El mundo de Munda

Lermo Balbi

Munda Tibaldo —de los Tibaldo que habían llegado con el viento, como se dice, por la falta de historia en esos tiempos en que cualquiera podía hablar de su pasado y de sus abuelos— era la más solterona de todas las mujeres de la comarca. Su soltería resultaba ya una calamidad, y no porque fuera fea o por no saber conversar, sino por un rechazo que nacía de toda su figura y que la hacía aparecer aburrida y desinteresada frente a cualquier varón que había intentado llegar a su casa para conversar con ella cuando aún tenía los labios sabrosos y tersa la piel.

Al fin quedó sola en esa casa, con sus padres viejos, reviejos y estampados en las paredes, tan disminuidos en cuerpo y espíritu que, cuando Munda los sentaba a tomar el sol contra uno de los muros iluminados por la tarde, parecían una mancha más de las tantas que los ladrillos antañones y martirizados iban tatuándose día tras día sobre su propia roña de polvo y de años. Era como si esas paredes los absorbieran, cosa que sucedió finalmente, pero que Munda se cuidó muy bien de informar a las otras nueve hermanas que estaban casadas y se habían ido a vivir lejos con sus maridos, para que no le reprochasen que no los hubiera atendido como corresponde que una muchacha soltera atienda a sus padres en castigo por no haberse conseguido un hombre. Pero este suceso de los viejos tragados por las paredes es otra historia larga a la que quizá vuelva alguna vez para contarla como merece. Por el tiempo en que hablo de Munda, digamos que sus padres todavía estaban vivos, si se puede llamar vivas a dos siluetas de cuero que apenas comían su tacita de leche con migas de pan y unas gotas de garnacha mezcladas con una yema, y que dormían catorce horas por día y diez pasaban sentados, uno al lado del otro, mirando siempre a un solo punto; una lejanía rehilona y llena de fantasmas sin palabras y sin formas.

Hay que agregar que Munda pudo contar después con la compañía de Bradamante llegada a la casa con hambre y frío no se sabía de qué caminos y que se quedó a vivir con ella sin que la solterona se lo pidiera, pero sin que tampoco la echara. Munda se acostumbró a la famélica y oscura muchacha que caminaba detrás de ella, silenciosa y sombría al principio, como pidiendo amparo y sin reclamar absolutamente nada. Y como esta llegada no vino a cambiar demasiado el tiempo de esa casa, la dueña dejó que Bradamante creciera y fuese poco a poco feliz a su lado, porque solo le bastaban el aire y el sol de todos los días para sentirse viva y contenta como puede serlo una avecilla brincando libre de rama en rama. Un día plantó flores en el jardín que Munda había olvidado; otro arrancó las malas hierbas y remozó el huerto confiándole a la lluvia y al buen sol los esplendores de su lozanía verde y saludable y, más adelante, se hizo tiempo para el corral y las nidadas. Y la casa pareció otra. Pero Munda no se dio cuenta. Además, en eso de ayudarle a cuidar los viejecitos, fue práctica y caritativa, llena de dulzuras y placidez, abundosa en mimos y en atenciones que en el fondo prodigaba para agradecer el lugar que le habían dado en el seno de esa breve familia tan distante de los sucesos de la vida.

—Bradamante, una hija no los cuidaría mejor —le decía Munda complacida, y la muchacha respondía llena de humildad:
—¡Pero si son tan buenitos! Nunca se sabe si tienen hambre y si tienen ganas de algo, porque ellos se conforman con muy poquito…
—¡En eso no son como yo, que tengo que vivir rodeada de mil cosas para sentir que el mundo es mundo!

Así era. Munda vivía su mundo y gozaba en el encierro de los cuartos acomodando sus tesoros, quitando el polvo hasta en donde no lo había, ensayando entre aquellos nuevas formas de orden, desplazando las piezas que habían perdido un poco de interés e introduciendo, entre todas, las que de pronto aparecían bellas y curiosas, para estremecer su alma expectante de novedades.

