue el mismo comisario, dijo Trejo, quien casi sin darse cuenta tiró del hilo, y lo que le mostró entonces al secretario, sin palabras, boquiabierto, fue un billete nuevito de mil pesos arrollado como un caracol y densamente perfumado.
—Pobre tipo. Debía de sacarlo todas las noches y aspirar el perfume —dijo Trejo que dijo el secretario.
A Iriarte, con todo esto, no se le movió uno solo de los muchos pelos que tenía. Pese a que esa tarde, rato después que Trejo había terminado de contar, Perfumo le había dicho, martilleando un dedo en el aire tal cual habíamos visto que hacía el fiscal en las películas:
—Che, Iriarte. Si se ponen a escarbar, pueden acusarte de asesinato.
Y esto venía al caso o no venía porque Bertolino, entre comentario y comentario, había deducido que si no hubiera sido por aquellos dos sopapos que lo habían mandado a buscar petróleo debajo de la mesa, tal vez Landa no hubiera caído esa noche a aquella casa de la avenida Arijón; porque aparte de jugar al casín con o contra un par de jubilados, y por cinco pesos la partida y uno cincuenta la mosca, no se le había conocido a Landa ninguna afición por ningún juego, por lo que había que descartar que se le hubiera despertado justo como para arrimarse a una partida de pase, sabiendo que las monedas habían sido radiadas del uso en esos círculos y que cualquiera que quisiese tener siquiera un segundo los dos daditos en la mano tenía que poner antes sobre la mesa un verde de cincuenta, fuera nuevo, viejo o emparchado.
Iriarte fue el que más se rió de estas conjeturas pero el caso fue que, entre una cosa y otra, ninguno recordó que habiendo muerto Landa sin herederos a la vista el taco de ébano venía a convertirse en una especie de bien vacante, en algo de lo que alguien, alguna vez, tendría que apropiarse si seguía depositado en el café y a nosotros no nos dispersaba un nuevo diluvio universal. Sin embargo, el que no lo había olvidado había sido justamente Iriarte, quien, calladito, al día siguiente llegó al café más temprano que nunca y lo abordó a don Luna sin mucho prolegómeno. Lo que lo excusaba a Iriarte era que él sabía mejor que nadie que a don Luna le era tan imposible guardar un secreto como adelgazar. Y así fue. Don Luna lo contó dos horas más tarde, amparándose en aquello de que a él le gustaban las cosas claras; a lo que un vivillo, torciendo la boca hacia el auditorio, replicó que con razón, en el tiempo en que en el café se despachaba vino al mostrador, don Luna le echaba tanta agua al tinto.
Don Luna contó que Iriarte le había pedido el taco de Corrales.
—¿El taco de Corrales? El de Landa, querrá decir —había dicho don Luna—. ¿Y por qué?
Iriarte había dicho que él le había llevado muchas veces la valija a Corrales. Cuando Corrales iba a los clubes a dar exhibiciones y en la valija llevaba el smoking, el taco y las bolas de marfil.
—¿Pero de qué época me está hablando? —había dicho don Luna—. ¿Del cuarenta?
Iriarte había dicho que le compraba el taco.
—Pida —había dicho Iriarte.
—No estoy en la miseria —había contestado don Luna—. Pero tampoco soy egoísta. Vamos a esperar treinta días. Si dentro de treinta días no viene nadie a reclamarlo, el taco es suyo.
Perfumo refirió después que, esa misma tarde, Iriarte se consiguió un almanaque de bolsillo y que todos los días, al llegar al café, lo primero que hacía era hablar con don Luna y lo segundo, cruzar con lápiz rojo un numerito. A nosotros nos llevó trabajo descubrir el almanaque, no solo porque era casi tan pequeño como el ala de una mariposa, sino porque, en realidad, no era un almanaque: tan solo dos hojitas de un almanaque, y ni tan siquiera dos hojitas sino dos pedacitos de hojas unidos por los bordes con engrudo: el que abarcaba desde el veinticinco al treinta y uno de marzo, y el otro, mucho más grande en relación, que comprendía desde el primero de abril al veinticuatro. Nos dio trabajo pero se lo descubrimos, el almanaque y el lápiz, un meñique rojo todo mordisqueado en la punta mocha, mordisqueado por Iriarte, allí, en el café, y no por el sobrinito que podía habérselo prestado. Aunque ya antes habíamos notado que Iriarte solo tenía ojos para la puerta de calle, y que cuando algún desconocido se acercaba a conversar con don Luna los dos ojos se convertían en uno solo, redondo, dentado y violento, que latía como un enorme corazón. Porque eso era lo único desmedido que había en todo el asunto: la preocupación que lo consumía a Iriarte entre cruz y cruz, tan patente y penosa que Perfumo solía decirle, en tanto le palmeaba la espalda: «Vamos, Iriarte. Vamos…».
—Decime: ¿cuánto es treinta menos diecisiete? —le preguntó una tarde Iriarte. Esto lo contó Bertolino once meses después.
—Trece —contestó Perfumo.
—¿Estás seguro? —dijo Iriarte.
—¡Caray! —respondió Perfumo.
—Y trece ¿es mucho o poco? —siguió Iriarte.
—Depende —dijo Perfumo.
—Contestá —lo apuró Iriarte—: ¿Es mucho o poco?
—Bueno, poco —dijo Perfumo, rabioso.
—Así, sí —dijo Iriarte y volvió a mirar hacia la puerta.
Todo esto pasó —y así suele suceder: uno cree que el destino está removiendo la tierra para sembrar flores en el cantero que pisamos, cuando lo que hace es empezar a cavarnos la tumba— y al fin de esos treinta días, a las tres de la tarde de aquel 24 de abril, Iriarte se dirigió hacia don Luna y le mostró las dos hojitas prolijamente cubiertas de cruces coloradas. Nosotros estábamos detrás, a tres metros de Iriarte y a cuatro de don Luna, que estaba detrás del mostrador.
—Vengo a buscar el taco, don Luna —dijo Iriarte.
Don Luna ni miró el almanaque, las hojitas. Dijo que no le hacía falta mirarlo porque un hombre de palabra tiene una sola palabra y que a él, como todos lo sabíamos, le gustaban las cosas derechas; a lo cual el vivillo de la otra vez volvió a replicar que no se explicaba entonces por qué don Luna, cuando volvía del hipódromo los domingos, daba tres pasos sobre el cordón de la vereda y tres abajo.
—Venga. Pase —dijo don Luna.
Iriarte pasó y don Luna abrió la taquera, sacó el taco de ébano y se lo entregó. Iriarte palmeó al taco tal como se le hace a un pura sangre, suavemente y hablándole en voz baja.
—No lo haré quedar mal, Corrales —dijo luego, alzando la voz y mirando hacia arriba, como si hubiera habido alguna posibilidad de que Corrales estuviera descansando en las alturas.
***
II. Iriarte, o los negocios
Fue a los quince días cuando Iriarte apareció con el Dodge 36. Lo paró frente a la puerta del café y desde allí pegó el grito —y allí lo vimos, como fijado en una estampa que simbolizara el Día Universal de la Salud—. Después, mientras lo mostraba, se explayó. Dijo que era de él, aunque en cierta manera no lo era; o viceversa. Contó que Niceto, su hermano —y ahí nos enteramos de que tenía un hermano—, lo había comprado para que él saliera a vender seguros por la campaña, porque Niceto estaba firmemente dispuesto a orientarlo en esa profesión para la que él, según decía Niceto, estaba maravillosamente dotado. «Suban», dijo luego; subieron cinco o seis y apenas Iriarte puso la primera, el Dodge estaba por la esquina, escupiendo humo. Cuando volvieron: «Que suban otros», dijo Iriarte sin bajarse. Así fue, y pocas veces nos reímos tanto y anduvimos tanto en auto como en esos días. Solo Bertolino fue una sola vez y se negó a repetir la experiencia. Contó que Iriarte lo había encontrado camino del café y que, al tomar una curva de la Costanera a setenta kilómetros, habían estado a punto de investigar cómo era por dentro un palo borracho, y que si no lo habían investigado había sido únicamente porque ese palo borracho era un poquito más flaco que todos los palos borrachos que él, Bertolino, había visto en su vida; porque si no, dijo, habrían terminado por hacerlo. Nosotros seguimos riéndonos, esa vez de Bertolino que, encogido en la silla y meneando un dedo, decía: «A mí no, a mí no»; pero la risa se nos cortó como un hilo cuando Iriarte, después de seis días de pespuntear para arriba y para abajo todas las calles de la ciudad, confesó, elogiándose, que hacía exactamente una semana que había aprendido a manejar.
El caso fue que Iriarte, un mes y medio después de haber aparecido con el Dodge, salió en su primera gira como vendedor de seguros. Pero antes pasó por el café.
—Mi taco, don Luna —dijo, y no se había sacado ni el piloto. Recogió al vuelo las miradas de asombro, porque las palabras sobraban—. El que trabaja tiene también derecho a distraerse ¿no?» —dijo.
Estuvo un mes y medio afuera y volvió. Pasó quince tardes en el café derrochando dinero y buen humor y volvió a partir con el taco de ébano bien acostadito a su izquierda en el asiento delantero del Dodge. El Dodge estaba como si no lo hubieran tocado: reluciente, dócil, bien regulado, sin la menor huella, ni por fuera ni por dentro, de la más mínima mota de polvo, salpicadura de barro o abolladura del granizo, como si hasta los caminos de chacra del país hubieran sido especialmente pavimentados para que el Dodge pasara.
—Había resultado cuidadoso Iriarte —comentó Peire, que en un tiempo había sido mecánico.
Fue el Turco Yale el que nos puso en la pista. El Turco Yale vendía ropa interior para hombres en la misma zona por la que Iriarte ejercía su don de persuasión y su facilidad de palabra. Llegó dos días después de la partida de Iriarte y contó que Iriarte era muy conocido en toda la línea Venado Tuerto-Río Cuarto-Córdoba.
—Quién hubiera dicho que le gustaba tanto trabajar… —dijo Perfumo, que tenía más derecho que nadie a sorprenderse.
—¿Trabajar…? —dijo el Turco Yale. Explicó que él no había querido referirse a esa palabra, sino a que Iriarte estaba haciendo tabla rasa con todos los jugadores de casín de la línea Venado Tuerto-Río Cuarto-Córdoba. Eso había querido decir, y no lo otro, por supuesto—. Si sigue así, pronto le va a hacer falta un manager —continuó—. Se está llenando de oro.
Cuando Iriarte volvió por segunda vez, se lo preguntamos. Se lo preguntó Perfumo, que seguía teniendo derecho. Iriarte habló con la seguridad de un folleto de propaganda, mejor todavía. Sacó un lápiz automático, un papel con membrete, hizo números. Dijo que uno hace un segurito aquí y otro doscientos veinticinco kilómetros más allá, pero que uno encuentra una mesa de casín cada treinta kilómetros.
—Sacá la cuenta —concluyó, abriendo los brazos. Perfumo dio muestras de no haber entendido.
—Pero entonces ¿no vendés seguros? —dijo.
—Todo llega —contestó Iriarte. A Perfumo, esos enigmas lo sacaban de quicio.
—¿Y Niceto…? —preguntó. Iriarte suspiró.
—Lo tiene mal esa bendita úlcera —dijo luego.
—No —dijo Perfumo—. Quiero decir qué dice Niceto de todo eso.
—Nada, ¿qué va a decir? —replicó Iriarte—. Él siempre dijo que para vender seguros, lo fundamental es relacionarse.
Estuvo otra vez con nosotros quince días y partió. El Dodge seguía hecho una pintura, y como nosotros todavía teníamos en los bolsillos algún importado que nos había dejado Iriarte, apenas el Turco Yale apareció por el café fuimos nosotros los que lo encaramos. Contó que Iriarte no solo era conocido sino que era ya todo un personaje, y no solo en la línea Venado Tuerto-Río Cuarto-Córdoba, porque había extendido su campo de operaciones, de modo que en todo ese ángulo de no sabía cuántos grados cuyo otro lado era la ruta Córdoba-San Francisco-Santa Fe, decir «viene Iriarte» significaba provocar un revuelo del que ni se salvaban las gallinas; y el Turco Yale explicó que Iriarte también aceptaba apuestas en especie, previa tasación y depósito, y que lo que ganaba aquí lo vendía diez minutos más allá, por lo que había pensado en comprarse un furgoncito. Porque esa vez el Turco Yale lo había encontrado en Bell Ville, habían cenado juntos y cambiado ideas acerca de la manera de organizar más racionalmente el sistema de trabajo; y así dijo textualmente el Turco: «el sistema de trabajo, la producción».
—Estuvimos de acuerdo en que ya no puede seguir adelante sin un administrador —agregó luego. Fue más tarde cuando comentó que vender calzoncillos en el interior de la república era una ocupación muy venida a menos.
Iriarte estuvo, esa vez, dos meses afuera. Al fin volvió, pero no en el Dodge, sino en un Ford 47 que tenía un pique digno de un coche de carrera y provisto de un portaequipaje superior que recordaba una jaula para leones, así de alto, de espacioso, de sólido, por lo menos. Nos explicó que el Dodge había sido para él como un amigo de la infancia, pero que la evolución de sus negocios lo había obligado a cambiarlo por una máquina más poderosa, porque trabajar en los caminos no era como estar sentado en el café leyendo el diario.
—Hay que ponerse a tono con los tiempos. Taim is moni, como dicen los yanquis —dijo.
Quizá fue por esto que estuvo con nosotros nada más que una semana y volvió a partir. Pero antes, Perfumo le preguntó si seguía relacionándose al mismo ritmo de las dos primeras giras, e Iriarte replicó que naturalmente, que una cosa trae la otra y que cuando te diste cuenta te formaste una parentela que se reproduce más que los conejos. Entonces Perfumo insistió, se puso más concreto.
—Pero no entiendo cómo conseguís todavía candidatos. Porque para jugarle a un jugador de tu categoría, hay que tener ganas de tirar plata por la ventana —dijo.
Iriarte replicó que todo era cuestión de inteligencia, de usarla, dijo. Aclaró que todo eso era como bajar una escalera, igualito. Nos explicó que si nadie aceptaba jugarle mano a mano, él ofrecía: primero, ventaja; ante la negativa, segundo, jugar con la izquierda; si no era suficiente, tercero, jugar con una sola mano; y si aún había remisos, cuarto, jugar parado sobre un solo pie. Dijo que tenía todo perfectamente estudiado, pero que todavía, en Esperanza, había llegado a jugar con un ojo tapado y una mano atada a la espalda.
—Y fue una buena noche —agregó.
Todo esto lo contó sin soltar el taco de ébano; porque no lo dejaba ni a sol ni a sombra, diciendo que adonde iba él iba el taco —o viceversa—. Entonces Perfumo le preguntó aquello que venía madurando en silencio desde la última charla con el Turco Yale.
—¿Y Niceto…? —dijo. Iriarte sacudió la cabeza con un dejo de preocupación.
