
Velmiro Ayala Gauna

Velmiro Ayala Gaula (Corrientes, 1905 - Rosario, 1967) fue un docente, músico, periodista y escritor argentino.
A los 22 años, ya recibido de maestro normal, se mudó a Rufino y comenzó a trabajar como docente. En 1930 arribó a Rosario. Fue un activo militante del Partido Socialista y orador en los mitines callejeros. El periodismo radial y la enseñanza fueron sus grandes desvelos además del literario.
De su vasta obra se recuerdan sobre todo los cuentos policiales del comisario Frutos Gómez, una versión vernácula del detective intelectual al mejor estilo del Sherlock Holmes de Doyle. Este personaje gozó de gran popularidad, llevándose a la radio y el cine.
Entre sus obras se destacan los libros de narrativa Cuentos correntinos (1952), Don Frutos Gómez, comisario (1960) y Leandro Montes (1955).
Don Frutos Gómez, el comisario
Nélida Flores, la maestra, sentada indolentemente en una mecedora agitó sobre su rostro la pantalla, en un nervioso aleteo de su mano, pero, en seguida, fatigada por el pequeño esfuerzo, dejó que el brazo cayera de costado, tal una rama que el viento desgajara y quedase laxa junto al tronco, aún sostenida por un resto de corteza.—¡Qué calor!... —se quejó.Unos pasos más allá «pa que el humo no la molestara» estaba doña Pancha, la portera, acomodada en una rústica silla de paja trenzada.
El alacrán y el inocente
—¡Virgen de Itatí! y... —lo que siguió a la invocación no podría figurar en ninguno de los santorales del mundo por muy liberales que fuesen en sus expresiones—. ¡Cómo hiciste eso!...
—Y el sinvergüenso'e tu primo... ¡Si lo llego a agarrar!... Aura se ha ido pa'l Chaco, ¿no?
—Dijo que era pa ganar plata pa'l casorio —trató de disculparlo la joven.
—¿Y vo te lo creyiste? Ese ya no güelve por un tiempo y cuando güelva vos vas a estar maj a punto que sandía en verano...
—Entonces ¿qué pa podemos hacer?
—¡Hum!... Buscar a alguien pa cargarle el mochuelo, pues... ¿No andaba el viudo don Manuel mirando por vos?
—Sí, pero va ser difícil que aceute... es maj desconfiau que gato andando entre perros...
—¿Y Agamenón, l'hijo'e la parda Juana?
—Ese y nada es lo mesmo... Haberá que mantenerlo a él y a la mama.
De pronto se iluminó el rostro de la madre y exclamó:
—Y si lo enriedamos a Salustio... Es güeno, trabajador y no va a hacer viriguaciones... Con asustarlo un poco...
—Sí, pero... ¿cómo?
—Dejame pensar... ¡Ya está...! Mirá, una siesta de estas...
Siguió el cuchicheo entre las mujeres discutiendo los detalles del plan mientras, como a unas dos cuadras del lugar, un mozo alto, de rostro simple y andar pausado, dejaba el caballo en el corral, llevaba la montura y las riendas al galpón y tras lavarse en el balde colocado junto a un pozo de brocal entraba a una modesta habitación donde una viejecilla le tenía preparado el yantar cotidiano.
—¡Cómo has tardado m'hijo!... ¿Qué te pasó?
—Nada, mama, estuve curándole la «bichera» a un ternero nomás.
—Güeno, apurate que de no el arroz se me va a pasar de punto.
—Con el hambre que tengo tuito va a ser lindo.
Cariñoso el hombre se acercó a ella y levantándola entre sus inertes brazos la alzó para besarla en la frente entre las simuladas protestas de la madre.
—Dejame, Salustio... ¡pero!...
Volvió a ponerla suavemente en el suelo y exclamó:
—Aura sí, vaya y tráigame las cosas ricas que usté sabe hacer...
Salustio Cáceres era el único hijo de doña Clara, viuda de un buen hombre que murió a causa de un «pasmo», decían los vecinos y de una infección aseguraba el médico. El hijo se crió junto a la madre y era servicial, muy apreciado por todos, pero carente de malicias. Poco amigo del boliche y de los bailes vivía consagrado por completo al cuidado de su progenitora que, en los últimos años, casi no abandonaba la casa a consecuencia de un reumatismo crónico que, inútilmente, quería combatir con friegas de grasa de yacaré y llevando un anillo de cobre.