Cuando les escribía a cada una de sus nueve hermanas casadas desparramadas por la tierra, les iba contando pacientemente, con íntimo regosto: «Ayer agregué una tacita con pájaros de fuego; el quince de este mes, el ruso Marcos me trajo por fin la licorera con música que le encargué y que es una delicia; y también añadí a las otras chucherías que ya tengo un anotador de zinc con cuatro picaflores pintados y hojas de papel amarillo que dicen que viene propiamente de la China». Así tenía la casa llena de curiosas naderías que crecían y crecían en un rimero portentoso de sorprendentes objetos, máquinas indefinibles, instrumentos, cristales, lámparas de antiguos esplendores, artefactos abultados y ociosos que alguna vez parecieron prácticos e imprescindibles en la industria doméstica, recuerdos pomposos, libros de estampas sorprendentes con mujeres que tenían los ojos en el vientre y mariposillas unidas por sus alas en el monte de Venus; tumbagas, abarcas, cofrecillos con disimuladas trampas para guardar algún objeto de veneración; relicarios que habían pertenecido a amantes héticas de alguna historia romántica urdida por la propia coleccionista; bizazas en las que uno podía poner las manos dentro para sacar de ellas lo que menos se esperaba como confetis apolillados que conservaban el perfume desvaído de algún lejano y feliz carnaval y que hacían juego en la memoria con doradas espiguillas alguna vez esplendorosas en un presuntuoso traje de reina micareme. Y seguían en ciertos lugares de esos antepechos y hornacinas los picofeos tiesos en simulados follajes tropicales, con ojos grandes de negra goma micada que lanzaban brillos arteros como si en realidad quisieran robarse la fruta de ónix expuesta un poco más abajo, o como si estuvieran maquinando la acción certera para lanzarse sobre los diminutos zoológicos amasados con molla y sal que los circundaban. Y esto por solo nombrar una parte de los cuantiosos bienes amontonados amorosamente a lo largo de su insípida y tediosa soltería. Cuando sus hermanas querían acallar la propia conciencia por tenerla tan lejos y abandonada a la pobre Munda, algo siempre le mandaban. Celebraban así, a la distancia, un cumpleaños, un santo, una navidad, un suceso cualquiera que les permitía sentirse amables y unidas a ella con ciertos regalos que la complacían. Todos pueden darse cuenta de qué se trataba. Un día le llegaba desde Prestolia, donde vivía la menor, un envoltorio; otro, una caja; más tarde venían desde Arcalanza —donde había formado feliz familia la mayor— Ismael y Pedro con una encomienda, u otro viajero que merodeaba la casa, para hacerle presente el recuerdo de las buenas hermanas distantes.

—¡Nunca se olvidan de mí, qué buenitas, qué buenitas —palmoteaba Munda al desgarrar los papeles y desatar los lazos—, ellas saben que éstos son mis caprichos y que con eso no hago mal a nadie! Mirá, Bradamante, si no es una hermosura, no creo que tengamos nada parecido todavía.

En los paquetes venían besugos de celuloide, restos de una farándula chinesca introducida sigilosamente en occidente y comprados al pasar en una tienda rural. Venían ramilletes de flores hechas con escamas de pescado e hilos de seda roja, amarilla y morada; frutas de cristal que encerraban deliciosas y secretas fuentes de luz para alumbrar la inmensidad de los cuartos en las noches; tocineras heredadas de suegras y parientas antiquísimas que se fabricaban con esa hermosa loza estampada con el retrato del rey Víctor Manuel y la reina Margarita. A veces engrosaba su caudal con un chisme de cobre, una basquiña de arduo gobelino o un cofrecillo hecho con dos mitades de limón reseco y forradas por dentro con un acolchado de delicado raso y bordado al rococó. En este cofre, por ejemplo, al que estimaba con particular delirio puesto que venía de las manos blancas y temblantes de su pálida madrina, depositó alguna vez un redondo carozo de ciruela sobre el que habían tallado la escena completa del casamiento del emperador Claudio con Agripina Menor, imitando torpemente el sardónice que se guarda en Viena, aunque la dueña ignorara todos estos refinamientos de información. Si conseguía capturar el interés de Bradamante por sus esperpénticos tesoros, a veces empezaba a contarle la historia de los más queridos, cuando la chica, por conmiseración, la dejaba inventar leyendas de vida y muerte que Munda quería para sus objetos íntimos y adorados.