—Le han prohibido los picantes. Parece mentira que una ulcerita de mala muerte pueda causarle tantos trastornos —contestó. Perfumo no preguntó más.
Entonces nos preparamos para esperarlo al Turco Yale, que debía de estar al caer y que era el encargado de darnos la otra versión, la que resultaba de haber espiado la escena a través de un agujerito de la claraboya. Pasó una semana y el Turco no apareció; a los quince días lo dimos por muerto. Pero no era así.
El que develó el misterio fue un compadre del Turco, el Turco Maluf, que vendía en la misma zona ropa interior para mujeres, bombachas, corpiños y enaguas de nilón directamente importada de Avellaneda. El Turco Maluf no frecuentaba el café, pero frecuentaba en cambio a una turquita que, a su vez, frecuentaba el altillo donde vivía Bertolino. De modo que todo vino a saberse a las tres semanas justas de la partida de Iriarte. Y lo que se supo vía Maluf, vía la turquita, vía Bertolino, fue lo siguiente: Iriarte y el Turco Yale se habían asociado. El Turco lo había esperado a Iriarte en Río Cuarto y allí habían convenido en formar una sociedad de capital e industria. El contrato no había sido inscripto en el Registro Público de Comercio ni publicado en el Boletín Oficial, pero de cualquier manera, en adelante la única responsabilidad de Iriarte sería la de jugar y ganar. Todo lo restante: organización, publicidad, trato con la policía y recaudación quedaba a cargo del Turco. Las ganancias se repartirían a medias; las pérdidas, de ocurrir, las soportaría el Turco. La sociedad no tenía plazo fijo de duración. Al parecer, el Turco Yale había dicho escuetamente que los precios fijados para el trigo, el lino y el maíz eran sobradamente compensatorios.
Esto fue lo que supimos, y la espera de Iriarte nos demandó las mejores energías de esa primavera. Pero Iriarte no volvió; no volvió más. Volvió pero no volvió. O volvió, pero no por sus propios medios. Volvió en un furgón del Ferrocarril Mitre proveniente de San Francisco, bien estirado dentro de un ataúd de segunda categoría, al lado de seis sillas y una mesa de comedor estilo Segundo Imperio y de veintidós banquitos de paja rafia sin respaldo. Esto lo contó Perfumo, que vino también en el mismo tren, sentado en el primer asiento del coche inmediatamente posterior al furgón. Porque había sido a Perfumo a quien había llamado don Luna cuando la voz del Turco Yale gritó por el teléfono que llamara a cualquiera que supiese dónde vivía Iriarte. Y había sido también Perfumo el que había disparado hacia la casa de Iriarte para contarle a Niceto, a quien no conocía, que a Iriarte, en San Francisco, provincia de Córdoba, le habían descosido el bajo vientre de dos puñaladas metódicamente aplicadas.
Perfumo contó después que cuando tocó el timbre en aquella casa de la calle Cochabamba, no sabía qué podía suceder; porque a las once de la noche a uno pueden decirle «buenas noches» o mandarlo a buscar a la madre con abuela y todo. Contó que abrió la puerta un hombrón al que, ni aun queriendo, le pasaba un brazo por la media hoja abierta.
—¿Podría hablar un momento con el señor Niceto Iriarte? —había preguntado, recordando aquello de la úlcera tantas veces mencionado por Iriarte. «Servidor», dijo Perfumo que contestó el hombrón.
Perfumo dijo que había que creer o reventar y que él prefirió creer, por lo que le contó a Niceto, allí no más en el vestíbulo, lo que según el Turco Yale había ocurrido en San Francisco. Perfumo contó que jamás había escuchado maldecir en tantos dialectos españoles y latinoamericanos como aquella noche y que Niceto no paró de maldecir desde el vestíbulo a la cocina, donde siguió maldiciendo mientras le hincaba el diente a un costillar de cerdo recubierto de tanto ají molido que, más que un costillar de cerdo, parecía una casa con techo de tejas rojas. Eso parecía, dijo Perfumo: un chalet californiano.
Perfumo contó que, siendo él tan amigo de Iriarte y sabiendo cuánto cariño sentía Iriarte por Niceto, se vio obligado a hablar.
—¿Tanto picante no le va a hacer mal para la úlcera? —le dijo. Perfumo dijo que Niceto había dejado de maldecir, pero no de comer, y que lo había mirado como si él, Perfumo, hubiera sido el pedazo más sabroso del costillar.
—¿De qué úlcera me está hablando? Tengo un estómago de fierro —dijo Perfumo que replicó Niceto.
Perfumo dijo que después Niceto fue y sacó un auto del garaje, y que lo que sacó fue el Dodge 36 en cuyos ceniceros quien más quien menos de nosotros había aplastado más de un pucho. Y que el Dodge estaba, por fuera, igual que antes, pero que en cuanto Niceto soltó la marcha atrás, el Dodge empezó a toser y Niceto a maldecir, a maldecirlo a Iriarte, quien, según Niceto, había dejado el Dodge con una potencia apenas orgullosamente mayor que la de una bicicleta. Y que en el instante en que salieron a la ruta, Niceto empujó a fondo el pie del acelerador, pero que la aguja del velocímetro llegó a los sesenta y cinco kilómetros y se quedó firme allí como una columna del alumbrado público pese a que Niceto hacía tantos movimientos con el pie derecho que realmente parecía estar pedaleando. Todo esto lo hizo Niceto, contó Perfumo, sin dejar de maldecir a la maternidad —en abstracto, dijo Perfumo que pensó—, y que lo que Niceto parecía era un arma de repetición, de esas que cargan cien tiros así como nosotros le pegamos una pitada al cigarrillo; porque si bien algo de lo que decía empezaba con i o con c, el sonido predominante empezaba con p o tenía una p en alguna parte, como si Niceto hubiera estado haciendo «pim pam pum»; pero claro está que no decía «pim pam pum» sino otra cosa. Y que cuando llegaron al puente de Timbúes, Niceto miró el reloj pulsera y volvió a disparar el arma, no sin que dejara de entendérsele que con el Ford 47 ya habrían estado en Barrancas; y que cuando llegaron a Barrancas, Niceto prosiguió el rosario mientras decía que con el Ford 47 ya habrían estado en Santa Fe. Perfumo contó que entonces él comprendió, pero que no dijo en voz alta lo que había comprendido porque un sopapo de Niceto debía de ser algo así como el coletazo de una ballena.
—El Ford 47 es el que Iriarte preparó para el transporte de gallinas al por mayor —dijo Perfumo que pensó.
Llegaron a San Francisco a las diez de la mañana. Perfumo dijo que dieron la vuelta a tres manzanas y encontraron la Jefatura de Policía; y que el milico que les cerró el paso resultó ser correntino, por lo cual Perfumo dijo que se sintió francamente desorientado. El oficial que los atendió luego fue más expeditivo: miró en un libro de tapas negras y les informó que Iriarte —«Germán Iriarte» fue lo que dijo— estaba en el hospital municipal; y Perfumo explicó que dijo algo más, algo así como «elo ciso», que él no entendió claramente; pero que cuarenta minutos después comprendió que lo que había querido decir era «el occiso». Y que el oficial les explicó con tanta precisión dónde estaba el hospital municipal, que tardaron treinticinco minutos en encontrarlo. Pero que podrían haber demorado más todavía sin cambiar las cosas, porque cuando llegaron hacía ya cuatro horas que Iriarte había pasado a peor vida en tierra extraña.
Perfumo dijo que entró con un nudo en la garganta en la sala donde yacía Iriarte. Pero que el instante de enfrentarse con el muerto no se caracterizó por el religioso recogimiento; porque apenas Niceto lo vio a su hermano —no lo vio porque estaba tapado; pero sabía que era él— empezó otra vez a maldecir de tal manera que hasta la enfermera que los acompañaba, que según Perfumo debía de tener una vasta experiencia masculina, se retiró con gesto de ofendida. Después lo vieron a Iriarte, le vieron la cara. Perfumo dijo que no parecía estar muerto, salvo por el tinte verdoso que había tomado la piel.
—Como el paño muy usado de una mesa de casín —explicó Perfumo, sabiendo que era la comparación más accesible para nosotros.
Dijo después que no siendo infinito el repertorio de Niceto, quedarse mucho tiempo allí era completamente inútil. Y que entonces recordó el mensaje que le había dado el oficial en la Jefatura. Aclaró que pedirle el Dodge a Niceto habría sido un acto suicida, por lo que volvió a pie a la Jefatura y que quizá de ese modo ganó varios minutos. Cuando llegó le dijeron que lo estaban esperando.
El Turco Yale no estaba en el calabozo. Estaba en la sala de guardia, tomando mate y de gran palique con el escribiente. Perfumo contó que hacia la mitad de la charla, el Turco lo invitó a almorzar con él allí, en la sala de guardia, pero que él, Perfumo, no aceptó porque de solo imaginarse que Niceto lo andaba buscando se le ponían los pelos de punta. Dijo que tuvo que insistir como un condenado para que el Turco le contara lo que había sucedido; porque al Turco solo lo preocupaba el camioncito.
Al fin el Turco le contó. Dijo que cuando Iriarte había llegado esa vez a San Francisco, medio San Francisco estaba esperándolo. Porque Iriarte, en el viajecito anterior, había dejado a un tercio de la población sin el metálico suficiente para efectuar cualquier gasto superfluo —y Perfumo contó que el Turco, turco al fin, había dicho «en calzoncillos»—. Y que por eso, esa noche había tanta gente en «El Cardón» que para entrar había que mostrar cualquier credencial de empleado público o algo así; y que entonces resultó que, en San Francisco, o había tantos empleados públicos como sujetos que anduvieran entre los dieciocho y los setenta años o había que pensar directamente en una falsificación. El Turco dijo que el retaceo duró más de media hora, porque nadie quería saber nada de jugarle a Iriarte ni mano a mano, ni con ventaja, ni a razón de dos manos contra una de Iriarte. Al fin un tal Lescano fue empujado hacia el lugar donde se efectuaban las tratativas y entonces se convino en que Iriarte jugaría las dos primeras rayas de cada partida parado sobre el pie derecho, y las dos últimas sobre el izquierdo. Aquí dijo Perfumo que el Turco, contando, se había indignado.
El Turco dijo que esa era una ciudad de tramposos, porque el tal Lescano no era sanfranciscano, sanfrancisquense ni nada que se le pareciera, sino que era un jugador de Rafaela especialmente traído para enfrentarlo a Iriarte, y al que se le había enseñado en veinticuatro horas el suave tonito cordobés de la zona. Y que él, el Turco, al final de la segunda partida le había aconsejado a Iriarte que dejara para otra oportunidad la requisa del metálico que un tercio de la población de San Francisco había juntado, moneda tras moneda, en los últimos dos meses, pero que Iriarte se había negado. Y que al final de la tercera habían perdido todo lo que habían ganado honradamente en veintitrés pueblitos del área Córdoba-San Francisco, pero que Iriarte se había obstinado en seguir.
—Esperá a que el taco de ébano empiece a funcionar —dijo el Turco que le había dicho Iriarte.
Fue casi al terminar la cuarta partida cuando a Iriarte se le ocurrió lo de la trampa. El Turco le contó a Perfumo que Iriarte debió pensar que, con la emoción de los últimos tantos, nadie se daría cuenta del cambio de pie. Porque a él le tocaba jugar parado sobre el pie izquierdo, que era el más débil de los dos, pero que en cierto momento se paró sobre el derecho y entonces, en un par de minutos, se puso a tres tantos de salir. El Turco dijo que no fue Lescano el que lo advirtió, sino un indiecito que estaba sentado en la primera fila, que gritó:
—¡Cambió de pie el hijo'e puta! —y allí no más se arrojó encima de Iriarte blandiendo un enorme facón de carnicero. El Turco aclaró que si el indiecito lo había destripado a Iriarte, había sido porque para clavarle el facón más arriba habría tenido que subirse a una escalera.
Perfumo contó que, cuando salió de la Jefatura, no tenía muchas ganas de cumplir el encargo que le había hecho el Turco; pero que al fin fue. Encontró rápido el galpón que le había descripto el Turco y habló con la mujer del encargado. Después fue hasta el almacén de la esquina y compró maíz, alpiste y todo el pan duro que pudo conseguir. Volvió al galpón y dijo que no le habría hecho falta mirar la patente de Rosario para descubrir que ese era el camioncito del que le había hablado el Turco. Porque eso no era solo un camioncito sino una especie de jardín zoológico rodante, un jaulón de madera y alambre dividido en compartimientos en los cuales, estrictamente separados por especies, había gallinas, pavos, canarios y corderos que armaban todos juntos una batahola digna de mejor causa. Entonces puso el pan a remojar en un tacho con agua y luego volvió y puso el alpiste y el maíz donde correspondía. Después buscó el pan remojado y lo colocó también donde correspondía. Perfumo dijo que solo cuando estaba terminando advirtió que había empezado a maldecir con la misma entonación y el mismo volumen de voz que Niceto.
Después volvió al hospital, pero Niceto ya no estaba. Perfumo dijo que estuvo una hora llamando por teléfono a medio San Francisco para tratar de ubicarlo a Niceto, pero que siempre le respondían, además de otras cosas, que no lo conocían o que acababa de irse. Entonces cayó en la cuenta de que, entre pitos y flautas, casi se había olvidado de cumplir el encargo que se había hecho a sí mismo desde que, a la mañana, en la Jefatura, habían hablado con el oficial. Dijo que en seguida vio clarito que el único que podía sacarlo del paso era el Turco Yale, de manera que volvió otra vez a la Jefatura y pidió hablar con el Turco.
—Cómo no. Pase, señor —dijo Perfumo que le dijo otro oficial que no era, por supuesto, correntino.
Perfumo dijo que cuando entró en la sala de guardia lo encontró al Turco repantigado en un sillón de cuero negro, fumando y leyendo Los Principios a metro y medio de un ventilador igualito al que él había visto una vez en el despacho del presidente de Rosario Central; «porque hacía calor», dijo Perfumo. Cuando supo para qué había vuelto Perfumo, el Turco le dijo:
—Pero sí, hombre. No me cuesta nada. —Y entonces fueron los tres, el escribiente, Perfumo y el Turco, a hablar con el oficial principal, al que encontraron transpirando a mares, porque lo que allí faltaba era el ventilador que hasta el exacto instante en que el Turco había ingresado en la Jefatura, debía de haber estado sobre una repisa que ostentaba en el borde, con letras doradas, una leyenda. Perfumo dijo que él se acercó y leyó. «Dios, Patria, Honor», dijo que decía.
Volvió para escucharlo hablar al Turco. «No hay ningún inconveniente, Saúl», dijo Perfumo que respondió el uniformado. El Turco Yale dio la garantía —por pura formalidad, como recalcó Perfumo que había recalcado, repartiendo sonrisas, el principal—. Se sentó en el silloncito reclinable que había estado usando el principal y firmó un recibo por triplicado.