Unos días después el pueblo estaba como dormido bajo el agobio del sol. Muchos seguían entregados al sopor de la siesta, pero ya algunos se levantaban y empezaban las tareas de la tarde. Abstinencia Saucedo, que estaba con su madre, debajo de un árbol junto al camino, dijo a esta.
—Allá sale al patio...
—Güeno... andá y hacé como te dije... Yo vua a caer enseguida con el viejo Argüello...
Salustio dejó la casa, se desperezó alzando los brazos, ahogó un bostezo, después, se lavó un poco junto al pozo y fue para el galpón a retirar los elementos para su trabajo habitual en el campito vecino. La construcción era pequeña y oscura, adentro se gozaba de una suave frescura y se respiraba el excitante aroma de la alfalfa enfardada. El muchacho buscó una lezna y unos tientos y se dispuso a remendar una collera a la espera que se atenuasen un poco los rigores del sol para seguir arando.
De pronto sintió chirriar la puerta y Abstinencia penetró corriendo y moviendo los brazos con desesperación:
—¡Salustio!... ¡Salustio!...
—¡Eh!... ¿Qué te pasa? —díjole asombrado.
—Ayudame... Un alacrán se me metió dentro'e la blusa y me va a picar...
Conocedor de la gravedad de la picadura de estos animalitos el joven se acercó y ya iba a meter la mano en la abertura del cuello, cuando se detuvo, indeciso y pudoroso.
—Apurate Salustio que me corre por dentro. ¡Uy!...
—Es que... no puedo... no puedo desabrochar...
—¡Qué me muerde!... ¡Tirá y rompé aunque sea!
La muchacha se echó a llorar y Salustio con movimientos torpes asió un borde del género, pero Abstinencia con un rápido esguince, hizo que la débil tela se rasgara.
—¡Oh!... —se asustó él, pero ella despojándose de la vestidura enseñó el corpiño que apenas comprimía los henchidos senos y, aproximándose urgió:
—Sacalo, aura, sacalo...
Sin saber lo que hacía el hombre llevó sus manos hacia el cuerpo de la mujer, cuando chirrió la puerta y penetró doña Gregoria acompañada por un viejo y exclamó:
—¡Peina!... Ahí está... pe... ¡pero qué es esto!
La joven se apretó contra el desconcertado Salustio y gimió en alta voz:
—Jué él... mama, jué él...
—¡Yo!... —se asombró el inculpado—. Si te estaba buscando un alacrán...
—Güen alacrán estás vos, Salustio —intervino el viejo—. Aura vas a tener que arreglar esto o vas a dir preso por sinvergüenso y abusador...
—Déjemelo a esa fiera —tronó doña Gregoria e intentó abalanzarse contra el mozo, pero Argüello la contuvo y ordenó:
—Mejor vamoj a denuncear el caso a la comesaría... Vos venís como estás. Abstinencia y yo vua a salir'e testigo... ¿Alacrán?... ¿Quién te va a creer ese cuento?
Don Frutos Gómez, el comisario, alojó al consternado Salustio en el calabozo y volvió a su oficina donde ya se hallaban el cabo Leiva y el oficial Arzásola.
—Che, Leiva —dijo apenas entró—, decile al agente que noj cebe unoj mates y dispués vení que quiero hacerte unaj priguntas...
—¡A la orden, comesario...! —respondió Leiva y salió a cumplir con lo ordenado para regresar casi de inmediato.
—Güeno... —prosiguió el superior—, ¿vo oyiste lo que dijo la vieja Rigoria Tomapurga?
—Gregoria Taumaturga... —corrigió el oficial.
—Ta bien, la vieja Rigoria, entonces que es más fácil...
—Oir la oyí, pero entuavía no lo compriendo...
—Salustio es un temperamento primitivo que, dominado por la pasión, cedió paso a sus instintos más brutales e hizo lo que hizo...
—Será che oficial, pero lo mesmo no lo creo.
—Pero... ¡ustedes vieron cómo estaba la pobre muchacha!... Tenía toda la blusa destrozada ¿y supongo que no creerán en el cuento del alacrán?
—¿Y por qué no?... Loj alacrane 'e por aquí pican juerte y la gente les tiene un miedo grande...
—Además está el testimonio de un vecino, el señor Arguello, que es insospechable...
—Tiene tuita la razón, oficial —siguió el cabo— pero hace tiempo que conosco a Salustio y a su mama, doña Clara y sé que son güenas presonas.