—¿Ves, Bradamante, este cofrecito? Es una maravilla, pero adentro tiene otra maravilla más pequeñita y misteriosa…

Y se dedicaba a separar con cuidadoso esmero las dos sutiles partes del limón reseco para mostrarle el carozo, hasta decirle triunfalmente:

—¡Un carozo, aunque no te parezca cierto!
—¿Un carozo? —simulaba interesarse la muchacha mientras su alma vagaba hacia la luz dichosa de la campiña que la esperaba afuera con la huerta pletórica, los palomos zureadores y el jardín poblado de lábiles abejas— ¿…de veras un carozo? ¡No me mienta usted doña Munda!
—¡Pero no, no te miento! —exclamaba feliz la solterona embriagándose de la evocación fragante que le producía el contacto de ambos frutos en sus manos. En efecto, a medida que pasaban los años, más reseca la cáscara cítrica del cofrecillo, más perfumaba con su éter de vejeces y lontananzas y asimismo ocurría con el hueso de la ciruela.

Bradamante estaba afuera y Munda adentro. La dueña de casa no tenía ahora tiempo, con la ayuda de la muchacha, más que para prodigarse al contenido singular y coruscante de sus cuartos que iba poblando y repoblando día tras día y año tras año. Cuando en alguna casa de Corda había algo viejo que desechar, se mandaba a alguno para hacérselo llegar de regalo a Munda y ella agradecía atenciosa y reconocida.

—Todo esto es mucho para que una sola persona pueda cuidarlo, doña Munda —le insinuaba Bradamante.
—¿Pero qué puedo hacer ahora que estás vos en la casa y te ocupás de todo? Esto es lo único que tengo en el mundo… Y algunas cosas son tan frágiles, que hay que acariciarlas como si tuvieran vida para que luzcan con toda su hermosura… —suspiraba seguramente con nostalgias de las caricias que como mujer nunca había tenido.
—¿Y para quién, y para quién? —se alejaba balbuciendo por su lado Bradamante hacia la pollada que afuera reclamaba la comida de la tarde mientras la mujer se quedaba repasando sus botellas de finísimo cristal que contenían como flotando por arte de maravillas unas sutilísimas piraustas halladas en las cenizas de una vieja ciudad excavada.
—No tengo a nadie para dejarle herencia, por eso todos mis afanes los pongo en estas delicadezas que me acompañan y me entretienen —observaba otro día cuando Bradamante venía a querer distraerla con algún comentario de afuera, y abría los brazos para abarcar con jubiloso orgullo sus cunitas de bronce y porcelana, con pringosas muñecas de una cera tan pero tan parecida a la carne, que se diría palpitaban con el solo acercamiento de Munda. En un cuarto, que ya había desocupado de los vulgares y grises muebles de la casa, almacenaba unos guantes de randa hechos con una seda sulfurosa y ardiente que dejaban en las manos cierto calor parecido al del seno de las flores que coagulan el rocío en las noches calientes, allá en lo más profundo de la selva adonde solo llegan los valientes exploradores holandeses con sus cascos y sus mosquiteros sobre la cara.
—Probátelos Bradamante —le dijo una vez—, vas a ver qué tibios son, y ahora que te has hecho señorita merecerías ponértelos para un baile adonde van las hermosas señoras para lucirse con hermosos caballeros… pero de esos bailes no hay en Corda.

Bradamante tomó con recelo los guantes que le ofrecía y solamente se los puso porque ella se lo pidió pero no porque lo deseara. Nada de ahí adentro era deseable para Bradamante. Se trataba de una seda sutilísima, efectivamente, pero no pudo ponerlos encima porque le quemaron la piel como una fiebre repelente y malévola apenas se los colocó.