Dijo Perfumo que después, sin dejar el silloncito, sacó un paquete de importados de contrabando y convidó.
Perfumo contó que cuando salió de la Jefatura, llevaba el taco de ébano bien apretado bajo el brazo. Estaba tan contento que, para variar, se metió en un café y estuvo dos horas mirando cómo unos chiquilines manoseaban lastimosamente una mesa de billar. A las cuatro dio con Niceto.
—Váyase a la estación de ferrocarril —le dijo Niceto, y estaba Perfumo en el andén cuando vio que cinco tipos venían trayendo un ataúd sobre los hombros. A los diez segundos apareció Niceto, más inconfundible que el propio ataúd, aunque un poco menos morocho.
Perfumo dijo que Niceto ni se fijó en lo que él, Perfumo, llevaba bajo el brazo. Fueron juntos a ver cómo colocaban el ataúd en el furgón, y fue entonces cuando Perfumo pudo observar el juego de comedor estilo Segundo Imperio y contar los veintidós banquitos de paja rafia. Dijo Perfumo que Niceto lo estaba hablando.
—Usted viaje en el tren. Yo voy con el Dodge. Pero no se aflija: no va a llegar antes que yo. Es un tren carreta. Para en todas las estaciones a echarse una meadita y sigue —le dijo Niceto, y Perfumo contó que, sin dejar de mirarse, ambos habían empezado a maldecir.
Fue de la estación misma desde donde nos llamó Perfumo por encargo de Niceto. De modo que cuando llegó el tren, ya estaba el coche fúnebre parado a la puerta de Rosario Norte. Y cuando el féretro entró en la casa de la calle Cochabamba, ya estaban también, apoyadas contra la pared del frente, bajo el balcón de hierro, las dos coronas que había hecho preparar Bertolino: la que decía «De Niceto, su hermano del corazón» y la otra, la nuestra, que rezaba «De La Gran Victoria, su segundo hogar. Q. E. P. D.».
No faltó al velorio ni uno solo de los muchachos. Hasta don Luna apareció, con dos botellas de ginebra y medio kilo de café para pasar la noche. Tuvimos que arreglarnos solos como buenos solteros, porque la falta de mujeres fue total, absoluta; a tal extremo lo fue, que Bertolino estuvo a punto de ir a despertar a la turquita; solo su sentido un tanto particular de la propiedad privada pudo disuadirlo a tiempo. De manera que así se nos fue la noche, entre charla y charla y una que otra partida de truco en la cocina. El Gordo López había llevado, por si acaso, un par de dados; pero no los utilizamos, porque jugar al pase inglés con la puerta de calle abierta habría sido una imprudencia, aun siendo aquello un velorio con todas las de la ley.
El que no se asomó por la cocina en toda la noche fue Perfumo. No hubo ni necesidad de que se explicara, porque sabíamos que había echado sobre sus hombros la tarea de acompañarlo a Niceto y consolarlo. Pasaron la noche en el dormitorio de Niceto, previa requisa que hizo Perfumo, en una fugaz incursión a la heladera eléctrica, de dos botellas de vino reserva y de media mortadela de ternera. A la mañana siguiente Perfumo nos contó, si no todo, sí, por lo menos, lo más interesante.
Lo contó cuando ya afuera de El Salvador y después de empujar el Dodge, que no quería arrancar, nos metimos en el café que está frente a la Mixta. Puso el taco de ébano sobre la mesa, lo cubrió con los brazos como lo hubiera hecho una gallina con sus pollos, y nos contó.
Dijo que al final Niceto se había resignado, no solo a la muerte de su hermano, sino también a tener que volver a San Francisco para recuperar el Ford 47, que había sido retenido por la policía de allá hasta que el juez ordenara su devolución. Dijo que Niceto había dejado de maldecir y que lo único que parecía tener eran ganas de dormir. Fue entonces cuando Perfumo le dijo que le habría gustado mucho conservar algún recuerdo del finado. Perfumo dijo que Niceto lo miró con ojos de vaca, enternecido.
—Elija lo que más le guste, Roque —le dijo luego, porque Perfumo dijo que Niceto le decía ya Roque tan naturalmente como nosotros le decíamos Perfumo. Entonces Perfumo fue un momento hasta la sala mortuoria y volvió con el taco.
—¿Puedo quedarme con el taco de ébano, Niceto? —le dijo.
Perfumo contó que Niceto, primero, se puso pálido y que después se paró de un salto y lo abrazó (y que entonces él, Perfumo, tuvo una cabal idea de lo que debía ser morir estrangulado por una cobra).
—¡No, Roque, no! ¡Ese taco no! ¡Por su culpa lo mataron a Germán! ¡Es negro, negro como la muerte, Roque! —dijo Perfumo que Niceto gritó y que lo repitió tantas veces que él, Perfumo, si no hubiera estado tan ocupado en tratar de respirar, le habría puesto música. Pero él, Perfumo, no cedió y cuando pudo librarse de la morsa acunó al taco entre los brazos como si el taco hubiera sido el hijo que no tenía.
—Por qué no, Niceto. Mire qué lindo es… —le dijo luego.
Perfumo contó que Niceto dejó caer los brazos y se sentó. Y que no volvió a mirarlo a la cara hasta después que habló, pese a que estuvo en silencio más de diez minutos.
—Está bien, Roque. Haga su voluntad. Pero no vaya a decir después que no traté de impedirlo —dijo Perfumo que le dijo al fin Niceto sin mirarlo.
***
III. Perfumo y los griegos
Todo esto lo contó Perfumo matizándolo con esa risa flaquita y moderada que a cada rato tenía que estarle pidiendo permiso a la del Gordo López para que alguien pudiera escucharla. Pero esa vez no tuvo problemas, por lo menos hasta la parte final de la historia. Porque fue hacia el final cuando el Gordo López dejó súbitamente de reírse. Y el instante pudo anotarse porque, casi automáticamente, Peire, alzando la cabeza, preguntó si los tranvías habían dejado de pasar. Y cuando Perfumo terminó de contar, el Gordo estaba mirando el taco de ébano desde tan cerca que más bien parecía estar sintiéndole el olor.
—¡La pucha! —lo escuchamos decir—. Yo ni loco. De verdad que tiene color de velorio.
El buen humor de Perfumo soportaba esa mañana, pese al sueño, cualquier cosa.
—Muy bueno, Gordo —le dijo, haciendo galopar por media cancha, y sin montura, a la risita—. Por si llegás a tener razón, nombro ahora mismo heredero a Bertolino.
Nosotros, los muchachos, lo miramos con envidia a Bertolino, y fue de esto de lo que hablamos, después de la siesta, en el café. Porque si nosotros hubiéramos nacido veinte años antes y no veinte años después, a lo mejor Perfumo, en lugar de decir Bertolino, habría dicho el Mingo, o Lorenzo, o Arancibia chico o el nombre de cualquier otro de nosotros. Entonces quisimos felicitarlo y, en cuanto lo vimos solo, lo apartamos. Bertolino arrimó una silla y se sentó.
—No tanto —dijo, dejándonos de una pieza.
Pasó un minuto antes de que siguiera hablando.
Prendió un cigarrillo como lo hacía siempre, haciéndolo girar entre los dedos y pasándole la cera del fósforo a la otra punta.
—No tanto —repitió luego, y siguió—: El Gordo podrá ser gordo, pero no estúpido. Yo mismo no sé ya qué pensar. Porque ya van tres que entierra.
Fue el Mingo el que preguntó, pero maldito sea si alguno de nosotros comprendía una jota.
—¿Quién? —dijo el Mingo.
—¿Cómo quién? El taco —dijo Bertolino—. Ese taco. Quise decir que no sé si es un taco o una pala.
El Mingo sonrió como teniéndole lástima a Bertolino.
—Ah —dijo —. Pero en tal caso serían dos: Iriarte y Landa, me parece.
—Tres —repitió Bertolino.
Dijo que nosotros no podíamos saber nada porque en aquel tiempo debíamos de estar enamorados de la maestra de sexto grado, pero que él, en ese tiempo, ya hacía trece años que había hecho el servicio militar. Contó que la cosa había ocurrido allí, en el café, junto a la mesa dos, un sábado de julio por la tarde. Dijo que había sido en ese taco donde se había enredado el viejo Corrales.
—Bajó el taco, quiso caminar, se enredó en el taco y… pobre viejo —dijo Bertolino, y ya se estaba parando—. Doble fractura de cadera. No se levantó más. —Lo miró al Mingo, que lo estaba mirando—. Tres, como te decía —le dijo, y los contó con los dedos—. Y por eso te decía también que no sé si es un taco o una pala de esas que usan los sepultureros. Aunque también podría ser un pasaporte.
No fue mucho tiempo después de esta charla —estábamos, eso sí, adentrados en el verano— cuando Perfumo consiguió aquel trabajo. Él mismo se encargó de explicárselo a medio mundo, para que no quedara en pie ninguna confusión capaz de afectarlo en su prestigio: dejó bien aclarado que él no había salido a buscarlo, sino que habían venido a ofrecérselo, y que entre salir y venir existe la misma diferencia, y más aún, que entre una mujer y un hombre. Quizá alguno le creyó, no que la explicación fuera cierta o exacta, sino que al fin había aparecido sobre la faz de la tierra un trabajo al que él juzgara digno de recibir su caudalosa suma de experiencia y sabiduría. Pero la tarde en que apareció por el café y mostró la chapa plateada y la cartuchera de cuero marrón con la 45 bien encajada adentro, tuvimos que creerle.
Perfumo nunca pudo saber que nosotros llegamos a enterarnos de quién había sido el gestor de aquel empleo. Porque un año después de aquella exhibición de poderío, el Mingo y Arancibia chico contaron que lo habían encontrado al Turco Yale. Contaron que, yendo hacia el centro a pie, habían escuchado que alguien los chistaba y que, al darse vuelta, lo habían visto al Turco, sentado al volante de un Kaiser Carabela y con la cabeza cubierta por un orión que debía de ser tan caro como el motor del Carabela. Se habían arrimado —el Mingo recalcó que el Turco no se había sacado el orión, seguramente no por falta de educación, sino para que él y Arancibia chico siguieran viendo, y lo contaran después, que usaba un orión— y hablado, por supuesto, de Perfumo. El Turco Yale les había dicho de inmediato que había sido él quien le había conseguido a Perfumo aquel puesto, y que Perfumo, si no hubiera sido por lo sucedido, habría hecho carrera en la repartición.
—Yo le estaba muy agradecido. Una vez, en San Francisco, me dio una mano grande en varios negocios importantes. ¡Qué lástima! —dijo el Mingo que había dicho el Turco, y nosotros volvimos a ver el camión-jaula-zoológico y a Perfumo con las manos engrudadas de pan remojado. El Mingo contó que después el Turco puso el coche en marcha, pero que antes les extendió una tarjeta.
—Alguna vez puede servirles. Nadie puede saber —les había dicho. El Mingo y Arancibia chico habían leído la tarjeta al llegar a la esquina. Después la vimos todos en el café. Esto leímos: «Saúl Yale, presidente de la Cámara de aves, huevos y afines».
Esto sucedió un año después, pero el caso fue que un año antes Perfumo empezó a desempeñarse como auxiliar en la división Seguridad Personal de la Jefatura. Cumplía horario de tarde, hoy de vigilancia en un barrio y mañana en otro, en una tarea que no le acarreaba ningún problema, rutinaria y tranquila, ideal. No fue uno solo de nosotros el que soñó con acompañarlo a Perfumo en sus diarias recorridas, pero el que se lo dijo —justamente Lorenzo, el más callado de todos— recibió como respuesta un jueves siete. Perfumo le dijo que no se conformaba con las sobras, y agregó que tanto la función como el horario estaban tan poco hechos para él como un delantal de carnicero. Una tarde, rumiando siempre su disconformismo, censuró agriamente los males de la burocracia argentina y a punto seguido juró no descansar hasta lograr el pase a un sitio más adecuado a su naturaleza y aptitudes. Y lo logró, según dijo, por sus propios méritos, aunque diez meses más tarde el Turco Yale aparecería para sembrar la duda en los que lo habíamos escuchado: a los dos meses lo trasladaron, en calidad de ayudante, a la comisión formada para la represión de los juegos prohibidos.
Lo primero que le cambió fue la cara. Porque no solo estaba de por medio el cambio de destino, sino también el de horario. Empezó a trabajar de noche, entre las once y las cinco de la mañana, aunque más bien que ir a trabajar parecía haberse puesto de novio y tener cita con la muchacha todas las santas noches. Porque comenzó a usar una ropa de día feriado que pocas veces se había visto en el café: traje cruzado azul marino, camisa blanca, corbata de seda a lunares y zapatos negros de charol. Vestido así pasaba por el café antes de tomar servicio, y a veces ni se sentaba para no arrugar la raya del pantalón. «Un dandy», comentó una noche Peire, perplejo, mirándose el saquito gris de segunda mano.
Esto era de noche, los cinco minutos en que Perfumo bebía su café tres cuartos y seguía. Porque de tarde lo teníamos con nosotros las cuatro o cinco horas reglamentarias. Aunque, en cierta manera, no era ya el mismo de antes, pues no se le podía ni hablar de jugar una partida al casín o de pasar el rato haciendo correr los dados sobre la mesa. Lo único que pedía era que lo dejaran tranquilo. Se apoltronaba en una silla, opinaba si no tenía más remedio y de tanto en tanto tomaba una copa de leche tibia. Una tarde, así, como tocando tierra, dijo que él nunca había sospechado que el trabajo nocturno fuera tan agotador. Lo dijo serenamente, sin aspaviento alguno, pero uno de esos escépticos que nunca faltan —Palomo, en este caso, que en un tiempo había hombreado bolsas en un molino harinero— dejó oír que, según su humilde parecer, Perfumo estaba exagerando. Perfumo se encrespó como un gallo de riña.
—Hay que moverse, viejo. Hay que moverse toda la noche —le replicó. Y en realidad debía de moverse tal cual lo afirmaba, porque tres meses después recibió el primer ascenso.
Fue por esa época cuando nosotros advertimos que Perfumo, antes de salir a tomar servicio, pasaba por el mostrador y buscaba el taco de ébano. Tiempo después, recordando cosas, don Luna contó que Perfumo había retirado el taco desde la primera vez que había cambiado de turno y de tarea, pero como cuando nosotros lo descubrimos no sabíamos nada, no estuvo muy fuera de lugar el que dijo que tal vez fuera el oficio lo que lo había vuelto desconfiado a Perfumo, porque no cabía más que pensar que Perfumo tenía miedo de que se lo usáramos en su ausencia o, más todavía, de que pudieran robárselo. Esta hipótesis duró exactamente quince días pues una noche Crespi, que volvía temprano y desplumado de una partida de monte, contó que lo había visto a Perfumo en un bar de la avenida Alberdi jugando al casín con un morocho alto y macizo que si no era comisario debía de estar por serlo a la brevedad. Para que Crespi se asombrara de algo, debía de ser grande la cosa.
