El Hijo del Carnicero
Error 404Había llegado la nieve al fin. El frio se colaba por mis huesos y escapa por mi boca. Los fríos vientos del norte derriban los males y acercan a las familias. Y hace falta, es necesario cuando la hambruna ataca. Los cultivos mueren y los graneros se vacían, poco a poco, pero constante. Los animales sufren también, caen por montones. Pero por suerte, y perdón por decirlo de este modo, las enfermedades también se alzan y pululan entre las calles. Desde el resfriado más leve hasta la tisis más fuerte debe ser tratada por nosotros: los médicos. En medio del desfile de sombras nocturnas los laudes, panderetas y flautas suenan anunciando nuestra llegada. Pasos firmes, máscaras extrañas y sombreros de copa de adornan a cada médico. Yo soy un doctor domiciliar, voy a las casas de los enfermos que ya no pueden moverse, que apenas pueden respirar, a los que la vida se les escapa en cada latido de su débil corazón. Al principio es difícil ver a los familiares llorar, maldecir y al enfermo morir; pero uno se termina acostumbrando. Esa Navidad me encargaron la casa del carnicero, ya que su pequeño hijo de 8 ha enfermado de una fuerte gripa, con calambres y malestar. Me dirigí a la casa, ya adornada para la festividad. Los cerdos estaban flacos y desgastados. Algunos dormían, pero estaba seguro de que había uno muerto. Toqué la puerta solamente. Pasados pocos minutos un hombre alto y fornido me abrió, tenía rumores de sangre seca manchando su delantal blanco. Llevaba una cornamenta puesta, parecía hecha de madera barata.
—¿Es usted el carnicero? —Le pregunté con voz grave y cansada.
—Sí, señor. ¿Es usted el doctor? —Me miró con esperanza y asentí con la cabeza —Perdone mi aspecto, era para animar al niño… le encanta la Navidad.
—No tiene que disculparse, pero le pido que se mantenga alejado del niño mientras le examino. De hecho, como usted ha estado en contacto con él, también tendré que revisarlo.
—Claro, doctor. Lo que usted diga.
Escuché un sollozo en la habitación del lado a la que nos dirigíamos. El carnicero me explicó que era la madre, estaba devastada por la enfermedad del pequeño. El hombre se quitó la cornamenta y me dijo pasara a la habitación del enfermo. Lo revisé como hago siempre, fue impactante incluso para mí. Fuertes ampollas lucían a lo largo de las axilas, cuello y entrepierna. Dos grandes bultos negros, como carbones encendidos, se alojaban en su frente. Sus dientes, podridos hasta la raíz, se asomaban entre sus labios resecos y agrietados. Su cabello, escaso y quebradizo, apenas cubría su cráneo. Cada vez que tosía, un chorro de sangre salía de su boca y se mezclaba con el sudor que le corría por el cuerpo. Sus ojos, amarillos como el azufre, me seguían con el ceño fruncido. Su piel, llena de llagas supurantes, se había adherido a la ropa y a la sábana que lo envolvía, formando una costra de tela y carne. El hedor que emanaba de él era insoportable, una mezcla nauseabunda de vainilla rancia, ocre podrido y sangre coagulada, además del olor a muerte que lo impregnaba todo. Lo anoté en mi cuaderno y ofrecí un brebaje analgésico al pequeño. Cuando me giré para hablar con el padre escuché nuevamente el sollozo de la habitación contigua, esta vez la naturaleza del aullido me hizo estremecer.
—Lo siento. Pero no creo que sobreviva —Dije desesperanzado, tratando de no ser frio.
—Me… me lo imaginaba. Pero, debe haber algo que pueda hacer para curarlo, al menos que viva un poco más. Sin dolor.
—Puedo darle algo para que no sufra los días que le quedan —Él no respondió nada.
—¿Tiene agua? Preparare una crema para las llagas, para que dejen de doler.
El carnicero salió en busca de lo que le pedí. Volví mi atención hacia la salida, examinando en busca de indicios de su partida. La ausencia de su presencia me provocó una sensación leve de malestar, acompañada de un sutil mareo. Dudé por un instante, pero finalmente decidí adentrarme en la habitación contigua. Una sensación helada recorrió mi sangre al acercarme. El olor resultaba insoportable, aunque intentaba disimularse con una fragancia de vainilla. Temblando, giré la manija y abrí la puerta. Los años que me he dedicado a visitar pacientes no me prepararon para lo que allí vería. Por sobre las paredes y la cama destilaba una sucia y mal forme pila de huesos y carne viva, se revolvía y esparcía fluidamente por el suelo pegajoso. Pude notar que alguna vez fue un cuerpo femenino, ahora solo era una mancha gigantesca que se quejaba y lloraba. Partes de su desfigurado cuerpo habían sido cortadas. Símbolos arcanos adornaban las paredes y los cráneos a su alrededor. Dejé caer mi bisturí al suelo, generando un leve, seco y austero tintineo.
—He cometido un error contagiando a mi hijo con esto. Usted entrando aquí —Me giré a la puerta, allí estaba. El hombre llevaba un cuchillo ceremonial en la mano.
—¿Qué le ha hecho? ¿Qué es esa cosa? —Grité, retrocediendo.
—Usted no debía ver esto. Usted vino a curar a mi hijo, no a espiar mis secretos. Ahora no puede irse, será más carne para estas fiestas. —El carnicero se acercó a mí con el cuchillo en alto.
El frío y el hambre hacen estragos en la cabeza de muchas personas.