El diablo en Capibara-Cué

Velmiro Ayala Gauna

Si en Verona fue famoso el antagonismo entre Montescos y Capuletos, en Capibara-Cué no lo era menos la enemistad que separaba a los Echebarne de los Teixeira, aunque, para decir verdad, era solamente entre los respectivos jefes de familia que impusieron a sus miembros las consecuencias de su rencor.

El asunto se originó durante una de las fiestas patronales cuando ambos, un poco «alegres», se desafiaron a una pulseada y don Tomás, «El Vasco», consiguió vencer a don Casimiro «El Gallego», victoria que el segundo se negó a reconocer alegando que su adversario «había dado el envión antes de la señal del comienzo».

—Estos «gaitas» son buenos para el lengua, sí, sí... —se pavoneaba el vencedor— pero son flojazos para las otras cosas...
Y reía sonoramente golpeándose los muslos con las palmas.

—Más vale ser flojo, pero honrao y no como tú «cura de vacas»... —barbotó el perdidoso.

—¿Qué pretendes decirme con eso de «cura de vacas»? —se amoscó el éuskaro.

—Que bautizas con agua la leche que de ellas sacas, hombre...

Menos mal que se interpuso el comisario porque si no hubieran llegado a las manos, pero, sin embargo, la grieta así abierta se fue ahondando con el tiempo y si bastaba referirse a don Tomás para que a don Casimiro le diese un ataque de hígado, la sola mención del nombre de este último ponía al primero en un estado próximo al histerismo.

Pero el amor que ignora todas estas pequeñas minucias hizo que la amistad que de niños tuvieron Marixu Echebarne y Santiago Teixeira, aunque interrumpida por las desavenencias paternales, se convirtiera al llegar a la adolescencia, en una pasión irrefrenable que les hizo arrostrar las amenazas de los mayores para seguir con su romance.

—¿Sabe a quién vi ayer rondando por lo'el Vasco? —dijo cierta vez el cabo Leiva a don Frutos, el comisario.

—Ya me imagino, a Santiaguito...

—Justo, el mismo y pa mí se iban a ver con la Marixu a escuendidas'l padre...

—Si la agarra'l padre flor'e palisa que le va a dar...

—Y si se entera'l gallego, don Casimiro, no le deja'l hijo ni un güeso sano...

—Es irracional esa tosudez de los progenitores en impedir el idilio de los hijos —intervino el oficial Arzásola— ¡Hay cada uno!...

Don Frutos, que sabía de la cerrada oposición de don Filemón a los amores de la hija con su subordinado, sonrió y dijo:

—Vos también resollás por la mesma herida, pero loj padres son loj padres y loj hijos les deben obediencia...

—Si juera yo ya me la hubiera llevau en ancas y dejau al viejo que se coma laj uñas... —exclamó Leiva.

—Y, a propósito... ¿vos sos güen jinete, no? —preguntó don Frutos con aire inocente...

—Sí... ¿y qué tiene? —respondió el oficial, pero, luego, al darse cuenta de la insinuación enrojeció y dijo:

—Nos va a costar, pero tarde o temprano, el padre de Isabel va a ceder y seremos felices...

—Siempre que la muchacha no se canse y se mande mudar con otro... —se burló Leiva y escapó para el patio para no escuchar la airada respuesta del enfurecido galán.

Los sucesos se fueron encadenando con rapidez y obligaron a una desusada actividad en la comúnmente tranquila comisaría de Capibara-Cué. Primero fue un peón de don Tomás que, al salir con sus tarros para el reparto, halló a Santiago, caído al pie de un rugoso urunday al margen del camino, con una herida sangrante en la cabeza y presa de una conmoción cerebral.

Avisó a los dueños del tambo y lo llevaron inconsciente, en medio de los inconsolables lamentos de Marixu. El doctor Levinsky que vino a toda prisa aconsejó que no se lo moviese y que se lo atendiese en casa de los Echebarne.

«El Vasco», al oírlo, dijo:

—Doctor... mi casa y todo lo que tengo puedo disponer para el cuidado del muchacho, pero eso sí, que don Casimiro...

—Tomás... —reprochó suavemente doña Anunciada, su mujer, y el hombre se frotó las manos desesperado y se rindió:

—Bueno, pues que él y toda su familia también vengan para atenderlo si quieren, sí... sí... ¡Total!... El pobre Santiaguito no tiene la culpa de tener el padre que tiene...

Poco después un agente trajo el caballo del herido que había hallado vagando por las cercanías del hecho. Estaba bien ensillado y junto a la montura tenía colgada una pequeña valija donde hallaron varias mudas de ropa, un poco de dinero y otros objetos.