Al lado de esos guantes podían hallarse medallitas besadas por santos leprosos que habían labrado ellos con sus propias manos a medida que la carcoma inexorable y tremenda labraba sus carnes condenadas. En el reverso podían leerse los datos de una crestomatía afiebrada que sintetizaba la vida de beatos agostados —pero al mismo tiempo santificados— por el terrible mal. Una liviana jaula de trama de falso oro, con una escudilla de agua hecha con el omóplato de un zorrinillo, parecía ser el ambiente gozoso para dos o tres cínifes extrañísimos cuyo origen debía ser —por obvias relaciones— las mismas selvas palustres en donde se obtuvieron aquellas sedas para los calientes guantes de encaje. Pero no nos engañemos, los insectos no eran vivos, sino que pendían, resecos de invisibles hilos que les permitían flotar al menor suspiro cercano cual si volasen felices en su prisión de engañoso oro.

Debajo de un techo de tisú, festoneado por cierta pomposa tela briscada, Munda había colocado avecillas de cristal y alambre que tenían sus propios mecanismos para cantar, para batir las alas y para reproducir otros hechos naturales con la misma facilidad de simetría y oportunidad con que se suceden los propios acontecimientos de la realidad. Había una oropéndola, por ejemplo, que trinaba por la noche, cuando más que nada todos en la casa estaban en silencio y deseaban el silencio. Y también, un gerifalte de ojos de rubí —con los que parecía siempre lanzar miradas maléficas a Bradamante— excretaba, merced a su oculto mecanismo estimulado por el sonido, cuando Munda, precisamente, más circunspección y prudencia guardaba por la calidad de algún visitante al que de vez en cuando había que mostrarle los tesoros.

Y si Bradamante le preguntaba por qué conservaba esos pájaros siendo que le traían algunas molestias, ella le contestaba:

—¿Podrías desprenderte de una parte de tu cuerpo sin dar un grito de dolor? A mí no me gusta el dolor.
—Pero, doña Munda —le decía la muchacha—, ya no hay lugar en la casa; un día va a tener que sacar todas las camas de sus cuartos.
—Oh, nos vamos a arreglar, no te aflijas; después de todo papá y mamá ocupan tan, pero tan poco lugar…

Y no se podía decir que esto no fuera la pura verdad. Como dije, los viejecitos eran sentados en sus sillitas de anca junto a las paredes rasadas por la luz múrice de la tarde y allí comían su papilla durante las horas que podían ser dejados afuera. El resto, dormían, después de cumplir con alguna que otra exigencia de las que no se pueden sustraer los cuerpos que viven.

—Sí, sí, eso se ve —confirmaba Bradamante—, ellos no molestan para nada… —y dejaba que las últimas palabras sonaran con cierto retintín porque, desde hacía unos días, Munda había comenzado a colocarlos a ambos, para el descanso, en una de las cunitas de bronce y porcelana. Pero a Munda ese reproche no le hacía mella. Por su parte, la chica, sin poder hacer nada allí, en terreno que no era suyo, se iba a sus trabajos y miraba a los viejos reclamándoles un apoyo, aunque más no fuera con un sí o con un no, pero los pobrecitos, cada vez más reducidos y más mudos, nunca tenían iniciativa para hablar, si no era para pedir de comer o para que los llevaran a dormir.

Mientras tanto seguían llegando por correo catálogos y revistas que ofrecían novedades e invenciones en que gastar el dinero y la solterona se los devoraba para ver qué faltaba entre sus tesoros. En el cuarto que había servido de dormitorio matrimonial, con grandes retratos de Parín y Marinna Tibaldo en el día del casamiento, y un crucifijo de nácar ahora olvidado sobre la pared en donde debió estar apoyada la cama, Munda colocó un día una dionea que abría y cerraba sus palpos de ludicante celuloide mediante un ingenioso mecanismo de engranajes y resortes, cada vez que una mosca, inocentemente atraída por el olor, bajaba a la tentadora planicie. Allí mismo, las hojas, orladas de deslumbrantes alfileres rojos, lenta pero inevitablemente comenzaban a funcionar cerrándose cada vez más sobre el cuerpo de la imprecavida víctima que sopaba en los jugos arrobadores. No era este el único modelo de máquina cazainsectos; los había en forma de tortuga que absorbía los bichos por disimulados agujeros en el caparacho mediante una complicada cual efectiva máquina neumática; los había en forma de estorninos cantores, de margaritas con tramposos estambres de velludo amarillo, de rubescentes granadas que desleían cierto arrope tentador desde sus granos de cristal carmesí a través de un sutil orificio como el lagrimal de un ojo. En fin, un rimero de portentosos aparatos de muerte embellecidos hasta el delirio de la imaginación.