—Todos son buenos hasta que se descarrilan.
—La pobre doña Clara ha'e estar sufriendo por esta acusación —exclamó don Frutos—. Me da una lástima...
—Cuando la justicia está de por medio no podemos ser sentimentales... El culpable debe pagar su delito...
—¿Y si no hubo delito?... Mirá que Salustio niega l'acusación y pa mí su palabra es tan güena como la de ella...
—Lo que yo creo —intervino Leiva— es que Ña Rigoria y la Astinencia buscan engancharlo al Salustio pa que trabaje pa ellas...
—No está mal pensau... Consiguen un marido pa la hija y un hombre pa que laj mantenga...
—No lo pienso así —insistió Arzásola—. ¿No consideran que él puede negarse al casamiento y preferir ir a la cárcel con lo que no ganarían nada?
—¿Y quién le mantiene a la madre de mientras tanto?... La pobre está medio impedida y Salustio es capá hasta'e casarse con la vieja Rigoria con tal de poder quedarse y ayudar a su mama, pues...
—¿Y no podría echarle tierra al asunto? —sugirió el cabo.
—La ley debe cumplirse, señor comisario —expresó el oficial.
—¿Y quién te dice que no va a cumplirse?... Aura pa que veas como estoy dispuesto a que se cumpla vua a mandar a Leiva pa que las cite a Ña Rigoria, a l'hija y al viejo Arguello pa mañana por la mañana a fin de risolverlo tuito'e una ves...
Un zorzal cantaba en algún árbol próximo y los gallos desgranaban en el claro aire matinal la sonora mazorca de sus cantos. Salustio se sentó en el borde del lecho y pensó que nadie iría a buscar la lechera y que el ternero estaría mugiendo inútilmente en el corral.
—¿Qué dirá mi mama? —pensó—, y no acertó a explicarse la extraña complicación en que se hallaba metido.
Oyó ruido de pasos y vio que don Frutos llegaba, abría la puerta de su encierro y venía a colocarse a su frente.
Respetuosamente se levantó y saludó:
—Güenos días, don Frutos...
—Güenos días, m'hijo... ¿En qué estabas pensando?
—Cosas mías, don Frutos...
—¿A lo mejor pensabas en l'alacrán o en l'Astinencia?
Lo miró con tristeza y se lamentó:
—Usté también no me cree... ¿Qué pa le vua a hacer?... Pero no estaba pensando n'eso sino'n la lechera. Mi pobre mama no va poder dir a campearla...
—No te apurés por eso... Ya lo mandé a Leiva pa que le diera una manito.
—Muchas gracias, don Frutos...
—No tenés por que m'hijo y aura haulame con tuita sinceridá.
—Prigunte nomás...
—¿Vo hiciste pa eso que dicen que hiciste?
—No, don Frutos... Yo estaba cosiendo nicó una collera cuando dentró ella y me dijo que le había dentrau un alacrán y que se lo sacara...
—Pero... ¿cómo tenía la blusa tuita rompida?
—Jué ella a loj apurones... decía que ya la estaba picando nicó...
—Y cómo don Arguello dice que cuando dentró vo la tenía a loj apretones.
—Jué ella, don Frutos... Me dijo: «Busca... busca...» y cuando dentraron me puso los brasos encima, pues...
Lo miró con ojos cándidos y preguntó:
—¿No me cre, pa, don Frutos?
El comisario vio su franca mirada y afirmó:
—Te creo m'hijo y anque tuito esté en contra'e vo vua a haser lo imposible pa librarte... Pero no te enojés conmigo por lo que te haga, ¡eh!...
—No ha de, don Frutos...
—Vas a sufrir un poco, pero va a ser pa tu bien...
Unas horas más tarde, respondiendo a la invitación formulada, llegaron los citados por el comisario.
Arzásola que tenía a su cargo la redacción del sumario leyó la acusación y preguntó:
—¿Se ratifican en lo expuesto?
—Sí, señor...
—¿Entonces si Salustio no se casa con tu hija tengo de mandarlo preso?
—Así es, don Frutos... —replicó la madre.
—¿Por qué pa no pensás en doña Clara, que está enferma, y retirás la denuncia? —insinuó el funcionario policial.
—¿Y quién pa piensa en mi pobre hija?... ¡Hum!
—Está bien... andá Leiva y trailo al muchacho...
Salió al cabo y se llegó al calabozo, miró al joven y le dijo:
—¿A ver cómo estás pa dir a riclarar?