—Parece que el muchacho estaba listo para mandarse mudar y llevarse a la muchacha... —manifestó don Frutos.

—Y bien que hubieran hecho pa darle una lisión a los padres que se oponían —confirmó Leiva.

Pero las cosas se complicaron, a los pocos minutos, llegó don Casimiro furioso y echando chispas.

—Señor comisario —dijo y se detuvo para recuperar el aliento.

—Güenos días primero —exclamó don Frutos.

—Güenos días... señor comisario... —volvió a repetir con voz grave el galaico—, vengo a denunciar a don Tomás Echebarne por tentativa de asesinato de mi hijo y secuestro, además...

—¡Epa!... Sujete un poco que se llevar por delante a tuito el Código Penal...

—Soy un ciudadano que paga sus impuestos y que exige justicia...

—Prencipiemos por el prencipio... ¿Quién le dijo que el vasco lo quiso basurear al Santiaguito?

—Nadie, pero es lógico... Resulta que me he enterado que el muy mostrenco de mi hijo resolvió raptar a la hija de don Tomás y es seguro que este lo sorprendió y le dio de garrotazos hasta dejarlo como está... Después... ¿por qué no quiere que lo traigan a casa?

—Porque el médico lo ha prohibido... Dice que si lo mueven en el estado que está podería morirse...

—Pero allí corre riesgo que lo envenenen o ¡qué sé yo!...

—No se aflija que naides lo va a cuidar mejor que su novia, la Marixa...

—Esa mujer no es su novia...

—Rispete don Casimiro que esa muchacha es digna'e tuitos los elogios y no será novia pa usté, pero lo es pa´l Santiago que es lo que importa.

—Bien, no discutamos, mantengo mi acusación contra don Tomás. Él y nadie más que él puede haberlo herido...

—Eso está por ver... Pierda cuidau que yo viriguaré y castigaré al culpable. Y no vaya a ser que tenga que castigarlo a usté, también...

—¿A mí?

—Sí, a usté y a don Tomás que con sus peleas han causau tuito esto...

—Son cosas nuestras... ¡Buenos días!...

—Güenas, don Casimiro...

Don Frutos que salió acompañado de Leiva a efectuar sus investigaciones volvió bastante preocupado y reuniéndose con el oficial empezó a debatir el asunto.

—Sabés que n'esta custión del Santiaguito estoy maj desorientau que mamau a media noche. No sé pa adóde agarrar... ¿Quién golpió al muchacho y casi lo manda pa'l otro lau?

—Es indudable que, siguiendo las leyes de la lógica, nuestras sospechas deben dirigirse a quien tenga un motivo...

—O sea lo que se dice que debemos hacerle caso a don Casimiro y meterlo preso a don Tomás...

—¿Y quién otro podía ser?... Descartemos el propósito de robo porque consigo tenía objetos de valor y sobre su caballo hallamos otros que podían tentar a un ladrón.

—Mira oficial, don Tomás es hombre bueno, capaz de arranques, pero leal... Además virigué por loj piones y otras personas y supe que se había acostau y ricién, al otro día, conoció la cosa.

—Pudo muy bien haberse levantado y volver.

—No... sé que durmió tuita la noche'e un tirón. Me lo dijo doña Anunciada, su mujer, y ella no es capaz de mentir...

—Me asombra la fe que concede usted a la palabra de cierta gente.

—A la palabra'e la gente güena, oficial... Tuavía dentre nojotros creemos n'el valor'e la palabra y tanta fe tenemos que hasta la usamos pa curar...

—¡En fin!... Veremos...

—¿Endemás tengo que saber con qué le pegaron?... Busqué l'arma y no la encuentré.

—El asaltante la habrá llevado consigo.

—El caso es que naides vio a dengún estraño rondando... Es una calle solitaria y bien pudo disimularse en las sombras.

—¡Hum!... Puede ser, pero esto maj parece cosa'l diaulo...

—Haulando'l diaulo —terció Leiva— me dijo doña Pancracia que a la madrugada ella oyó ruido'n la calle, abrió un postigo'e la ventana y vido dos ojos brillantes y dispués oyó ruido'e cadenas...

—¡Es lo que faltaba! —saltó Arzásola—, que ahora le quieran echar la culpa al demonio...

Justamente en ese momento llegaba el doctor Levisnky y don Frutos le preguntó:

—Diga doutor... ¿viene de verlo a Santiaguito?

—Efectivamente, lo encontré ya bastante reanimado... Felizmente es joven y tiene la cabeza dura, de manera que salvará...