—Estaría franco —dijo Bertolino, fiel amigo. Crespi se le rió en la cara.
—¡Qué franco ni qué franco…! —le contestó—. Parado, junto al cordón, estaba el auto de la policía con chofer y todo.
Bertolino no se quedó con la duda. A la tarde siguiente lo paró a Perfumo en la puerta del café. Nosotros, de lejos, vimos que Perfumo sonreía con ese dejo de cansancio vespertino que no lo abandonaba. Después Bertolino nos contó. Contó que Perfumo le había dicho que no era nada.
—¿Cómo, nada…? Te vieron —le había contestado Bertolino.
—Muy natural, viejo —le había dicho Perfumo, sin mosquearse—. Entre comisión y comisión, el inspector y yo jugamos alguna partidita. Pero vos ves que yo, de tarde, argentino.
Bertolino no le preguntó más porque por ese tiempo ya Perfumo no iba a tomar servicio, sino que venían a buscarlo. El auto azul de la policía se paraba frente al café y entonces ya no era como antes, cuando Perfumo salía medio disparando después de preguntar la hora. No solo porque ya tenía reloj, sino también porque se contentaba con hacerle una seña al chofer y se quedaba con nosotros el tiempo que quería, luciendo su estampa a la luz de la lámpara de la vidriera. Una noche, en rueda chica, dijo que lo único desagradable de ese asunto era la patente blanca del auto de la policía. Bertolino contó que a Ariotti le había parecido muy gracioso el comentario, y que Perfumo, torciendo la boca, le había respondido que cuando uno no comprende no debe hablar.
—Claro, viejo —había dicho después, como dándole una clase a Ariotti—. Te ubican de lejos. Cuando querés iniciar el procedimiento, ya la chapa blanca corrió a medio mundo. Tendrían que darnos un auto común, y sin chofer. Pero en este país, ni soñar. Así te explicás cómo está la delincuencia. —Después, con el taco de ébano bajo el brazo, había subido al coche y se había sentado en el asiento posterior—. Vamos, negro. A la Costanera —contó el Mingo, curioso como él solo, que le había escuchado decirle al chofer. Estábamos en aquel julio en que hizo tanto calor en Rosario, que hasta los bares de la Costanera sacaron mesitas a la vereda.
Seguramente Perfumo no habría cambiado de conducta si no hubiera sido por los griegos. Los griegos eran seis, pero antes habían sido cuatro y en un principio dos. Más todavía, en un principio habían sido dos para el café —en el tiempo en que Iriarte empezaba a dedicarse a los negocios—, pero para la zona, uno. A este uno, que mientras fue uno solo no pisó el café ni para ver cómo era, lo descubrimos sin necesidad de caminar demasiado. Porque un día, el italianito que atendía el quiosco que está al lado de la sastrería, puerta de por medio con el café, bajó más temprano la persiana y desapareció. La persiana estuvo baja dos días —lo cual nos ocasionó más de un trastorno—, y al tercero, cuando se alzó de nuevo, no fue el italianito el que lo hizo sino un rubio fornido y cincuentón que resultó ser griego. Para nosotros, todo siguió como antes: pasábamos, comprábamos cigarrillos y seguíamos. Pero, un mes después, a la vuelta del café, en un cuchitril que da a la calle, en el que durante años habíamos visto a un joyero agachado sobre una mesa cuajada de baratijas, se abrió otro quiosco y resultó también que el sujeto que lo atendía, también rubio, también fornido, pero esa vez cuarentón, era otro griego.
—Cosa curiosa —dijo mucho después Ariotti que había comentado Bertolino.
Estos dos fueron los griegos que una siesta de agosto entraron en el café y le pidieron a don Luna que abriera la mesa de casín que daba al fondo del salón. Nosotros no nos dimos cuenta, y cuando Arancibia chico vino y contó, ya era demasiado tarde para que nos riéramos como correspondía. Porque Arancibia chico contó que él, primero, se había quedado boquiabierto y que hasta se había olvidado de que su intención era ir al baño. Dijo que había estado mirándolos más de cinco minutos, porque muy bien los dos sujetos podían haber estado divirtiéndose y no era el caso correr el riesgo de chasquearse. Pero que al final se había acercado y les había explicado que a la bola había que pegarle con la punta fina del taco y no con la gruesa, y que no era lo mismo porque la gruesa servía para apoyar el taco contra el suelo, si uno quería apoyarlo, claro estaba.
—Ah —dijo Arancibia chico que dijeron los griegos.
Lo que contó Arancibia chico sirvió, por lo menos, para que, de lejos, empezáramos a mirarlos. Porque todas las tardes, a eso de las tres, los dos griegos entraban, abrían la última mesa, jugaban un par de partiditas y se iban. Entonces, un mes después vimos que los dos griegos eran tres. Porque el tercero, el recién llegado, el nuevo, si no era hijo podía muy bien ser hermano o sobrino de los otros dos, y si era un poco menos rubio, un poco menos fornido y treintón, no por eso debía de ser menos griego que los otros. Y vimos también que los otros dos le estaban explicando al nuevo que a la bola se le pegaba con la punta fina del taco.
—A que está diciendo «ah, ah» —dijo el Mingo. Pero lo realmente importante lo dijo el Gordo López, lo que venía a demostrar que lo que Bertolino diría seis meses más tarde era exacto: que el Gordo López podía ser gordo, pero no estúpido.
—Se habrá abierto otro quiosco —dijo el Gordo López.
El tercer quiosco estaba también en nuestra manzana, a ciento treinta metros clavados del segundo, de modo que si hubiéramos marcado una puerta en la pared posterior del café y, a partir de allí, abierto un corredor que atravesara la manzana, habríamos desembocado justo en el tabique de terciada en cuya parte anterior el tercer griego había apoyado la estantería para los cigarrillos. De manera que si hubiéramos tenido la peregrina idea de correr una maratón alrededor de la manzana, habríamos estado seguros de que a cualquiera podría faltarle el aliento, pero cigarrillos no. Y si ya tres quioscos eran un abuso y cuatro habrían sido derechamente una barbaridad, no era tan ilógica la futura aparición de un cuarto griego. A esta conclusión llegamos una tarde, filosofando sobre estas cosas mientras los tres griegos jugaban sus partiditas en la mesa del fondo. Mejor dicho, a esa conclusión llegó Bertolino, y el resto consistió en comentarla.
—No se puede jugar toda la vida al casín de tres. Allí hace falta el cuarto, para que haya dos parejas —dijo Bertolino, mirándolo al Gordo López. Y el Gordo López dijo que sí.
Durante dos meses, sin embargo, siguieron siendo tres y nosotros creímos que el Gobierno, con sano criterio, había cerrado la inmigración a los griegos. Pero una tarde vimos que eran cuatro. Por ese tiempo nosotros andábamos alborotados con las idas y vueltas de Iriarte y del Turco Yale, de manera que cuando lo vimos, ya los otros tres debían de haberle explicado con cuál de las dos puntas del taco se le pega a la bola de casín.
Y lo que discutimos mientras los cuatro griegos, formando parejas, jugaban sus partiditas no fue que el cuarto fuera griego, porque bastaba con mirarlo para darse cuenta de que era hijo del primero, o hermano del segundo o primo del tercero, sino cuál podía ser su oficio, profesión u ocupación temporaria. Tenía que caer sobre nosotros, los muchachos, la tarea de seguirlo para comprobarlo. Pero lo que no habíamos sospechado fue que tendríamos que seguirlos.
Porque salieron los cuatro juntos, y cuando el primero, apenas pasada la sastrería, entró, los otros tres siguieron juntos. Y cuando doblaron y cincuenta metros más allá entró el segundo, los otros dos siguieron juntos. Y cuando los dos doblaron y el tercero entró, nosotros dijimos: «Ahora el cuarto va hasta la esquina, toma el tranvía y no le vemos más ni el pelo». Pero cuando el cuarto llegó a la esquina y dobló, dimos un salto, corrimos y espiamos.
Todavía no había entrado; pero entró. «Bueno, pero puede ser médico, zapatero, electricista», dijo el Mingo cuando empezamos a arrimarnos. Entonces lo vimos: estaba sentado en la banqueta clásica, con los brazos cruzados y mirando el vacío con cara de aburrido. No debía llevar, detrás de esa vidrierita, más de veinticuatro horas, pero parecía estar allí desde tiempo inmemorial, casi como si hubiera sido puesto allí junto con la piedra fundamental a partir de la cual se había levantado el barrio o la ciudad.
—¿Cigarrillos…? —nos dijo.
En el café no quisieron creernos. Ariotti, que era cabo de la reserva, quiso ir en persona a inspeccionar. Cuando volvió se expresó en términos estrictamente militares.
—Es lo que se llama un copamiento por movimiento envolvente —dijo Ariotti.
Los otros dos —griegos y quioscos respectivos— aparecieron juntos dos meses y pico más tarde, como si el Gobierno hubiera resuelto matar dos pájaros de un tiro: estimular el cruzamiento de la sangre hispano-ítalo-argentina con la griega y conseguir que la totalidad de la población dejara la totalidad de sus sueldos en impuestos internos. Los nuevos quioscos no estaban en la manzana del café, pero sí en la calle del café, una cuadra hacia arriba el quinto y una cuadra hacia abajo el sexto, por lo cual Ariotti, puesto ya en técnico, volvió a decir que los griegos marchaban ahora hacia el copamiento de la ciudad tal cual avanza un frente de langostas: en profundidad pero sin dejar de ampliar la base. Todo esto no fue, por supuesto, motivo de preocupación sino de risa, pero lo que ocurrió al mes de ser seis los griegos nos tuvo, durante algunos días, con el ceño fruncido. Porque una tarde los griegos aparecieron jugando no en la última mesa de casín sino en la penúltima, y entonces Ariotti, que era el encargado de redactar los partes, dijo, papel y lápiz en mano y haciendo dibujitos:
—Fíjense cómo operan en dos frentes, el externo y el interno. Estos deben ser de la quinta columna.
Nosotros no les perdimos pisada durante varios días, porque si en algún momento llegaban a aparecer dos griegos más que ocupaban la última mesa, ya podíamos empezar a imaginar la escena de seis meses más tarde: catorce, dieciséis o veinticinco griegos que ocupaban las cinco mesas de casín y nosotros, amontonados como ovejas en el rincón más oscuro del café, como si el café hubiera estado en Atenas, Grecia, y no en Rosario, provincia de Santa Fe, República Argentina.
—Si no presentamos batalla ahora —dijo una tarde Ariotti sin soltar el lápiz— podemos empezar ya a capitular.
Nada de esto, sin embargo, sucedió. Los griegos siguieron siendo solamente seis. Eso sí, continuaron desplazándose, y de la cuarta mesa pasaron a la tercera, y de esta a la segunda; pero de la segunda no pasaron. Allí jugaban, pegaditos a nosotros, que ejercitábamos nuestras habilidades en la primera. Eran gente tranquila. No se metían con nadie, jugaban entre ellos un par de horas y se iban. Pero ya no tomaban todos hacia un mismo lado: tres iban hacia un lado y tres hacia otro.
Todo esto lo vio Perfumo tanto como nosotros. Y tanto nosotros como Perfumo vimos que los griegos no jugaban al casín por amor al arte, que no era solo por distraerse que los griegos venían todas las tardes al café y jugaban sus seis u ocho partiditas. Llevaban la contabilidad en la pizarra, una contabilidad extraña, cuajada de signos que ninguno de nosotros entendía aunque los mirara cinco horas. Ellos podían ser griegos, llamarse Alexis, Papadoulos o Poupilis y escribir y hablar en el idioma que mejor les pareciese, pero en ese aspecto se comportaban como si se hubieran llamado Palomo, Peire o Arancibia chico y hablaran en argentino y a gritos como nosotros: al final se acercaban a la pizarra, sacaban las cuentas y, cartera en mano, se pagaban hasta el último centavo.
Al parecer, la mirada de Perfumo empezó a cambiar más o menos hacia la época en que su dueño recibió aquel famoso primer ascenso. Esto, todavía, pudo contarlo Bertolino. Bertolino nos contó después que si el cuerpo de Perfumo seguía acusando aquel cansancio provocado por el trabajo nocturno, sus ojos habían empezado a despedir chispas. Bertolino dijo que cada vez que los griegos escribían sus numeritos en la pizarra, el cuerpo de Perfumo seguía quieto y blando en la silla pero que los ojos despedían chispas y bramaban como una locomotora, más que una locomotora todavía. Bertolino comentó que eso suele suceder cuando la profesión se hace carne en el hombre, y que no es bueno para la salud. «Desgasta», dijo, por lo cual él agradecía que no hubiera el menor peligro de que tal cosa pudiera sucederle. Esto comentó Bertolino, y agregó que el asunto de los ojos de Perfumo había durado más de un mes y que aquellos ojos de Perfumo le daban miedo a él mismo, a Bertolino, tanto miedo que estaba dispuesto a convencerlo a Perfumo de que ninguno de sus parientes, los de él, Bertolino, no había ni siquiera pasado una sola vez cerca de las costas de Grecia; y aquí aclaró que él no sabía si Grecia tenía costas, pero que era una manera de decir. Y así estaban las cosas, dijo Bertolino, cuando una tarde, en el instante en que los griegos arreglaban sus cuentas, él creyó escuchar que Perfumo había dicho «qué vergüenza». Bertolino añadió que Perfumo y él estaban solos en la mesa.
—¿Qué dijiste? —dijo Bertolino que le había preguntado.
Fue entonces cuando Perfumo pronunció aquel discurso que Bertolino dijo no poder transcribirnos exactamente a causa de su desgraciada memoria. Pero antes Bertolino dijo que Perfumo dejó de mirar la mesa donde estaban los griegos y que lo miró a él, y que entonces él, Bertolino, agachó la cabeza para dejar pasar la andanada, el chisporroteo, las llamas. Y que así, casi echado cuerpo a tierra, escuchó el discurso.
—Cómo no va a hundirse este país, cómo no vamos a ser uno de los
pueblos más atrasados de la Tierra si esta gente que viene de afuera, en
lugar de trabajar, se pasa las tardes jugando al casín por plata. Cómo vamos a salir de la crisis si estos griegos, en lugar de ir al campo a cosechar maíz, se juegan al casín lo que nos roban a nosotros, lo que nosotros, los argentinos, nos ganamos con el sudor de la frente. Qué vergüenza, Bertolino. Estos no son como los de antes, como tu viejo, Bertolino, como el mío. Y la culpa la tiene el Gobierno, que no los obliga a trabajar, como si las fábricas no estuvieran pidiendo obreros y no hicieran falta estibadores en el puerto. Qué vergüenza. Cómo vamos a ir para adelante, Bertolino, si estos griegos se pasan la tarde jugando al casín por plata —dijo Bertolino que le había dicho, más o menos, Perfumo.