Un enorme tapiz de indiana, en el que se reproducía la ingenua visión del paraíso terrenal pintada por aquel santón de los lupanares que buscaba sus modelos entre las pobrecitas esclavas del placer que también pasaron alguna vez por Corda, ocultaba una ventana de otro cuarto. Con él dejaba a oscuras, durante el día, el ambiente poblado de lamparillas, fanales, faroles, linternas, arañas, mariposas de aceite, lampiones, veladores de petróleo, quinqués y candelabros de pavorosas construcciones en donde los brazos de unos podían ser raíces torturadas de un árbol abatido, o simplemente, en otros, las guirnaldas espléndidas de una cornucopia generosa y agreste. Algunas de esas fuentes de iluminación se encendían con solo suspirar delante, ya que estaban preparadas para velar los insomnios de ciertos nostálgicos del placer. Otras necesitaban de difíciles combinaciones de aceites odoríferos para inundar después la casa, mientras vivía la llama, con inefables aromas que hacían soñar con turbadores encuentros de amor. Algunas otras hacían trepar su resplandor en un tubo herméticamente cerrado para poner en movimiento, por el calor, a una veintena de fluidos coloreados que ondulaban y se movían morosamente despertando de una quietud inope hasta pasar a ser protagonistas de una danza incandescente, jocunda y desquiciada con que habrían celebrado, al parecer, sus primitivos dueños, orgías descomunales de alcohol y enloquecedora carne joven.

Al lado de un santo de Cremona auténtico y distinguido, coexistía un barrilito de grapa contrafajado con el peor gusto del que se echa mano en los puertos para engatusar a los viajeros inexpertos en la estética, pero impresionables para los souvenires. Junto a un cucharón de peltre, falso Pedro II, triunfaba hierática y desbordante de guaranguería plebeya un caracol pintado al desgaire simulando un paisaje tirolés. A Munda no se le podía pedir discriminaciones ni jerarquías estéticas porque su mundo, coherentemente, era como el de afuera: había de todo. Convivía lo bello con lo feo, lo hermoso con lo hórrido, lo sobrio con lo indigno; lo que tenía hasta en las fibras más íntimas de sus propios cimientos la armonía de todo lo perfecto con aquello que pregonaba ligereza y desgano en toda su factura.

—Esto es todo lo que tengo, Bradamante, y en mí no hay obligación de pensar en dejarle la herencia a nadie, como mis nueve hermanas.

Se justificaba así de los gastos que hacía para poder poblar su universo.

En esas sombras ella consumía sus colores de mujer viva y se iba pareciendo cada vez más a un yeso frío y desalmado que reproducía con sutiles detalles a la Lucrecia del Verrocchio, helada como un témpano y a la que copiaba hasta el peinado.

Bradamante, que ya era una mujer hecha y derecha y que deseaba el amor aún sin conocerlo, se entristecía por su ama insensata y por sus actos estériles, por lo que a veces se animaba a decirle:

—¡Ay, ay, doña Munda, un marido le vendría mejor que todas estas sonseras!
—¡Pero no —le respondía ella—, no todo es sonsera, mirá si no los pájaros con cuerda y esta abeja de plata que zumba y hasta hace miel!

La abeja, sentada sobre un giróscopo perfectísimo, rozada por un dedo de Munda, comenzó a runrunear y expeler una sápida jalea perfumada que podía hacer relamer de gusto a los golosos.