—¿No dijo nada del ataque?

—Aproveché para interrogarle al respecto y me contestó que descendió del caballo y, como es manso, lo dejó sin atarlo, que no había nadie en la calle, al parecer, pero que fue caminando medio agachado para no ser visto, cuando, de pronto, sintió un golpe en el costado, otro terrible en la cabeza y ya no supo más...

—¡Jesús cheyara!... (Jesús mi dueño) —exclamó Leiva y se persignó— eso nicó parece cosa'l Malo...

—Diaulo o no diaulo vamoj a tener que encuentrarlo —sentenció don Fruto.

—Lo mejor es —continuó el galeno— que ya don Tomás no se opone al muchacho. Parece que antes que se lleven la hija a escondidas prefiere dar consentimiento...

—¿Y don Casimiro no va a verlo?

—¡Qué no!... Ha ido y se pasa las horas junto al hijo, pero no lo mira siquiera a don Tomás, pero ¡asómbrese! cuando lo saqué al patio y le dije que mañana podría llevarse al muchacho, mirando a todos lados, me contestó: «Déjelo aquí, doctor... Yo y mi mujer ya somos viejos y pienso que nadie podrá cuidarlo como Marixu...».

—Ta güeno —murmuró don Frutos— solo entonces noj falta agarrar al diaulo... Vamoj a buscarlo otra vez...

Salieron los tres policías y pronto llegaron al lugar donde habían hallado al herido.

—Aquí estaba tirau... ahí se ve un poco'e sangre sobre'l pasto... —explicó el comisario.

Se acercó al urunday y observó el tronco.

—Mirá... aquí está medio astillau... y hay pelos...

—¿Habrá chocado al caer? —sugirió el oficial.

—¿O le haberán pegau contra él?... Por eso no encuentramos l'arma...

—¿No puede haberse enredau entre los yuyos y caido contra'l árbol? —dijo el cabo.

—Puede, pero el golpe no hubiera sido tan tremendo.

Conduciendo los caballos de las riendas volvieron por el camino hacia el pueblo. Don Frutos marchaba lentamente, escrutándolo todo con la penetrante mirada de sus ojillos oscuros. A veces cruzaba de una acera a la otra, a ratos se inclinaba y observaba las huellas sobre la tierra del camino.

—Era el diaulo, nu hay duda... —sentenció el cabo Leiva—. Esos iban a estar en pecau y Dios los castigó...

—En qué quedamos: ¿Dios o el Diablo? —le inquirió Arzásola.

—¡Ahí está...! Ya me hizo líos otra vez... Güeno, jué Dios que lo mandó al diaulo, pues...

El comisario, mientras tanto, observaba el cerco de una casa próxima en cuyo amplio patio se veían diversos animales: ovejas de pelo lacio, cabritos juguetones, un chivo de barbas apostólicas atado a un poste por una cadena, varios terneros, gallinas, pollos, etc.

Don Frutos golpeó las manos y desde la casa salió un viejo criollo que, al reconocerlo, apresuró el paso.

—¡Hola, don Frutos!... ¿Qué pa se le ofrece por acá?

—Decime, Cabrera, ¿anoche se te escapó el chivo?

—Sí, rompió la cadena y me abrió el cerco pa dirse al camino...

—¡Ja... ja... ja!... —rió el comisario y sus acompañantes se le acercaron para conocer la causa de su repentina alegría.

—¿Qué es lo que le provoca tanta gracia? —preguntó Arzásola.

—Me estoy riyendo'l diaulo...

—¡No diga sarquilegios, don Frutos! —reprochó Leiva.

—Mirá... allá lo tenés a tu diaulo y al causante'e la herida'e Santiago.

—¡Cómo!... ¿El chivo?

—Sí, m'hijo... Por la noce se escapó y ese jué el ruido'e cadenas que oyó la vieja Pancracia.

—¿Y qué tiene que ver con la herida del muchacho?

—Pues que a la media lus'e la madrugada l'animal vido a un bulto agachau y se le jué encima, vino de atrás y l'encajó un topetazo que lo mandó'e cabeza contra'l árbol y lo desmayó...

—Puede ser, esos animales golpean con fuerza... Eso quiere decir que don Tomás queda liberado de la acusación...

—Pero ¿haberá que meter preso al chivo, entonces? —preguntó Leiva.

—No... —replicó don Frutos y la voz se le tornó severa— al que vua a poner preso es al dueño si no arregla mejor el cerco...

—No ha de, don Frutos... —respondió temeroso Cabrera.