Fue al día siguiente cuando Perfumo dijo lo otro, lo que faltaba. Esa vez no estaba solo Bertolino en la mesa, sino que había varios más, entre ellos el Mingo, que fue el que nos contó. El Mingo contó que esa vez Perfumo omitió el discurso, el que, por otra parte, era ya conocido por todos a través de la versión de Bertolino. El Mingo contó que Perfumo omitió el discurso y fue derecho al grano. Dijo el Mingo que a él también lo asustaron los ojos de Perfumo, pero que estaba tranquilo porque no había ningún griego que se llamara Mingo; que él creía, por lo menos.
—Hay distintas maneras de hacer patria. A estos griegos hay que darles una lección de esas que no se olvidan. Hay que enseñarles —dijo el Mingo que había dicho Perfumo.
El Mingo contó que entonces Ariotti había carraspeado como para que Perfumo lo escuchara.
—Pero no pensarás llevarlos presos ¿no? —había dicho luego, casi compungido. El Mingo contó que Perfumo, antes de responder, se había tocado la frente con un dedo, y Bertolino, días más tarde, agregó que a él, ese gesto y lo que vino atrás le habían recordado algo del finado Iriarte.
—Yo no sé quién puso aquí adentro la materia gris. Pero el que la puso lo hizo sabiendo que serviría para pensar. Porque si hubiera querido que sirviera para decorar, la habría puesto afuera ¿no te parece? —dijo el Mingo que Perfumo le había respondido a Ariotti.
Al parecer, Perfumo pensó durante una semana, o bien, como Bertolino opinaba muy reservadamente, ya lo tenía todo pensado y solo estaba tratando de acostumbrarse a la idea. Pero, ya sea a causa de estar pensando o de tenerlo todo pensado, los ojos de Perfumo se serenaron a tal punto durante esa semana que, decía Bertolino, cuando miraban la mesa donde jugaban los griegos parecían no solo aprobar todo, anotaciones, resumen final y buenas tardes, sino que además reflejaban una especie de anhelo fraternal, de solidaridad, de amor entrañable. Bertolino contó después que no era siempre así, porque a veces los ojos de Perfumo se encabritaban, la locomotora volvía a despedir chispas y a él, a Bertolino, le daban ganas de salir disparando del andén y que entonces la cara de Perfumo demostraba que Perfumo entero estaba haciendo un esfuerzo tremendo, como si hubiera estado sosteniendo una pesa de cien kilos al borde de un edificio de treinticinco pisos; pero que poco a poco los ojos de Perfumo recuperaban la serenidad, hasta que volvían a reflejar aquella simpatía, aquella cordialidad, aquel amor.
—Digan que no sonríe, que si no sería igualito a la mujer que está en la tapa de El Motor Ilustrado, esa revista que trae Peire —había dicho Bertolino.
—¿La Gioconda? —había saltado Lorenzo, que algo sabía de mecánica.
—Esa misma. Igualito a la Gioconda —había afirmado Bertolino.
Nosotros nos limitamos a pedirle a Peire que trajera la revista, y cuando Peire, a los diez días, se acordó y la trajo, opinamos que Bertolino había estado un tanto exagerado. Pero, por ese entonces, ya Perfumo había tomado la extraña costumbre de dar unos extraños paseítos por el café y de pararse a conversar con cuanto tipo se le cruzaba en el camino. Sucedía como si se hubiera propuesto demostrar que no solo la mirada quería ser cordial, sino que todo él era la estampa viva y errante de la cordialidad, y si nosotros lo veíamos reírse y no lo escuchábamos, era por la sencilla razón de que la risa flaquita y circunspecta de Perfumo estaba hecha para una cena en la embajada y no para el café. Bertolino se lo preguntó una tarde delante de todos cuando Perfumo, después de su segundo o tercer paseíto, volvía hacia nosotros bordeando la mesa de los griegos.
—¿Para quién te estás vareando, Perfumo? —le preguntó Bertolino.
Perfumo lo dijo en voz alta, a fin de que todos escucharan.
—No somos monos ¿no? Porque hasta los monos alternan con los otros monos, me parece —respondió.
Bertolino contó que Perfumo, después, en un aparte, le había dado un reto de Señor y Padre Nuestro, y que había llegado a amenazarlo con explicarle también a él, a Bertolino, su amigo casi de la infancia, para qué alguien le había puesto al hombre esa cosa gris debajo del cabello y no precisamente encima. Fue por eso, por precaución, que nadie le preguntó nada a Perfumo acerca del traje. Porque no solo estaba el asunto de los paseítos, sino también lo del traje, un traje gris clarito, de entretiempo, con el que Perfumo había empezado a aparecer por el café después de los primeros paseítos de los primeros días, traje gris clarito que estaba con el azul marino de la noche en la misma relación que, en otra época, había estado aquel Dodge 36 de Iriarte con el Ford 47, y que era tratado por Perfumo, según el ojo perspicaz de Peire, con la misma despreocupación con que Iriarte había tratado a aquel Dodge que nosotros habíamos conocido hecho una pintura y Perfumo visto más tarde convertido en una bicicleta de cuatro ruedas.
Se paseaba trajeado así, siempre a la vista de los griegos, siempre sonriente, cordial, oportuno, reflejando por los ojos aquel mentado amor por la vida y por todas y cada una de sus manifestaciones. Hasta que los griegos se iban, porque apenas los griegos salían del café y se dividían en dos grupos numéricamente iguales, Perfumo se ponía serio, volvía con nosotros y ya nadie podía pedirle que tan siquiera moviese un dedo, tan cansado decía sentirse. «Jornada doble, viejo», le decía a Palomo, que seguía siendo el más incrédulo. Sin que nadie se la pidiera, Ariotti, una tarde, durante uno de los paseítos de Perfumo, dio la opinión técnica:
—Clarito como el vino —dijo—: El individuo está tratando de infiltrarse.
—¿Infiltrarse para qué...? —le preguntó Arancibia chico.
Ariotti recurrió a la libretita, la hojeó.
—Uno generalmente se infiltra para infiltrarse. Y cuando uno se infiltró, se infiltró y listo —respondió lápiz en mano.
De modo que la tarde en que lo vimos conversando con los griegos, no nos sorprendimos en la medida en que habría sucedido quince días antes. Charló con los griegos hasta que los griegos se fueron, no solo revestido de ese traje gris clarito capaz de infundirle confianza a un prestamista, sino también precedido de la sonrisa que, para ese tiempo, podría haber servido para el anuncio publicitario de cualquier marca nueva de dentífrico. Y no solo charló y confraternizó con los griegos, sino que en cierto momento vimos que sacaba un paquete de cigarrillos y que los convidaba, así, a uno tras de otro, en fila india, e inclinándose un poco y todo; y vimos que los griegos aceptaban, menos uno que, al parecer, no fumaba, y entonces vimos que Perfumo sacaba de otro bolsillo un paquete de pastillas y lo convidaba; y vimos que el otro aceptó.
Tampoco esa tarde le preguntamos nada, porque ya sabíamos demasiado bien en qué lugar estaba esa cosa gris y por qué no estaba afuera sino adentro, y tampoco le preguntamos nada en las tardes siguientes, cuando Perfumo siguió charlando con los griegos y convidándolos con cigarrillos y pastillas de menta. Pero una tarde el Mingo le preguntó, aunque la culpa no fue del Mingo, sino del mismo Perfumo. Porque Perfumo, apenas los griegos se habían ido —y ya habían pasado diez o quince días desde la primera charla—, vino y dijo que era el colmo, que él convidaba con rubios finos y ellos, que tenían quioscos, convidaban con porquerías. Fue entonces cuando el Mingo le preguntó por qué los seguía convidando. Perfumo lo miró un rato antes de responderle.
—Vos podés saber que esa cosa gris está adentro por cierta razón. Pero si no la hacés funcionar, sola no anda —le dijo.
Nosotros presentíamos que toda esa charla debía de ir a parar a algún lado porque si, como había previsto Ariotti, Perfumo se había infiltrado entre los griegos, por algo o para algo debía de haberlo hecho. Pero como Perfumo se demoraba demasiado en demostrarlo, resolvimos dejar que siguiera haciendo en paz las dos cosas: charlar con los griegos y convidarlos con los cigarrillos y las pastillas que los mismos griegos le vendían diez minutos antes. Fue por eso que no escuchamos aquella frase, que Bertolino tuvo que repetir después para nosotros. Bertolino contó que esa tarde reían los siete, y que los siete —los seis griegos y Perfumo— venían riendo desde el principio y que aquello, entre risas y zalamerías, parecía más bien una cena de Nochebuena en la que los siete habían empezado por el champán. Dijo que a él esa frase lo había dejado de una pieza, y que recién la había comprendido del todo cuando tres horas más tarde se había acordado de preguntarle a Lorenzo, que había llegado hasta tercer año de la escuela secundaria; porque Lorenzo le había explicado que, si no le fallaba la memoria, los helenos eran los griegos. Dijo que Perfumo, sin dejar de reír y alzando los brazos, había dicho:
—¡Ya vuelvo, ya vuelvo, helenos!
Nosotros no lo vimos ir, pero, en cambio, lo vimos volver. Porque si Perfumo hubiera vuelto solo, ni lo habríamos advertido, pues a lo sumo habríamos pensado que ese no era sino uno de los tantos paseítos de Perfumo, esa vez hacia el lado del mostrador. Pero Perfumo no volvió solo, sino con el taco de ébano bajo el brazo. Entonces lo vimos, y lo que pensamos cuando vimos que Perfumo se disponía a jugar contra uno de los griegos, contra el mayor, el primero, el que tenía el quiosco al lado de la sastrería, fue que Perfumo buscaba divertirse un rato a costa de los griegos. Y lo que pensamos cuando vimos que Perfumo, en lugar de jugar con la derecha, lo hacía con la izquierda fue también natural.
«Claro», pensamos, «está bien que le juegue con la zurda, porque este griego, para ganarle siquiera al Perfumo zurdo, va a tener que pedir ayuda a su país por telegrama urgente y a entregar en mano propia». Pero nos equivocamos, aunque no fue porque el griego pudiera, sino porque Perfumo no quería.
Lo dijo Ariotti, que oficiaba de boletinero. «No al cuete era el mejor discípulo de Iriarte», dijo Ariotti, bajito, para los tres o cuatro que lo rodeaban. Y cuando Perfumo, después de perder la segunda partida, dijo, riendo: «Basta, basta por hoy. Ya me han sacado bastante», supimos que los griegos sabían también llevar la contabilidad en castellano. Porque el griego que había anotado se paró y escribió con tiza en el pizarrón: «P-50».
Mientras los griegos se felicitaban, Perfumo se arrimó a Bertolino y le pidió cincuenta pesos. Bertolino ni amagó a la cartera. «Ya te los consigo», le dijo y, corriéndose unos metros, fue a pedírselos al Gordo López. El Gordo López contó después que él, por si acaso, había revisado la cartera, pero que su único capital era un billete de lotería sin premio. «Pero ya te los consigo», le había dicho a Bertolino, y había ido a pedírselos a Arancibia chico. Arancibia chico contó que él le había dicho que si él, el Gordo López, creía que él, Arancibia chico, era su hermano, Arancibia, estaba totalmente errado. Por lo que había ido a pedirle los cincuenta pesos a Arancibia, que estaba jugando al ajedrez junto a la ventana. Contó que su hermano lo había mirado, primero, como para mandarlo a casa para que cuidara al hermanito.
—¿Es urgente? —le había dicho luego.
—Sí —dijo Arancibia chico que le había contestado.
—Ya te los consigo —le había dicho entonces Arancibia.
Allá, parado junto a la mesa de Bertolino, estaba Perfumo, esperando. Arancibia se le acercó y le dijo:
—Che, Perfumo. Prestame cincuenta pesos.
—¿Te hacen mucha falta? —le preguntó Perfumo.
—Sí —dijo Arancibia.
Perfumo sacó entonces la cartera, extrajo los cincuenta pesos que tenía y se los dio.
—Me quedo seco. Pero no importa. Menos mal que recién pedí otros cincuenta —le dijo.
Entonces Arancibia fue y le dio el billete de cincuenta pesos a Arancibia chico, y este se lo puso, dobladito en dos, en la mano al Gordo López. Cuando Perfumo recibió el billete de manos de Bertolino, lo miró como si le hubieran hecho falta anteojos.
—Caray —dijo—. Juraría que es el mío.
Entonces fue y les pagó a los griegos.
No fueron esos los únicos cincuenta pesos que perdió Perfumo. Perdió muchos más, a razón de un billete flamante de cincuenta pesos por cada una de las tardes que integran dos semanas. Y no solo había que computar los cincuenta pesos que perdía, sino también los cigarrillos y las pastillas que convidaba, porque los griegos eran medio lerdos para sacar tanto los unos como las otras, de manera que ya la mano de Perfumo parecía haber adquirido un tic nervioso de tanto convidar tanto las unas como los otros (envuelta la escena en un clima tan cordial, tan fraterno, tan animado que, como dijo Bertolino, parecía que los siete —Perfumo y los seis griegos— estaban festejando siempre el cumpleaños de alguien).
Esto era así hasta que los griegos se iban después de haberse repartido los cincuenta pesos de Perfumo. Porque entonces Perfumo se sentaba con nosotros y volvía a caer en aquel cansancio infinito que a Palomo, pese a todo, seguía pareciéndole exagerado; menos los ojos, que recordaban, dijo Bertolino, a la llamita del gas, si la llamita del gas hubiera sido negra y no azul. Y una de esas tardes, sin moverse, Perfumo le pidió a Ariotti el lápiz y una hojita de la libreta que Ariotti llevaba siempre en el bolsillo, y entonces vimos que Perfumo estaba multiplicando catorce por cincuenta.
—Claro, setecientos —escuchábamos que decía, y después vimos que seguía haciendo cuentas, aunque sumas esa vez.
Hasta que vimos que abajo ponía un 2000 más grande que todas las cuentas reunidas—. Claro —escuchamos que decía—. Porque como están las cosas, un tres por ciento mensual no puede considerarse usura. Porque no solo está lo que pierdo sino lo que dejo de ganar. Y además están los cigarrillos y las pastillas, y no solo lo que convido sino lo que después tengo que comprar. Y los intereses lógicos de la inversión. Y además el salario hora que no cobro. Y qué menos, como está la vida, de veinte pesos la hora. Y los intereses de los salarios que no cobro. Claro, viejo. Dos mil es poco todavía.
Entonces vimos que tachaba el 2000 y debajo escribía un 3000 que llenaba el resto de la hoja. Y vimos que subrayaba el 3000 y que se guardaba el papelito en un bolsillo. Nosotros no le preguntamos nada porque ya sabíamos demasiado acerca de esa cosa gris que, si no se la hace funcionar, no anda, pero fue Ariotti quien, esa noche, nos dio la explicación con palabras tomadas del lenguaje castrense.