Lo observó cuidadosamente y sentenció:
—Tenés los dientes sucios... Tomás, limpiátelos...
Le alargó un cepillito sobre el cual colocó una abundante cantidad de pasta dentífrica. Salustio empezó a restregarse la dentadura vigorosamente y una abundante espuma le cubrió los labios.
En ese momento Leiva le ordenó imperioso:
—¡Tendé laj manos...!
Imposibilitado de hacer preguntas por la espuma que le llenaba la boca, pero dócil, como de costumbre, el otro así lo hizo y el cabo le ciñó las esposas, luego retirando el cuello de la camisa vació adentro el contenido de un frasquito. Salustio, sorprendido, abrió los ojos y después trató de llevar las manos a la espalda, pero las cadenillas se lo impedían de manera que empezó a agitarse inquieto y a lanzar escupitajos. En seguida echó a correr hacia la sala mientras Leiva le seguía gritando:
—¡Salustio!... ¡Salustio!... ¡Vení pa acá...!
Arrojándose contra las paredes y dando saltos de energúmeno el joven llegó a la oficina, se detuvo un segundo pero luego retorciéndose y agitándose como un poseído, con la cara cubierta de espuma y gritando como un loco, arremetió contra doña Gregoria que estaba de pie, junto a la puerta y que por la fuerza del impacto rodó por el suelo, y siempre aullando salió escapado hacia la calle perseguido por el cabo y el agente quienes pronto le dieron caza y lo trajeron a la rastra, luchando contra el pobre joven que se debatía terriblemente.
—Vayan y delen un baño enseguida... —mandó don Frutos—, ansina se va a calmar...
—Pero... ¿qué tiene?... ¿Se ha güelto loco? —interrogó doña Gregoria.
—No... ya se le va a pasar... Al pobre le suelen dar estos arranques pero denantes que haiga que mandarlo al manicomio va a pasar mucho tiempo —explicó el comisario.
—No sabía que juera enfermo —dijo don Arguello.
—Por eso es que la madre no deja que vaya al boliche ni a loj bailes, no sea que le dea un ataque y haga macanas... —continuó don Frutos.
—¡No, mama!... Yo no me quiero casar con ese... —saltó Abstinencia—. ¿Y si una mañana le da la locura, agarra un cuchillo y empieza a loj tajos?
—Son cosas'e la vida m'hija, pero si vo lo tratas bien no te va a dar mucho trabajo...
La vieja que había estado acumulando rabia estalló:
—¿Quiere decir que encima'e tener una hija loca tengo que cuidar a un chiflau, también?... ¡No se embroma'l Gobierno!... Nojotros se vamo...
—Un momento, señora... está la denuncia.
—¡Qué denuncia ni denuncia! Yo no quiero saber nada...
—No m'hija —se gozaba el comisario— aura que está por escrito vas a tener que casarte nomás...
—¡Ni nunca!... Si tuito fue una cosa que me hiso hacer mi mama... El pobre infeli ni siquiera me ha tocau...
—Ta bien... entonces che oficial hacele firmar que retiran la acusación...
El oficial redactó rápidamente el desestimiento y las mujeres lo signaron complacidas de verse libres de cargar con el insano.
Cuando se fueron el vecino se disculpó:
—Perdone, don Frutos, a mí también me engañaron... Yo dentré y loj vide medio entreveraus asi que creyí lo que decían... ¡Pobre Salustio! Se salvó 'e una pero tiene otra maj grave encima.
—No tiene nada, aura nomás lo van a trair pa que lo vea...
—Pero si yo lo vide a loj gritos, saltando, echando espumas y portándose como un loco.
—Eso pa que veas que no hay que confiar mucho en los ojos... La espuma era 'el dentrífico con que Leiva le hizo limpiar loj dientes y loj saltos que daba era porque el cabo le echó dentro'e la camisa y en la espalda un frasco enlleno'e hormiguitas coloradas que saben picar fiero y el pobre con laj manos esposadas no podía ni rascarse...
El bromista
Fue él quien bautizó con el apodo de «Sandía con patas» al gordo y petiso contador de la barraca de don Serra, de sus labios salió el calificativo de «Bella Vista» para Benedicta Romero, que tenía el ojo izquierdo desviado, y se le atribuía el sangriento «Ña Toribia» que enfurecía a Santiago Carballo, ya que ponía al descubierto sus dos debilidades: la nariz deprimida y una voz aflautada.