—Afuera, encima de las clavelinas y de los alhelíes hay abejas mucho mejores que esta porque son vivas y tienen aire y luz en todo el cuerpo. Estas son chucherías y nada más, doña Munda, dele la vuelta que le dé y quiera Dios que un día no la vayan a tapar.

Munda se volvió a su trabajo y su trabajo consistía, precisamente, en procurar que sus objetos, dentro de las cajas que les correspondían, sobre las repisas, en los armarios, en las hornacinas, encima de los antepechos, bajo las campanas de cristal y encerrados en sus estuches no se convirtieran en una montaña abrumadora de basura.

Y mientras dedicaba sus afanes en esa casa muerta, a permanecer atenta a su riqueza de figuras y de lámparas, de máquinas, de juguetes, de botellas, de adornos, de cajas, de muñecas y de mil cosas más, Bradamante se tonificaba con el mundo de afuera y juntaba en su carne y en su corazón el calor de los días y la fuerza de la tierra que pisaba, lo que le permitió ser amada por un mozo garrido que sembraba los campos en el contorno. Él era Yaco Colombo y, efectivamente, como un palomo supo hacerla feliz en las cuatro o cinco noches en que gozaron de la vida escondidos en uno de los viejos galpones que no se habían vuelto a abrir tras una última y lejana cosecha. No se sabe lo que se dijeron ni lo que se prometieron, ni cuáles fueron las palabras seductoras, si es que existieron, pero Bradamante se sintió después como si le hubieran ofrecido tesoros mil veces más tentadores que los de Munda.

—Los hombres son unas bestias desalmadas que dejan hijos detrás —le recriminó Munda cuando descubrió el arrebolado esplendor de la cara joven y comprendió el significado de los cantos y el sentido de la cama vacía por las noches, cuando Bradamante cambiaba la soledad de sus sábanas por los abrazos de Yaco Colombo, que la esperaba en el galpón. Y sí, el niño nació. No podía ser de otra forma. La naturaleza es certera, precisa, busca sus instrumentos en todas las criaturas y por eso tampoco pueden sustraerse los humanos, y solo necesita dar un leve empellón para que la acción se precipite. Allí, entre Bradamante y el fuerte sembrador estuvo presente también, por eso nació el hijo, hermoso como los ángeles, más dulce, más suave, más fragante, más tibio, más, más, más inmensamente palpitante que cualquiera de las muñecas de cera que Munda tenía en sus cunitas, y Munda vivió un sentimiento nuevo y lo amó.

—¡Es mío, es mío este muchacho! —le decía al alzarlo apenas terminaba de amamantarlo con su leche fuerte y caliente Bradamante la feliz, porque entonces en el pueblo no había ninguna más feliz que ella.
—¡Pero doña Munda —insinuaba la madre—, usté se va a cansar teniéndolo todo el día alzado, déjemelo un poco a mí que tengo la obligación de criarlo!

Pero no, Munda se lo daba a regañadientes si se lo daba.

Si el niño se ponía a llorar, lo consolaba mostrándole la abeja de plata, las becacinas trinadoras, la dionea atrapamoscas, los picofeos tiesos sobre sus ramas de cartón y alambre, las lámparas de colores que rebullían en los tubos de lava volcánica incandescente. Le mostraba los chinescos suspendidos de las paredes, los santos de yeso, las caracolas presuntuosas, los ramos de magnolias y amapolas que parecían reales desde lejos pero que no eran más que cuero y trapo al tocarlos.

—¡Usté lo va a enviciar —le decía la madre—, de noche cuando se despierta tengo que venir a enseñarle todo para que se duerma!
—¡Pero él se entretiene tanto! —le contestaba Munda despreocupada— y a mí no me molesta.

El niño aumentaba su entendimiento porque crecía al ritmo de las jornadas, como por lo común sucede en la historia de cada vida, y ya sabía esperar con placer el momento en que su hada madrina lo gratificaba con los nuevos encantos a mostrarle. Se quedó particularmente pasmado frente a la máquina que hacía música a veces con solo dar vuelta una manija y ponerle un cilindro negro en un eje que giraba. Ah, qué maravilla, de allí salían ladridos, gorgojeos, susurros, la voz del viento y de la paloma, el canto de una mujer de garganta poderosa y la voz grave de un hombre que rogaba; el murmullo de las aguas brincando entre pedrones, la placidez de la lluvia al caer, la brisa que hace crepitar los trigales maduros.