—El individuo está efectuando una retirada estratégica. Se retira y se retira, y el enemigo avanza y avanza. Cuando el enemigo esté lo suficientemente lejos de sus centros de abastecimiento, entonces viene el contraataque, el bolsón, el aniquilamiento. Por eso fue vencido Napoleón en Rusia —dijo Ariotti, blandiendo la libreta.
Perfumo hizo esas cuentas y al día siguiente ganó. Bastó con que la zurda le aflojara un poco las riendas al taco de ébano para que el taco ganara solo por ventaja mínima. Entonces vimos que Perfumo y los griegos se reían de la misma manera en que lo habían hecho cuando las cosas habían sucedido al revés, y vimos también lo que el griego que había anotado la partida escribió en el pizarrón: «N -50». Por lo que Bertolino dijo que lo que faltaba era que esos griegos del diablo quisieran hacerle creer a la gente que eran norteamericanos; confusión que, más tarde, resolvió Perfumo.
—No, viejo. Esa ene no quiere decir norteamericanos. Quiere decir nosotros —le explicó Perfumo, y entonces Bertolino dijo:
—Ah.
Allí mismo comenzó lo que Ariotti había llamado cierta vez «el contraataque». Perfumo empezó a recuperar, a razón de cincuenta pesos por tarde, todos los cincuenta pesos que había desembolsado, y a la semana de ese comienzo, los griegos ya no perdían tiempo discutiendo quiénes de ellos ponían ocho pesos con treinta y quiénes ocho con treinta y cinco: le daban a Perfumo un billete de cincuenta pesos todo manoseado y se iban a atender sus quioscos respectivos. Y fue más o menos a los quince días cuando ocurrió lo del paquetito.
El paquetito lo tenía el griego que estaba anotando la partida y, cuando Perfumo ganó otra vez, los griegos no reunieron sus respectivos aportes hasta sumar cincuenta pesos: sencillamente, el griego que había anotado se adelantó y le dio a Perfumo el paquetito. Nosotros vimos que Perfumo desenvolvía el paquetito y vimos después que lo que había venido tan cuidadosamente envuelto eran cuatro atados de cigarrillos. Vimos que Perfumo primero se ponía serio, pero que después empezaba a reír con esa risa que más que una risa parecía un abrazo.
—Pero sí, hombre. Entre amigos, cualquier cosa —dijo luego, engolando la voz.
Pero después, apenas los griegos desfilaron hacia la puerta, se acercó a la mesa de Bertolino y dijo lo otro.
—Griegos atorrantes —dijo, furioso—. Porque no solo cuatro atados de doce pesos no son cincuenta pesos sino cuarenta y ocho, sino que a ellos no les cuestan cuarenta y ocho pesos sino cuarenta y tres con veinte. Pero no importa. Todo sea por darles a estos griegos una lección de esas que no se olvidan. Cuando vean que no tienen porvenir en el juego, ya trabajarán como corresponde. Si todos hicieran como yo en este país, ya habríamos salido de la crisis.
De cualquier manera, si era el amor a la patria lo que movía a Perfumo, es innegable que Perfumo había sabido encontrarle a ese sentimiento tan noble su lado productivo, como si Perfumo, a la imagen del patriota que abraza su bandera, le hubiera sacado la bandera y puesto en lugar de la bandera una gallina, pero no una gallina cualquiera, sino aquella de los huevos de oro que todos esperamos encontrar siempre a la vuelta de todas las esquinas. Porque no solo fumó gratis todo ese verano, sino que además, apartando religiosamente el billete de cincuenta pesos que ganaba cada tarde y cambiándoselos cada diez o doce días a don Luna por uno de quinientos, y apartando más cuidadosamente todavía los de quinientos, se compró un traje de hilo blanco que reemplazó, justo cuando el calor empezaba a apretar, a aquel otro azul marino que él había lucido otoño, invierno y primavera. Trajeado así, bien bañado y perfumado, subía todas las noches al auto de la policía, y ya no valía la pena mandarlo al Mingo a que escuchara qué orden le daba Perfumo al chofer; porque el mismo Perfumo se había encargado de manifestar que dar vueltas en auto por la Costanera, en las noches de verano, era algo así como veranear en Mar del Plata. Ya para ese entonces había dejado de usar la 45 y la cartuchera, lo que, después de todo, era casi lógico, porque como dijo una vez Bertolino, debajo de ese saquito moderno bien ceñido al cuerpo, ambas cosas o una sola se habrían notado tanto o más que una muleta. Cuando se lo preguntamos —se lo preguntó Peire, terco como siempre—, Perfumo le dio la explicación más amplia que podía darle dada su condición de empleado policial. Eso dijo Perfumo, por lo menos.
—La policía renueva sus métodos constantemente. Ya pasó la época del revólver a la cintura. Hoy se hace todo de otra manera, viejo. Comprendelo —le dijo Perfumo después.
Esta fue la época más feliz en la vida de Perfumo. Porque no solo estaba lo que se había comprado, sino lo que se pensaba comprar. También esto pudo contarlo todavía Bertolino.
Bertolino contó que Perfumo le había confesado que, si los griegos seguían demorándose tanto en emprender el camino del que dependía la recuperación del país, para comienzos del otoño pensaba embarcarse en la compra de una motocicleta. Bertolino contó que Perfumo había dudado entre comprarse una motocicleta o un aparato de televisión, y repitió más o menos las palabras de Perfumo:
—Estos griegos cabezas duras son capaces de seguirse demorando un par de años más. Quién te dice. Entonces, la televisión puede esperar ¿no te parece? —dijo Bertolino que había terminado Perfumo.
Fue entonces cuando Ariotti dio su opinión, porque Ariotti, mientras Bertolino contaba, había vuelto a hacer dibujitos y gráficos en la libreta negra. Ariotti dijo que para el modesto entender de un cabo de la reserva, que era él, Perfumo estaba dilatando demasiado el golpe final, el remate. Dijo que Perfumo se iba en fintas, porque si no ¿cómo se explicaba que todavía estuviera jugando contra los griegos por cincuenta pesos, si esos cincuenta pesos no compensaban ni siquiera el aumento en el costo de la vida? Agregó que bastaba con leer los diarios para enterarse de cómo subían los precios todos los días, y que si los quiosqueros conseguían que les aumentaran los porcentajes de ganancia, a cada uno de los griegos le iba a salir más barato perder al casín ocho con treinta todos los días que ir al cine una vez a la semana.
—Pero yo lo comprendo a Perfumo —dijo después—. Lo que Perfumo quiere asegurarse es una pensión vitalicia. O jubilarse. Eso, jubilarse a los treinta y siete años de edad y uno de servicio. Pero yo le daría el consejo que nunca siguió mi viejo, y por eso yo ahora tengo diez pesos en la cartera en lugar de tener diez mil: más vale pájaro en mano que cien volando.
Nunca supimos si Ariotti no le dio ese consejo a Perfumo o si se lo dio y Perfumo, despectivo como a veces era, no lo siguió. Ahora es tarde para saberlo porque Ariotti desapareció al día siguiente de los dos hechos consecutivos, y lo último que supimos de él, sin confirmación, fue que estaba trabajando de mozo en la cantina del 11 de Infantería. En principio, nada puede probar que, también esa tarde, Perfumo y el mayor de los griegos no estaban jugando otra vez por cincuenta pesos. Pero, a la vez, rebatiéndolo a Ariotti, podría decirse que si no hubiera sido por el azar, por la mala suerte, por el destino contrario, con toda seguridad todavía hoy Roque Perfumo seguiría cobrando en cuotas diarias su razonable jubilación.
Porque esto fue, por otra parte, según el testimonio de Trejo, lo que los seis griegos declararon en la policía y ante el mismo juez de la causa. Lo contó después Trejo, quien, en una de sus metódicas pasaditas por los Tribunales, leyó el sumario.
Trejo contó que los seis griegos habían declarado lo mismo: que ellos nunca habían sospechado nada, con más razón habiendo sido Perfumo funcionario policial, cosa que ellos habían sabido porque el mismo Perfumo se los había dicho chapa policial en mano. Y que ellos no salían nunca de noche, porque eran hombres de trabajo que pagaban el alquiler de sus establecimientos y el impuesto a los réditos sin un solo día de atraso. Pero que esa noche habían concurrido a la cena anual de la colectividad y que habían comido tanto que, para favorecer la digestión, habían resuelto volver caminando. Y que por eso, y por ningún otro motivo, venían esa noche caminando por la calle Corrientes. Y que habían visto de lejos el café que está en la esquina de Corrientes y avenida Pellegrini, pero que de ninguna manera habían pensado en entrar, porque ellos eran hombres de trabajo que habían venido al país a trabajar y etc. etc. Y si habían mirado hacia adentro del café había sido por pura casualidad, por mirar, simplemente, y que había sido entonces cuando habían visto que Perfumo estaba jugando al casín con un señor alto y morocho de aspecto respetable. Y que esto no hubiera sido nada, porque también un policía tiene derecho a pasar un rato amable jugando al casín con otro policía o con cualquiera. Pero que algo, al pasar, les había llamado la atención y que entonces, arrimándose al vidrio de la ventana, habían visto que Perfumo no solo no era zurdo sino que en lugar de ser un chambón como ellos, que eran gente de trabajo y etc. etc., era un jugador de campeonato. Y que a veces, para que la gente aplaudiera, porque había más de una docena de mirones, Perfumo cambiaba el taco de mano y, jugando con la izquierda, hacía tales maravillas que la gente, en efecto, aplaudía. Y que ellos habían permanecido allí más de media hora con la nariz pegada al vidrio, en dos filas de tres, los más bajos adelante y los más altos atrás, mirándolo a Perfumo; pero que después se habían mirado ellos, los griegos, sin decirse una palabra. Y que entonces habían seguido caminando, esa vez por avenida Pellegrini y en dirección de la calle Entre Ríos, sin decir todavía una sola palabra, pensando solamente. Pero que al llegar a la esquina de Entre Ríos habían resuelto darle a Perfumo una lección, pero una lección que le aprovechara en vida, porque si llegaban a matarlo no habría habido manera de comprobar que había aprovechado en algo la lección. Por lo cual, si bien reconocían haber sido ellos los autores de la paliza, negaban terminantemente haberlo puesto a Perfumo de cabeza abajo en la pileta; cosa que había que atribuir, no a que había sido puesto, sino a que se había caído.
Esto fue lo que declararon los seis griegos, sin ponerse de acuerdo según Trejo, porque la policía los cazó esa misma tarde en sus respectivos cuchitriles, sin darles siquiera tiempo a que consultaran a cualquier ducho avenegra de los Tribunales de Rosario.
Fue por eso que Perfumo no sospechó nada. Porque si hubiera sospechado cualquier cosa, lo natural hubiera sido que hablara por teléfono al café dando parte de enfermo, y no solo esa tarde, sino las tardes de cinco o seis meses, hasta que los griegos empezaran a olvidarse. Pero no sospechó nada y, en verdad, lo que le pasó a él le hubiera pasado al más pintado. Esto fue lo último que pudo contar Bertolino. Porque a nosotros, la jubilación que se estaba tramitando Perfumo había llegado a parecernos un negocio más bien pobre, no pobre en sí, digamos, sino expresivo de una cierta pobreza de espíritu, de modo que, para ese entonces, solo de tanto en tanto echábamos una miradita a la mesa en la que él había depositado el sueño de una vejez tranquila. Por eso pudo contarlo Bertolino, porque él y el Gordo López fueron los únicos que miraron hasta el momento en que nosotros también tuvimos que mirar.
Bertolino contó que también esa tarde todo había comenzado y seguido tal cual todo venía comenzando y siguiendo desde hacía más o menos cuatro meses a esa parte, o sea, Perfumo que reía, jaraneaba y confraternizaba con los griegos y los griegos que reían, jaraneaban y confraternizaban con Perfumo, siempre un poco menos los griegos, pero de cualquier manera tan ostensiblemente que, como recalcó el mismo Bertolino, solo faltaba que se tiraran pancitos por la cabeza para que aquello pareciera una vulgar despedida de soltero. Dijo Bertolino que si todavía él y el Gordo López seguían mirando era únicamente porque estaban allí; porque si no hubieran estado allí, de ningún modo hubieran seguido mirando, tan de memoria se sabían la forma en que las cosas habrían de ocurrir: la amplia ventaja inicial del griego, la disminución de la diferencia hacia la mitad de la partida, la suave aflojada de rienda al taco de ébano y el correspondiente triunfo de Perfumo, siempre por ventaja mínima. Bertolino dijo que así fue y que también esa tarde, antes de jugar la segunda partida, Perfumo repitió lo que venía diciendo desde hacía más o menos ciento veinte días:
—No se puede ganar contra la suerte, amigo heleno —dijo Bertolino que había repetido Perfumo.
Bertolino contó que todo siguió de manera tan idéntica a como venía siguiendo en los últimos cuatro meses que, en cierto momento, él y el Gordo López tuvieron la clara impresión de que, sentados allí y mirando, estaban realmente tirando la vida. Dijo Bertolino que él había dicho eso y que el Gordo López, tras menear la cabeza de arriba para abajo, había dicho que sí; y que cuando el Gordo López decía que sí había que tener atención a la maroma; y que así se dijo:
—Atenti a la maroma, Bertolino.
Dijo que él y el Gordo López habían hablado de esas cosas sin dejar de mirar, pero que miraban menos porque ellos dos ya veían hasta en la sopa lo que allí estaba sucediendo. Pero que de pronto les había parecido que algo que siempre había estado allí ya no estaba y que entonces, mirando bien, habían visto que lo que faltaba eran los otros cinco griegos, que siempre habían estado sentados en el banco que estaba debajo de la pizarra, flanqueado siempre el que anotaba por los otros cuatro, dos de cada lado. Bertolino contó que eso, a él y al Gordo López, no les había despertado ninguna sospecha y que por eso habían seguido charlando de esas cosas, sin dejar de mirar, pero mirando menos, tan fatigados los tenía aquello que ya veían hasta en la sopa. Pero que otra vez, de pronto, les había parecido que algo que siempre se había movido allí ya no se movía, y que entonces, volviendo a mirar bien, habían visto que el griego que había estado jugando con Perfumo ya no estaba y que Perfumo, solo junto a la mesa, había dejado el taco sobre la mesa y estaba encendiendo un cigarrillo.