Pero esas eran minucias comparadas con algunas de las «ocurrencias» que, de tiempo en tiempo, sacudían el letargo pueblerino y rodaban de boca en boca manteniendo su prestigio de humorista ignorante y bárbaro.
Una noche revolucionó al pueblo porque, de improviso, la campana de la iglesia colocada entre dos altos postes comenzó a sonar alocadamente. Muchos pensaron que se trataba de un incendio y empezaron a alistar los baldes, otros se imaginaron una invasión enemiga y apelaron a las armas para encontrarse, al final, que se trataba de un pobre perro al que habían atado de la cola a la soga de la misma y, en su desesperación, sacudía violentamente el badajo y causaba tal alboroto.
—¡Cosas de Poli!... —se dijeron, pero como no había pruebas en su contra nada se pudo hacer para castigarlo, aunque la beata doña Gumersinda, a quien pertenecía el animalito, desde entonces le negó el saludo.
Cierta vez, en el galpón del almacén de don Pedro adonde había ido a parar a consecuencia de excesivas libaciones encontraron al viejo Pedro Castro, que tenía el orgullo de unas barbas apostólicas, con todo un lado de la cara cuidadosamente rasurado con una tijera de tusar, operación que hubo hecho aprovechando del profundo sueño alcohólico en que se hallaba sumergido.
Al verse en el espejo, con la mitad del rostro desnudo y la otra cubierta de una abundante pilosidad, el viejo Castro se puso como loco y empuñando su facón buscó a Policarpo por todo el pueblo sin poder hallarlo, ya que el mozo había abandonado el lugar con rumbo al Chaco, donde estuvo trabajando varios meses y cuando retornó ya se habían calmado los furores de Castro a quien le había empezado a crecer una nueva barba.
Pero lo que fue motivo de innumerables comentarios fue la broma que jugara a Lindoro Alsina. A este, que se había ido a bañar en el río, en un lugar apartado, a la caída de una tarde calurosa, le robó las ropas que dejara en la orilla y lo puso en la situación de un nuevo Adán.
El pobre mozo tuvo que esperar que avanzase la noche, acribillado por los mosquitos, para volver al rancho, ocultándose entre los árboles, pero, para su desgracia, próximo a la meta, una vecina que había salido al patio por ¡no se sabe qué! diligencia al ver esa extraña aparición, en medio de las sombras, lo tomó por un fantasma y lanzó tales alaridos que convocó a media población con el comisario don Frutos Gómez a la cabeza. Este sacó al infeliz Lindoro de atrás de unas barricas adonde se había ocultado y como primera providencia lo condujo a su rancho donde, cuidadosamente arregladas, encontraron las perdidas ropas sobre la cama.
—¡Cosas de Poli!... —dijo el cabo Leiva que acompañaba al funcionario, pero este, llamado a declarar juró y perjuró que no había sido él por lo que debió ser dejado en libertad.
—Ta güeno —le dijo don Frutos—, vua a creer en tu inosencia, pero no te olvidés'e una cosa...
—¿De qué, don Frutos?
—De que cuando uno se ríe mucho, a la final le suelen saltar las lágrimas, pues...
Pero si el comisario lo absolvió no lo hizo así Lindoro que, en la primera ocasión que lo tuvo a tiro en el almacén de don Pedro, le aplicó tan tremendo silletazo en la cabeza que hubieron de aplicarle cinco puntos.***Don Frutos fumaba un grueso cigarro y miraba cabecear somnoliento al oficial Arzásola cuando rompió el silencio de la noche el reclamo del silbato del cabo Leiva a la distancia.
Rápidamente el oficial sacudió su modorra y se irguió:
—¿Oyó, don Frutos? —dijo.
—Sí, es Leiva... ¡Vamos!...
Salieron y montaron los caballos que estaban delante del local para perderse por las calles de tierra, en medio de los ladridos de los perros, y conducidos en su rumbo por las llamadas intermitentes del pito policíaco.
Así llegaron frente a una modesta casa, cuya puerta abierta arrojaba un rectángulo de luz en las sombras y delante de la cual ya empezaban a agolparse algunos vecinos.
Descendieron sin pérdida de tiempo y penetraron a la modesta habitación para encontrar a Leiva que ayudaba a doña Belén, la curandera del pueblo, en la atención de un hombre herido tirado sobre un catre.
—¿Qué pasó, cabo? —interrogó don Frutos.