Pedía más y más porque nunca se sentía satisfecho, cuando terminaba la exhibición sobre una cortina blanca, de imágenes deslumbrantes y pintadas en vidrio por las que pasaba la luz de la linterna que hacía inmensa la cara de los duendes a través de una lente diáfana y misteriosa. Reclamaba a gritos la oca que corría detrás de un chaval en los suburbios de Jaén; palmoteaba de alegría al ver el degüello implacable del asaltante de caminos que abordaba una diligencia por los tortuosos peñascos de Calabria; se reía a carcajadas del pobre tartamudo que penaba en un rincón de la clase con el bonete de burro por no poder recitar la lección y sentía que era muy cómico ver a Santa Genoveva de Bravante arrastrada por los cabellos entre las zarzas del monte.

—¡Ay doña Munda, me está gastando el chico! —comenzó a suspirar entonces Bradamante, que veía crecer en el hijo esos caprichos insensatos. Pero la mirada y el cariño de la solterona eran tan inmensos y tan implorantes, que la madre lo dejaba un poco más en sus brazos y se iba otra vez a las labores del día.

Hasta que un atardecer, después de haber vuelto de la huerta donde fue a llenar la canasta para la cena, Bradamante se inquietó por el silencio que nacía de todos los rincones de la casa sin saber qué se había hecho de Munda y del hijito, que siempre esperaban su regreso para la última comida del niño antes del sueño. Sintió como un latido urgente en su corazón y se fue de cuarto en cuarto, con un sobresalto en el pecho, a buscar noticias. Los viejos, puestos a dormitar en el sol del último ocaso, no le dieron ningún rastro. No sabían nada, nunca estaban informados de nada. Bradamante atravesó las habitaciones muertas sin hacer ruido tampoco, la misma quietud total del caserón la obligaba a una contención anhelante y conturbadora. La solemnidad de las sombras —más espesas allí adentro— y una remota voz de canción de cuna se lo imponían. Era un canto largo, hipnótico, matizado de palabras dulcemente embriagadoras, pero aletargantes y posesivas a la vez. Era un canto que no venía de garganta humana, sino de una de esas máquinas de Munda.

Cuando desembocó en el cuarto, la mujer hamacaba al niño en una de las cunas vetustas de cuya cabecera caía una carcomida tela de tul, repelente de tiempo y de polvo y que había servido siempre de reposo a la cera inerte de una de las muñecas que ahora yacía a los pies.

Bradamante comprendió y se dijo que no iba a permitir una cosa así. El mundo de ella y de su hijito no era eso, no estaba allí tampoco, pero seguramente que Munda no lo pensaba así, por eso la madre levantó suavemente al niño dormido sin decir nada y se lo llevó afuera para que el aire del crepúsculo lo despertara. Esa noche, desvelada, lo pensó bien y decidió partir. Entonces, con un gran estremecimiento de congoja en el corazón le dijo:

—Doña Munda, usté ha sido siempre muy buena con esta peregrina y no quiero irme sin hacerle saber que se lo agradezco, pero como madre tengo la obligación de procurarle un destino a mi hijo; usté sabe, si uno no prueba los caminos de Dios y de los hombres, después se lo reprocha toda la vida.

—Sí, sí —contestó ella en el dolor reticente de su vergonzosa frustración—, comprendo, como viniste te vas —y huyó a los cuartos para buscar consuelo en su soledad sin volver siquiera la cabeza.

Adentro, frente a la cuna, armó de nuevo con paciencia el pequeño lecho y colocó otra vez el cuerpecito de cera sobre las sábanas para que bajara los párpados y se durmiera. Puso el cilindro en la máquina y la voz subyugante empezó a cantar la canción de cuna. Pero cuando Munda quiso bajar el mosquitero para preservar las carnes de la muñeca, el tul se hizo polvo entre sus dedos.