Bertolino contó que Perfumo, medio escondido detrás del cigarrillo, le había guiñado un ojo como queriendo decirle que, después de todo, cincuenta pesos son cincuenta pesos, qué carajo, pero que en ese momento el Gordo López le había dicho a él, a Bertolino, algo acerca de esas cosas y que entonces habían seguido conversando, ya sin mirar, porque esa tarde estaban en vena como nunca para los temas serios. Bertolino dijo que, en medio de la charla, a él y al Gordo López les había parecido que alguien lo llamaba de lejos a Perfumo, pero que no habían mirado porque en ese momento estaban llegando a la conclusión de que tirar la vida allí, sentados en esas sillas y mirando lo que ya veían hasta en la sopa, era ya una soberana estupidez. Y que cuando como diez minutos después habían vuelto a mirar hacia la mesa habían visto que tampoco estaba Perfumo, y que lo único que quedaba de lo que había sido una especie de despedida de soltero era el taco de ébano, quieto en el sitio donde lo había dejado Perfumo cuando había encendido el cigarrillo. Bertolino dijo que si él y el Gordo López se habían quedado allí pese a todo había sido porque estando ya perdida la tarde era completamente inútil tratar de salvarla, porque si no, se hubieran ido; y que habían seguido mirando el taco, ya en silencio, aunque él, por su parte, no podía decir si lo estaba mirando o admirando, y que esto había durado unos diez minutos más. Pero que entonces habían sido ellos, él y el Gordo López, los que se habían mirado.
—Fue entonces cuando te chisté —le dijo Bertolino al Mingo.
Cuando el Mingo miró, miramos todos.
—Deben de estar en el baño. Andá a ver qué pasa —le dijo Bertolino.
El Mingo tardó mucho más en ir que en volver. Aunque, en verdad, no volvió, porque fue de la puerta misma del baño desde donde nos llamó.
—¡Muchachos, vengan...! ¡Perfumo...! —gritó.
Corrimos tan rápido que entramos en los baños antes que el propio Mingo. Pero tuvimos que esperarlo, porque allí no había nadie, salvo el olor, que había nacido a la vida junto con el café y que seguramente lo sobreviviría.
—¡Acá, acá! —dijo entonces el Mingo y se precipitó hacia el patiecito que se abría junto a los baños.
Entonces lo vimos a Perfumo, o mejor dicho vimos solo medio cuerpo de Perfumo, porque el otro medio, el que iba desde la cabeza engominada hasta el sitio en que él había llevado la cartuchera el tiempo estrictamente necesario, estaba enteramente sumergido en el agua que llenaba la pileta de lavar. Lo levantó Palomo con una sola mano, y cuando Palomo lo extendió en el suelo de boca para arriba, vimos, además de las huellas de unas cuantas trompadas desordenadamente distribuidas, que tenía el color del mármol, del mármol blanco.
—Está listo. Pero, por si acaso, hay que llevarlo a la Asistencia —dijo Palomo, que tenía en su haber un cruce a nado del Paraná.
Lo alzamos y lo estiramos en el asiento trasero del taxi de Tejerina, que estaba, como siempre, parado frente al café con la bandera baja y enfundada (porque Tejerina, que estaba en el café, había dicho ya mil veces que no había Cristo, ni ley ni servicio público que pudiera obligarlo a seguir trabajando si él, después de dos horas de trabajo honrado, había sacado un jornal que consideraba decoroso). Adelante, junto a Tejerina, se sentó Crespi, y atrás, cuidando la muerte de Perfumo, Palomo. Los demás nos quedamos un rato en la vereda y después entramos de nuevo, con Bertolino y el Gordo López al frente.
—¡Es ese taco...! —dijo de pronto Bertolino.
El taco de ébano estaba sobre la mesa de casín, en el mismo sitio en que lo había dejado Perfumo cuando había decidido encender lo que sería el último cigarrillo de su vida. Nosotros nos acercamos y nos paramos, formando un apretado semicírculo, a unos respetuosos tres metros de distancia, por si acaso, con Bertolino y el Gordo López siempre al frente, Bertolino bien pegadito al Gordo López, como si el Gordo López hubiera sido la garantía de que no podría haber compromiso, tradición o pálpito que desoyera el frío consejo de la mente. Y Bertolino debía de saber que alguien le diría aquello para lo cual él había pensado la respuesta con diez meses de anticipación, una mañana de diez meses atrás, en el café que está frente a la Mixta. Se lo dijo Ariotti, resguardado en la seguridad que le prestaba el estar al fondo del todo, más cerca de la puerta que ninguno.
—Es tuyo, Bertolino. Agarralo —le dijo Ariotti.
***
IV. El final de todo
Bertolino ni se molestó en darse vuelta para buscarlo o mirarlo. Lo único que hizo fue seguir mirando el taco de ébano, porque le bastaba con abrir la boca para que la respuesta saliera con la misma rapidez con que sale un pájaro de la jaula. Y la abrió, aunque tardó en hacerlo, y no porque no quisiera sino porque quizá no podía, pues si el Gordo López estaba allí, recordándole aquello, él también estaba allí, recordando lo otro. El Mingo contó luego que Bertolino solo abrió la boca después que el Gordo López lo codeó para recordarle aquello.
—Como dijo una vez el Gordo López, yo ni loco. A lo mejor es mío. Pero de mí no va a pasar, porque a mí ni siquiera va a llegar —dijo entonces Bertolino.
Dijo esto y se desprendió del grupo, pero no en dirección del taco sino hacia un costado y conservando aquellos prudentes tres metros de distancia. Hizo esto y lo miró a don Luna, que a su vez estaba mirando como sin ganas de seguir mirando, porque más de una vez había dicho que estaba seguro de que era ese bendito taco el que le provocaba mal de ojo. Lo miró a don Luna y entonces dijo lo que aún debía de estar fuera de los cálculos del Gordo López.
—¿Tiene a mano un poco de querosén, don Luna? —dijo Bertolino.
—Medio litro, me parece —dijo don Luna.
—¿Me lo alcanza?
Nosotros no comprendíamos nada, porque lo que faltaba era que Bertolino se dispusiera a darle al taco una lustradita o algo por el estilo, pero por si acaso empezamos a recular, hasta que Ariotti, desde atrás, dijo «No pisen». Por lo que dejamos de recular y entonces vimos que Bertolino, llevando en una mano la botella de anís llena de querosén que le había alcanzado don Luna, se acercaba al taco.
—¡Bertolino! —gritó el Gordo López, pero Bertolino hizo: «¡Chit!» y tomando el taco por la boquilla con dos deditos que parecían un cangrejo lo levantó despacito y lo tendió en el suelo, los dos deditos pegados todavía al taco pero formando el cuerpo una comba que intentaba conservar aquellos tres prudentes metros antes mencionados. Nosotros siempre habíamos creído que ese taco era un potro negro pero en ese momento, tendido en el suelo junto a la mesa de casín, nos pareció una serpiente, por lo que, por si acaso, empezamos otra vez a recular, hasta que Ariotti, desde atrás, dijo: «Pucha, che. Quédense quietos», pero después Arancibia chico contó que había sido Ariotti el que había empezado a recular primero. Entonces dejamos de recular y vimos lo que estaba haciendo Bertolino.
Bertolino estaba derramando el querosén sobre el taco de la misma manera en que debía de plancharse el pantalón una vez a la semana: la botella de anís que iba y que venía, inclinada, desde una punta del taco a la otra, y el chorrito de querosén que caía sobre el taco, parejo, constante, matemático, bien prendida la botella a la mano derecha de Bertolino o viceversa, pero formando el cuerpo de Bertolino aquella comba que intentaba conservar aquellos tres metros que la prudencia aconsejaba; hasta que la botella quedó vacía y Bertolino la puso en el suelo y la pateó hacia atrás. Entonces nosotros, que habíamos empezado a comprender, comprendimos más; y cuando Bertolino sacó la cajita del bolsillo y encendió el fósforo no nos quedó ninguna duda. Por lo que en lugar de recular, avanzamos hasta recuperar el terreno que habíamos perdido en las dos reculadas anteriores; menos Ariotti, quien, según contó Arancibia chico, dijo:
—Es inútil. Aquí no se puede hacer nada en orden.
Y siguió reculando hasta la puerta.
El fósforo encendido cayó en el charco de querosén y el taco de ébano empezó a incendiarse como un barco. Se quemó así, chisporroteando y echando humo, como luchando contra las llamas, hasta que el final solo quedó intacta la arandela central de bronce, mientras el resto parecía una larga y retorcida cola de ratón. Bertolino no tuvo paciencia para esperar que don Luna trajera lo que hacía falta: él mismo fue hasta el mostrador, trajo la escoba y barrió las brasas y las cenizas hasta el rincón trasero del salón. Fue al volver del rincón cuando le dijo al Gordo López que le dolía el estómago.
El Gordo López contó esa noche, en el edificio de la Caja Mutual de la Policía, que Bertolino lo había tenido loco toda la tarde con las caminatas. Dijo que nosotros habíamos visto cómo, después de barrer los restos del taco, Bertolino lo había sacado del café casi a la rastra y que él, el Gordo López, había creído que lo que quería Bertolino era simplemente dar una vuelta hasta la esquina para tomar un poco de fresco. Pero no: Bertolino había seguido caminando y así, seguido por él, por el Gordo López, había caminado como veinte cuadras; veinte cuadras le habían parecido a él, al Gordo López, que era gordo, pero a lo mejor habían sido menos, dijo. Contó que a él le había dado un trabajo enorme seguirlo a Bertolino, porque Bertolino disparaba como si la turquita le hubiera acabado de exigir el cumplimiento de la palabra empeñada, y que aunque él, el Gordo López, se apuraba todo lo que le permitían sus gordas piernas, Bertolino le iba sacando cada vez más ventaja; pero que de tanto en tanto Bertolino lo esperaba para decirle que ya no solo le dolía el estómago sino que el dolor se iba corriendo hacia la derecha, hacia el lado del hígado. Pero que apenas le decía esto volvía a caminar y a sacarle ventaja y contó el Gordo López que así, caminando siempre delante Bertolino y detrás él, y esperándolo a veces Bertolino para decirle que el dolor aquel no paraba de correrse, se había hecho de noche, hasta que al final él, el Gordo López, había conseguido, con la excusa de que tenía que ir al baño con urgencia, que Bertolino lo esperara parado en una esquina. Dijo que entonces había entrado en un almacén y que, escondido detrás de una pila de latas de duraznos al natural, había llamado por teléfono al café. Y que había sido entonces cuando se había enterado de que el velorio de Perfumo se hacía en el edificio de la Caja Mutual de la Policía.
El Gordo López contó que convencerlo a Bertolino para que fueran juntos al velorio de Perfumo le había llevado sus buenas diez o quince cuadras con sus correspondientes esperas, porque Bertolino argumentaba que si el velorio de Iriarte había durado hasta las nueve de la mañana, no menos tendría que durar el de Perfumo, si Roque Perfumo no había sido menos amigo de todos que Germán Iriarte; y que qué apuro tenía entonces el Gordo López si recién eran las nueve de la noche, dijo el Gordo López que alegaba Bertolino. El Gordo López dijo que lo que lo había salvado había sido el paso a nivel que está a la altura de Santa Fe al 30, no el paso a nivel en sí, sino el tren de carga que había empezado a pasar cuando ellos, después de bordear la Facultad de Medicina, habían desembocado en la calle Santa Fe, siempre con Bertolino al frente y proa al oeste. Porque entonces Bertolino, sin dejar de caminar, yendo y viniendo esa vez a lo largo de la barrera baja, había aceptado, pero con una condición: que volvieran de la misma forma en que habían ido, o sea, caminando. Dijo el Gordo López que él había consentido sin sacar bien las cuentas, pero qué otro remedio quedaba si lo único que está al oeste es la provincia de Córdoba, dijo, y que así, caminando, habían comenzado a regresar. Por lo cual, al llegar al edificio de la Caja Mutual de la Policía lo primero que había hecho él, el Gordo López, había sido sentarse en ese silloncito en el que todavía estaba sentado; porque él se acordaba muy bien de la cara de Perfumo, pero no de cómo era de blando un silloncito.
Cuando el Gordo López terminó de contar, vimos que Bertolino salía de la sala mortuoria con la misma cara de dolor con que lo habíamos visto entrar, cara que nosotros no supimos si atribuir al pesar por el difunto amigo o al dolor que, según el Gordo López, Bertolino decía que tenía clavado en el hígado. Vimos que salía y que buscaba algo, y que lo que buscaba estaba con nosotros, sentado en el silloncito.
—Vamos a caminar, Gordo —le dijo entonces Bertolino.
El Gordo López lo miró primero a Bertolino, pero lo que dijo lo dijo mirándonos a nosotros; porque lo que buscaba él era ayuda. «Para qué, Bertolino. Se está tan bien aquí...», dijo después sin dejar de mirarnos. Y nosotros dijimos que sí, y no mentíamos, porque realmente estábamos muy bien en ese vestíbulo amplio y bien iluminado, y sabiendo que al fondo estaba el barcito donde uno podía tomarse una ginebra casi al precio de costo. Dijimos que sí varias veces para que Bertolino viera y escuchara.
—Está bien, Gordo —dijo entonces Bertolino y volvió a entrar.
Sentado en ese silloncito lo dejamos al Gordo López cuando, al rato, decidimos dar otra pasadita por el buffet; porque el Gordo López dijo que si el buffet venía hacia el silloncito, él, por su parte, encantado, pero que, caso contrario, ni soñara el buffet con que el silloncito se moviera un solo centímetro del lugar en el que alguien, alguna vez, lo había puesto. Sin embargo, una hora más tarde, el Mingo vino y dijo que no solo el silloncito estaba vacío sino que él además lo había tocado y que estaba frío, y entonces, buscándolo al Gordo López, llegamos a la conclusión de que tampoco estaba Bertolino.
—Estarán caminando —dijo Peire, mirando el silloncito vacío.
En lo que solo estaba parcialmente acertado, porque el que estaba caminando y no por la calle, sino por los pasillos de la Asistencia Pública, era el Gordo López. Dado que cinco minutos después que Peire dijo aquello, un policía jubilado vino a decirnos que alguien preguntaba, por teléfono, por alguno de los muchachos del café. Fue justamente Peire el que acudió al llamado, y lo que dijo cuando vino lo dijo tragando saliva, como si ya hubiera tenido ganas de salir a la calle en busca de la primera mujer, doncella o no, que lo aceptara como marido.
—Era el Gordo López, desde la Asistencia. Bertolino está frito. Parece que le dio un ataque al corazón —dijo Peire, tragando saliva.
Menos mal que, junto al cordón de la vereda, estaba el taxi de Tejerina con la bandera baja y enfundada, de modo que entramos los que pudimos y fuimos volando a la Asistencia. Cuando llegamos, de lejos vimos a un gordo que estaba caminando por uno de los pasillos laterales, y de inmediato, aunque estaba de espalda, supimos que era el Gordo López. Entonces el Gordo López nos contó. Dijo que si Bertolino estaba muerto no era por su culpa, por la del Gordo López, porque él le había dicho y redicho que no siguieran caminando, y que se había pasado diez o veinte cuadras alcanzándolo únicamente para decirle eso; pero que Bertolino le respondía, antes de volver a sacarle ventaja, que eso ya no era dolor sino una puñalada, y que así, agarrándose el hígado, seguía caminando. Hasta que había sido Bertolino quien, unas diez cuadras más allá, se había detenido a esperarlo y que cuando él, el Gordo López, lo había alcanzado, Bertolino no le había dicho nada acerca del puñal.