—Lo que pasó no sé, lo que sé es que cuando pasaba por la calle pa hacer la ronda oyí unos quejidos y me acerqué. Estaba tuito oscuro y cuando dentré trompesé con Poli cruzau'n la puerta. Prendí la lámpara, lo coloqué en'l catre, le atajé la sangre como pude y mandé por doña Belén pa que lo cuidara.
—Nu es nada —intervino la vieja—, ya le puse unos trapos quemaus en la herida y lo vendé bien. Es apenas un chuzazo'n la panza pero que no dentró'n las tripas ¡Gracias a Dios!... Ta medio asonsau nomá por la pérdida'e sangre...
—¿No podrá haular?...
—A ver... démole un trago'e caña pa entonarlo.
Leiva le alcanzó una botella y doña Belén introdujo el gollete entre los labios del hombre y dejó caer un abundante chorro.
Enseguida Policarpo abrió los ojos y saludó con voz débil.
—Güenas noches, don Frutos...
—Güena... ¿Vo sabé quién te clavó, Poli?
—No comesario, golví dende l'almacén y apenitas dentre'n la pieza alguien me barajó con una puñalada. Me tiré al suelo pa pasar por muerto y quedé allí hasta que me encuentró'l cabo, pues.
—¿Y no tené una idea por un casual de quién pudo ser?...
—Poder, poderían haber sido muchos, pero de siguro no sabería decir quién.
—Ta güeno, dormite y descansá que ya vua a buscar por mi cuenta...
***
El cuarto cerrado
—Así parece —confirmó el oficial— pero, ¿dónde está el arma?
El diablo en Capibara-Cué
Y reía sonoramente golpeándose los muslos con las palmas.
El regreso de Don Frutos
La mentira
—¡Buenas tardes!... —dijo uno de ellos de atuendo ciudadano y aire desenvuelto que los encabezaba y los otros dos hicieron eco.
—Güenas... —respondió don Frutos que recibía un mate de manos del cabo Leiva—. ¿Qué pa vienen a denuncear?
—¡Oh!... No es eso, señor, solo deseábamos obtener de usted un permiso... —contestó el cabecilla del grupo y los acompañantes sonrieron en conformidad.
—¿Supongo que no será pa robar ni pa asaltar?
—¡Qué esperanza!... Únicamente quisiéramos que nos otorgara su consentimiento para poder salir de serenata. Es el cumpleaños de una de nuestras amigas y nos pareció oportuno brindarle una ofrenda musical y, de paso, haríamos lo mismo con otras personas.
—Si el cumpleaños es hoy, ¿tendría que ser esta noche?
—Así es...
—¡Hum!... Concedido, pero no se olviden 'e portarse bien...
—Pierda cuidado, señor y ¡muchas gracias! —contestó el líder y con sus compañeros dejó el local.
Una vez que quedaron solos, don Frutos expresó al subalterno que le seguía acarreando mates.
—Muy pronto se ha hecho de amigos el sobrino 'e don Matías...
—A tuitos lej ha caido simpático, anque es algo fantástico y consentido...
—Salió bien distinto al tío... ¿No te parece?
—Mesmo que la noche y el día... El viejo es de ahí pa'l trabajo y no deja su campo ni pa dir a la inglesia.
—¡Ajá!... Dispués que se le murió la mujer bien pudo dir pa la ciudá pa disfrutar 'e loj pesos que no le faltan y ya ves...
—L'hiso venir a la hermana viuda pa que lo cuide y él sigue yugando como denantes.
—Pa ella que se ha criau a campo no es nada, pero este muchacho debe estrañar grande...
—Por eso anda entreverau en tuitas las diversiones y siempre está organizando bailes, asaus, guitarreadas y ¡qué sé yo!...
—Por las dudas, esta noche cuando salgan pa sus cantos, hacete ver 'e tiempo 'n tiempo, no sea que 'n ves de dedicarse a las guainas se quieran entretener con laj gallinas o loj corderos.
El oficial Arzásola dejó su escritorio, apagó un bostezo y se puso a caminar por la oficina para ahuyentar el sueño que le hacía cabriolas en los párpados, tras una noche de guardia, cuando llegó don Frutos.
—Güenos días, che oficial, vengo a relevarte... ¿Alguna novedá durante la noche?
—No, don Frutos... solo unos muchachos que salieron de serenata, pero me informó Leiva que contaban con su permiso.
—Ansí es y aura andate a descansar nomás...
Iba a retirarse el joven cuando oyeron ruidos de cascos afuera.