—¡Ay, Gordo! —dijo el Gordo López que le había dicho solamente Bertolino antes de caer redondo sobre las vías del tranvía.
Esto fue lo que nos contó el Gordo López en el pasillo de la Asistencia, y después, entre el velorio en marcha de Perfumo y el velorio por organizarse de Bertolino, tuvimos que movernos en serio. En el mismo taxi de Tejerina fuimos algunos hasta la casa donde vivía Bertolino. Pero cuando llegamos y quisimos subir al famoso altillo nos encontramos con que, precisamente para impedirlo, estaban la patrona y el perro de la patrona, un mastín de noventa centímetros de alto por un metro veinte de largo que se la pasó mostrándonos los colmillos como si nosotros hubiéramos estado trabajando de dentistas a domicilio; y no solamente la patrona y el perro sino también un elástico de cama turca que la patrona había hecho ajustar, verticalmente, a la entrada de la escalera que llevaba al altillo. Porque la patrona nos dijo más o menos setenta y siete veces que Bertolino le debía siete meses de alquiler y que si ese rufián se creía que iba a seguir durmiendo a su costilla, allí estaban el elástico, el perro y ella para demostrarle que estaba equivocado. Solo cuando Peire repitió por séptima vez que Bertolino, para dormir en lo futuro, había elegido un lugar más tranquilo, y se lo describió, la patrona se hizo a un lado y mandó al perro a la cucha. Entonces Palomo sacó el elástico con una sola mano y nosotros subimos al altillo. Pero cuando entramos y miramos, comprobamos que no solo allí no había un roperito que contuviera un florero perfumado, sino que ni siquiera había un roperito, salvo que así la hubiéramos llamado a la soguita que cruzaba, en diagonal, la pieza, y de la cual colgaba algo que en un tiempo debía de haber sido un impermeable, pero que, aun no siendo ya impermeable, debía de haber sido el impermeable en uso de Bertolino; y que la cama turca que faltaba, en la que tantas veces habría dormido la turquita, era la que Palomo, abajo, había devuelto a su posición original.
—¿De qué velorio me están hablando? —dijo entonces Ariotti, con las manos bien metidas en los bolsillos del pantalón—. El que encuentre un peso, que levante un dedo.
Esa mañana, a las once, el único que faltó al entierro de Perfumo fue Bertolino. Y esa tarde, a las cinco, al entierro de Bertolino no faltó nadie. Las seis horas de diferencia no dejaron de tener importancia porque el mayordomo de La Piedad, de quien se había hecho amigo Tejerina durante el entierro matutino, nos guardó en un lugar fresco la palma de flores que le habíamos puesto a Perfumo y nos la devolvió, bastante bien conservada, cuando a la tarde llegamos con el ataúd de Bertolino. El único problema que se planteó fue ese RIP que figuraba como sola inscripción en la cinta violeta que envolvía a la palma. Problema que ya había empezado a plantearse a la mañana, cuando Peire, después de mirar la palma, había dicho que esa I del medio era un invento del dueño de la florería, porque Perfumo se llamaba solamente Roque Perfumo, y no Roque Inocencio Perfumo ni Roque Ítalo Perfumo. Por lo cual a la tarde, cuando habíamos ido a buscar la palma a la mayordomía, Peire le había preguntado al mayordomo si no tenía un poquito de pintura blanca para convertir esa P en una B, porque, le dijo, si bien Bertolino no se llamaba ni Roque ni Inocencio ni nada parecido a eso, sino Leandro, poniendo una B en lugar de la P quedaría siempre mejor disimulado que esa palma había sido ya usada para el entierro de otro difunto cuyo apellido empezaba con P. A lo cual el mayordomo respondió que, en confianza, si él no sabía qué quería decir ese RIP, sabía, por lo menos, que no eran las iniciales del difunto, porque si no, dijo, todos los difuntos que él había visto enterrar en veinticinco años de trabajo consecutivo —licencia por enfermedad de más, licencia por enfermedad de menos— debían de haberse llamado Roque Inocencio Perfumo o algo parecido a eso, cosa que a él le parecía totalmente improbable. Esto dijo el mayordomo del cementerio, y entonces nosotros pusimos la palma junto al sitio donde había sido enterrado Bertolino y salimos del cementerio un poco más rápido de lo que lo hacía la gente que había ido a otros entierros. Y fue al llegar a la puerta cuando nos dimos cuenta de que Ariotti se había ido sin saludar.
Así desapareció para siempre Ariotti: sin saludar siquiera. Porque el Gordo López fue, por lo menos, más ceremonioso, pues a la tarde siguiente vino al café y nos contó, aunque sin sentarse, que acababa de hacerse socio del Club Calzada, club que si bien no quedaba a la vuelta del café quedaba por lo menos dentro del perímetro urbano, dijo, y que allí podríamos encontrarlo en adelante, tanto para charlar como para jugar una modesta partida a la básica. Nos dio la mano a todos y salió, no solo sino acompañado de Peire, y nosotros pensamos después que Peire lo había acompañado a pie hasta el Club Calzada pues estuvo tres días sin asomarse por el café. Al cuarto, cuando reapareció, lo hizo solamente para informarnos que se había puesto de novio, y que si en adelante lo veíamos menos, sería porque a una novia hay que atenderla como corresponde y de ninguna otra manera. Y debió de atenderla muy bien, porque un mes después Tejerina nos contó que Peire se había casado y que él lo sabía no solo porque había llevado en el taxi a Peire y a su mujer hasta el Registro Civil, sino también porque había salido de testigo.
Cuando Tejerina nos contó esto, ya había cambiado el sitio de parada de su taxi. Lo que nosotros sabíamos era que había dejado de aparecer por el café sin previo aviso, pero una noche, caminando por Córdoba hacia el oeste vimos que, parado frente a la farmacia que está en Córdoba y Mitre y con la bandera baja y enfundada, estaba el taxi de Tejerina. Después lo vimos a él, que estaba apoyado en el reborde de la vidriera de la farmacia y en actitud de estar respirando algo con fruición. Primero nos contó lo de Peire, pero después habló de sí mismo. Nos dijo que, después de la serie de muertes ocurridas en el café, él, que era medio curandero, se había aconsejado a sí mismo un cambio de aire y que, experimentando aquí y allá, había llegado a la conclusión de que no hay clima más sano que el que se respira en la proximidad de una farmacia, por lo que allí lo veíamos, bien sentado y respirando aquello tan sano que él no sabía si bajaba, subía o flotaba, pero que alargaba la vida en veinte años por lo menos; y nos invitó a que probáramos, a lo cual el Mingo respondió que, por supuesto, ya lo estábamos haciendo, pero que lo único que se percibía allí era el olor del toscano que el mismo Tejerina estaba fumando; respuesta que a Tejerina le pareció tan insolente que, para darnos a entender que teníamos que irnos, cruzó la calle y levantó la bandera del taxi.
Allí lo dejamos a Tejerina, de modo que cuando un año después quisimos contarle lo de Peire, nos llegamos una noche hasta la esquina de la farmacia y allí lo encontramos, bien sentado en la vidriera y respirando aquello. Le contamos que, sin duda, Peire había seguido atendiendo con toda eficacia a la que en un tiempo había sido su novia, porque lo habíamos encontrado la tarde anterior por la calle, no ya solo ni solamente acompañado de su mujer, sino acompañado de su mujer y empujando un cochecito en el que dormían dos pebetes igualitos, no igualitos a Peire sino igualitos entre sí, tan igualitos entre sí y tan distintos de Peire que Peire se había apresurado a aclarar que lo mismo eran hijos suyos. Le contamos esto y lo que Peire había dicho antes de seguir empujando el cochecito:
—Así es, muchachos. Llega un momento en que uno se da cuenta de que la vida de hogar lo llena todo —le contamos a Tejerina que había concluido Peire.
A lo que Tejerina, que era soltero, respondió que él, si no tenía un cochecito ni dos pibes, tenía por lo menos su taxi y el airecito que se respiraba en la proximidad de la farmacia.
Para ese entonces el café era ya un recuerdo y nosotros, los muchachos, nos pasábamos las tardes y las noches buscando, entre la batahola de bares americanos, restaurantes y supermercados que habían empezado a abrirse por todas partes, un lugar decente donde afincarnos. Nosotros nunca habíamos pensado que alguna vez tendríamos que irnos de La Gran Victoria. No lo habíamos pensado cuando la generación mayor había seguido desapareciendo en fila india detrás de las huellas de Ariotti, el Gordo López, Peire y Tejerina, ni aun cuando habíamos terminado por quedarnos completamente solos, nosotros, los muchachos, que teníamos veinte años, pero que parecíamos no tener otro tema de charla que el pasado, como si a los veinte años nos hubiéramos quedado de pronto sin vida propia, sin futuro. Porque no había sucedido lo que nosotros habíamos creído que debía suceder, o sea, la renovación del elenco, lo que Ariotti, de estar presente, habría llamado el arribo de las tropas de refresco, pues, al parecer, por toda la ciudad había corrido la voz acerca de aquel asunto de la mancha.
Lo que nosotros veíamos era que la gente que entraba en el café lo hacía únicamente para mirar la mancha desde aquellos tres difundidos metros de distancia, y que después de mirar la mancha, la gente se iba del café sin consumir siquiera un miserable cafecito. Nosotros también eludíamos el sector de la mancha, no por temor sino por si acaso, y a veces nos daba pena verlo a don Luna dirigirse con el balde, el trapo de piso y la botellita de detergente hacia las siete baldosas y tratar de borrar la mancha que había dejado el ex taco de Corrales, una mancha oscura y ondulada, como un gigantesco ciempiés que medía casi siete baldosas de largo por media de ancho. Trabajo que durante tres o cuatro meses resultó tan completamente inútil que una tarde vimos que don Luna, en lugar de dirigirse hacia la mancha con los implementos de limpieza, lo que llevaba en una mano era un martillo. Después vimos que don Luna, arrodillado junto a la mancha, como siempre, pulverizaba minuciosamente las siete baldosas con el martillo, y no solo minuciosamente, observamos, sino con un fervor particular, como si en lugar de destruir hubiera estado construyendo. Y vimos también lo que hizo después: fue hasta el mostrador y volvió con un tachito y una pila de siete baldosas nuevas, relucientes. Entonces vimos cómo extendía la mezcla en el hueco que habían dejado las siete baldosas recién pulverizadas y cómo colocaba las siete baldosas nuevas, con qué amor particular lo hacía. Y escuchamos lo que dijo luego, cuando se paró y contempló las siete baldosas inmaculadas:
—Ahora sí —dijo don Luna restregándose las manos.
Luego sobrevino un período de expectativa que duró exactamente quince días. Porque a los quince días, en el lugar donde había estado la mancha brotó una humedad extraña, un tipo de rocío que don Luna tenía que estar secando a cada rato, porque apenas don Luna terminaba de pasar el trapo seco sobre las siete baldosas nuevas, ya volvía a brotar o a posarse, nadie podía afirmarlo a ciencia cierta. Hacia ese tiempo lo que la gente venía a ver, entonces, no era la mancha sino la humedad, el rocío, la garúa invertida, hasta que a los quince días empezó a formarse una loma, una montañita que fue creciendo y creciendo ante los ojos de todos; y entonces era la montañita lo que la gente se paraba a mirar desde la distancia consabida. Hasta que a los quince días la montañita hizo ¡plop! y apareció una boca, una especie de cráter que uno tenía que eludir no solo a causa del efluvio sino por razones de seguridad personal. Y era eso, entonces, lo que la gente se paraba a mirar.
Dado que estaba de por medio nuestra propia estabilidad en La Gran Victoria, nosotros se lo dijimos a don Luna, porque una de dos: o cobraba un tanto por cabeza por mirar el cráter o revocaba el cráter y aquí, señores, no ha pasado nada, le dijimos. Don Luna se tomó su tiempo antes de responder: estuvo más o menos un cuarto de hora mirando el vacío con una mirada blanda, redonda, impersonal, y después, cuando respondió, así de blando, de redondo, de impersonal fue el tono de voz, el sermón, la letanía.
Respecto de lo primero respondió que si él, alguna vez, hubiera querido poner un circo, lo habría puesto, y que si no lo había puesto había sido porque no había querido; y en cuanto a lo segundo, se limitó a repetir cinco o seis veces si no nos jorobábamos. Pero después se explicó, y lo hizo tocándose las rodillas, masajeándoselas. Contó que, hacia esos días, el dolor en las rodillas no lo dejaba pegar un ojo en toda la noche, y que ese dolor lo venía sintiendo desde la primera vez que, arrodillado, había intentado sacar la mancha; y dijo que no le vinieran a él con que era a causa del ácido del detergente porque él, al principio, había usado jabón de tocador, y que al detergente había llegado después de probar con cuanta clase de jabón se vendía en plaza.
—No se joroban. Por mí, que escupa lava, si le parece. Que sea lo que el taco quiera —dijo al fin, y nosotros descubrimos que él también había terminado por creer en el cuento del maleficio.
De cualquier manera, maleficio o cuento, nosotros habíamos descartado de plano la idea de que alguna vez tendríamos que irnos de La Gran Victoria y salir a buscar otro sitio en el cual pudiéramos seguir aprendiendo lo que años antes habían aprendido Iriarte, Perfumo y tantos otros para llegar a saber, a los cuarenta años, lo que a los treinta y cinco habían sabido aquellos, o un poco más todavía, si esto era posible. No lo habíamos creído ni aun en los momentos en que no había un solo miedoso o tacaño mirón parado a tres metros del ya pavoroso cráter —hacia el que marchaba, día y noche, una caravana de hormigas negras a las que nadie molestaba— y éramos nosotros, los muchachos, los únicos pobladores del café. Y una tarde en que, para parecer más, nos habíamos sentado en distintas mesas, el Mingo dijo lo que todos veníamos pensando desde casi un año atrás.
—No hay por qué preocuparse. Porque mientras sigamos viniendo todas las tardes y tomemos nuestro par de cafecitos, nadie nos va a echar de aquí —dijo el Mingo desde la mesa que estaba junto a la ventana.
En lo que habló como un sabio, porque nadie nos echó de La Gran Victoria. Porque, para echarnos, tendríamos que haber estado adentro, y lo que pasó fue que una tarde no entramos, no pudimos entrar. Vimos antes, de lejos, el letrero rojo que las persianas bajas. Era un letrero enorme que cruzaba como una vincha el frente del café. Cuando llegamos, leímos lo que estaba escrito arriba con unas letras blancas y gordas como nubes de verano: «Aquí, gran remate», leímos. Y lo que decía debajo lo leímos mejor desde la vereda de enfrente, porque el letrero estaba colocado un poco encima de las persianas.
—Lo único que falta es que lo rematen a don Luna con su reuma a las rodillas o lo que sea y todo —dijo el Mingo cuando terminamos de leer.
De don Luna no supimos más que lo que nos dijo una vecina dos días después del remate: que, renqueando, había salido del café con una valijita