—Parece que alguien llega apurau...
—Ya lo oí y temo que deba despedirme de mi cama...
En ese mismo instante un paisanito se hizo presente haciendo girar el sombrero entre las manos.
—¿Güenos días m'hijo qué te trae tan temprano por estos laus?
—Una cosa fiera que ha pasau 'n la estancia 'e don Matías, pues...
—A ver, haulá...
—Me ha mandau 'l patroncito pa que les avise que cuando él golvió, hace un rato, lo ha encuentrau al tío n'el corral ya difunto muerto.
—¿Qué le pasó?
—No sé, pues... Me vino a dispertarn'el galpón y me mandó, pero pa mí don Matías, a quien le gustaba levantarse temprano tiene que haberse caído 'l caballo.
—Un criollo como él cai parau.
—Entonces le debe haber dau un mal o ¡vaya a saber!
—Lo siento, che oficial, pero vaj a tener que acompañarme.
—Por supuesto, señor... El deber está por encima de todo.
Alistaron sus cabalgaduras y en compañía del peón fueron hasta una estanzuela que se encontraba a la entrada del pueblo. Allí los recibió Jorge, el sobrino, que los condujo hasta un corral de palo a pique, donde se encontraban varios caballos que, al verlos entrar, se arremolinaron y escaparon inquietos hacia un extremo mientras unos potros atados a unos postes, a la espera de ser domados, se sacudían inquietos tratando de romper el lazo que los sujetaba.
Cerca de la tranquera, junto al pie del cercado, y no lejos de uno de los potros, que se alzaba sobre las patas traseras y resoplaba impotente estaba el cuerpo de un hombre alto, de cabellos canos y vestido a la usanza criolla.
—¿Qué le pasó? —interrogó el comisario cuyos ojos vivaces observaban el poncho tirado en el suelo y unos elementos para ensillar a un costado del caído.
—Bueno, cuando volví esta mañana del pueblo me encontré con que tío Matías ya se había levantado y estaba en el patio. Al verme dijo si quería presenciar cómo domaba un potro, así, al mismo tiempo, aprendía algo de las faenas camperas.
—¿Y vos aceutaste?
—Por supuesto que sí... Entonces él fue a buscar un poncho y, además, esas otras cosas para ensillarlo y vino al corral. Me dijo que como era temprano no quería molestar a los peones y que mi trabajo iba a ser sencillo.
—¿Le ibas a servir 'e pagrino, pa?
—No, solo iba a mantener tapada la cabeza del animal mientras él ensillaba para montarlo... Una vez que estuviese arriba debía soltarlo y nada más...
—¿Al montar cayó y se golpeó o qué pasó? —interrogó Arzásola.
—La cosa fue diferente... Mi tío tomó el poncho y fue hacia ese potro que, al verlo cerca, se encabritó y pareció abalanzarse sobre él, entonces se retiró rápidamente hacia atrás, pero dio un traspié y cayó golpeándose la cabeza contra un poste...
—En efecto —asintió Arzásola— tiene un golpe en la parte occipital con probable fractura.
—Me arrodillé a su lado y al verlo desmayado le eché aire con el sombrero para hacerlo reaccionar... Después de un momento sentí algo húmedo entre mis dedos y vi la sangre. Comprendí que la cosa era más grave, pero ya era tarde... cesó de respirar y el corazón se detuvo.
—¿Por qué no llamaste a los piones?
—Me aturdí al principio y después cuando supe que era inútil pensé que lo mejor era no tocar nada y mandar por usted.
—Güeno, Arzásola, anotá lo que hay acá pa ponerlo 'n el sumario.
—Muy bien, señor...
—Un poncho... bajeras... matras, caronas, bastos, cincha, cojinillo, sobrecincha, freno, un rebenque... ¿Está bien?
—Sí, don Frutos.
—Firmá aura pa que puedas riclamar luego estas cosas porque laj vamoj a llevar pa la comisaría.
Rápidamente el sobrino se dispuso a hacerlo, pero el comisario lo detuvo.
—No, controlá primero... No quiero que suebre ni que falte nada: Un poncho... bajeras...
Medio de mala gana el mozo accedió al inventario y después firmó al pie de la lista.
—Aura anda a ordenar pa que hagan los priparativos pa'l velorio y l'entierro y mañana, dispués 'e golver'l cimenterio, pasá por la comisaría pa seguir con el sumario.
—¿Falta algo? Si solo fue un accidente...
—Naides dice lo contrario, pero 'l sumario igual tiene que hacerse.
—Muy bien, mañana por la tarde iré.
Vestido con ropas oscura y con severo continente, hizo su entrada, al otro día, Jorge en el recinto policial.
—Desearía, señor comisario, que la diligencia fuese rápida porque tengo que regresar con premura para consolar a mi atribulada madre que sufre por la pérdida del hermano.
—¡Cómo no!... Tuito depende' que vos digás la verdá y no te enriedes con mentiras...
—No le permito esa insolencia...
—Mirá, dejate de palabras al cuete y haulemos claro... Vos decís que tu tío te invitó pa que lo veas domar, que trujo un poncho y ese riendaje pa' ensillarlo y yo te digo que mentís...
—Su palabra vale tanto como la mía.
—Güeno, vamoj a priguntar a otro... ¡A ver, Leiva!
—Ordene, don Frutos.
—Mirá, este mocito dice que don Matías lo invitó pa que lo viese domar y que pa ensillar al animal se llevó esas cosas que están sobre la mesa y yo le digo que miente. ¿Vos que decís?
—¿Pa domar, dijo?
—Ansí es...
—Entonces y que no se vaya a ofiender, pero miente...
—¡Claro! Como es un subalterno suyo tiene que apoyar su palabra, pero yo me mantengo en lo que dije.
—Está bien... Pa que veas que no es cosa nuestra vua a mandar por alguien que sea ajeno... Andá Leiva y traite a los dos primeros que pasen...
Salió el cabo, y, al momento, regresó con dos paisanos que llegaron un poco azorados.
—Qué pa le anda pasando don Frutos que nos hizo buscar —dijo uno de ellos.
—No se asusten que no es pa nada malo. Quiero que salgan 'e jueces n'un aunto que tengo con este joven.
—¡Ah! El sobrino 'e don Matías... L' acompaño n'el sentimiento —exclamó el otro y le tendió la mano.
—¿Ves que son gente güena?... Aura vaj a ver como ellos tamién me apoyan...
—¿En qué le podemos ser útiles, don Frutos? —inquirió el primero.
—Güeno, este mozo dice que don Matías lo invitó pa que lo viese domar... ¿No es ansí?
—Así es...
—Y que pa eso el finadito fue y buscó tuitas esas cosas... Véanlas...
Los recién llegados se inclinaron sobre el apero y uno dijo:
—Vea, comisario, como el señor es pueulero haberá entendido mal... Don Matías le haberá dicho pa verlo montar...
—No, señor, me dijo para que lo viese domar.
—Entonces y con su licencia, pero yo creo que usté miente.
—Y usté qué opina, don Juan —preguntó don Frutos al segundo.
—Si era pa verlo domar yo también digo que no puede ser.
—Muchas gracias y ¡adios!
—¡Adios don Frutos! —respondieron los hombres y se fueron.
Jorge se removía confuso y cruzaba y descruzaba tos dedos, reinó un momento de silencio y, luego, el comisario, dijo:
—Si seguís con tus mentiras vua a pensar en algo pior... Te conviene que me digás la verdá... La cosa no jué como vos dijistes...
—¿A lo mejor, si lo ponemo n'el calaboso pa que piense? —sugirió Leiva.
—Está bien —accedió el joven vencido—. Ayer cuando volví, después de la serenata encontré a tío en el patio. Se enojó por mis salidas y me amenazó con echarme de casa. Le contesté que él no era mi padre para gritarme y, entonces, alzó su látigo y se me vino encima. Sin deseos de hacerle mal y con solo el ánimo de defenderme le di un empellón con tan mala suerte que cayó y se golpeó la cabeza contra el palenque. Creía que se había desmayado, pero cuando no lo vi volver en sí, busqué el corazón y ya no latía. Me asusté enormemente porque iban a pensar que yo lo había matado.
—¿Por lo que pensaste engañarme haciendo creer n' un asidente?
—Es verdad... Como todos dormían lo alcé y llevé al corral, luego busqué las cosas necesarias para una doma... No sé cómo pudo descubrir que no era cierto...
—Por un pequeño detalle m'hijo... Por el freno...
—¿Y qué tiene? ¿Acaso no se usa para ensillar?
—Sí, pero no pa domar... Si usás freno le vas romper la boca al bagual. Naides que sepa un poco 'e campo inora que pa domar se usa el bosal y nunca el freno... Por eso enseguida tuitos supieron que mentías...