El campo de los Alfonso
Jorge LacuadraNo había, para nosotros, otra opción. Fuimos a buscar a Tata. Era ya la tardecita y se encendían las farolas grandes del Camino Noguera. Había que meterle pata, según lo hablado, y en eso habíamos estado todos de acuerdo. Aunque no voy a negar que el que insistió con lo de Tata fui yo. Seguramente esa noche habría luna sobre el campo de los Alfonso. Dejé prendida la luz de la cocina por las dudas, de todos modos mamá trabajaba toda la noche, y también entornada la ventanita que daba al pasillo pegado a la medianera. Mamá recién vendría del hospital al amanecer. Recuerdo que me puse una camisa leñadora arriba de la remera del "sabalé" por si refrescaba y cerré la puerta de entrada con llave.
Crucé en diagonal la calle de tierra y salté la angosta zanja con un brinco desproporcionado. No necesité llamar a la puerta. El Ramiro ya me esperaba en la vereda con el bolsito y las llaves en la mano. Cerró con una doble vuelta y seguimos, caminando a la par y en silencio. Se prendían ya las luces en las esquinas del barrio. Dimos la vuelta manzana y desembocamos en Lavaisse. A mitad de cuadra nos esperaba Daniel, que con un silbido orientado hacia la chatarra tirada en el zanjón Noguera. El mocoso la nada, llamaba a su sobrino que andaba hurgando de ocho o nueve años llegó corriendo con las "pampero" todas embarradas y se escabulló hacia los fondos de la casa. Daniel cerró con llave la puerta metálica y también la verja alta del tejido, por la que pasó una cadena y le calzó un candado de hierro.
Caminamos hasta el almacén de Gorostiaga y Sáenz Peña para buscar al Gordo Panza, el mayor de los Frontuto. El hijo del almacenero nos hizo demorar un par de minutos y cuando ya impacientes empezábamos a dar la media vuelta, salió atropelladamente del negocio y nos alcanzó. Traía, en una bolsa de papel madera, unos sanguchitos de mortadela con queso fresco que acallaron todas nuestras protestas. Bajo la farola de la esquina permanecimos serios, mirando el cielo, mordisqueando las sabrosas cortezas de pan francés. El negocio cerraba sus persianas y se apagaban las luces del interior. Volvimos hacia Lavaisse y enfilamos para las vías. No era largo el camino pero cada uno, ensimismado en sus pensamientos, presentía que esas cuadras se nos hacían luengas como aquellos primeros minutos de la noche.
Llegamos a la esquina del campo de los Alfonso. Un camino ancho, de tierra dura, costeaba el alambrado desprolijo. Había una luz pobre y amarillenta castigada por los bichos voladores, donde paramos un minuto y tomamos coraje. Hacia las vías solo restaba una oscuridad casi absoluta. Recuerdo que respirábamos con esfuerzo y apretábamos las manos en los bolsillos. La luna todavía se ocultaba tras unas nubes grises. Encendí un Colorado y lo compartí con el Ramiro y Daniel, nuestros "maduros" diecisiete años nos habilitaban para esos vicios que todavía ocultábamos a nuestras madres. El Gordo Panza no fumaba, su padre lo molería a cintazos si lo pescaba, incluso tampoco veía con buenos ojos nuestra "junta".
A mitad de camino escuchamos unos ruidos en el yuyerío a nuestra derecha. Se nos detuvo el corazón y las piernas se nos pusieron como de goma. Estoy seguro de que en la cabeza de todos nosotros se formó la imagen retorcida del menor de los Alfonso. Algo o alguna cosa, corrió a la par del alambrado y se internó rápidamente en los campos anochecidos. No volaron pájaros ni se escuchó otro ruido. Unos cardos altos nos tapaban la visión y aún no había luz de luna. A mí, los pensamientos se me atropellaron recordando al Pilo, el séptimo hijo de los Alfonso. Había quien decía que al nacer tenía la cara velada por una membrana, signo de brujos o de visionarios, otros mencionaban signos más nefastos, como la posibilidad de ver a los finados.
Pero también decían que otros portentos desviaron el destino del niño, o la sumatoria de todas las desgracias, ser séptimo hijo varón, nacer en noche de luna llena, la muerte de la madre al poco tiempo y la negación del padre a bautizarlo. Pilo nunca tomó los sacramentos, nunca asistió a la escuela y muy pocas veces fue visto. Algunos vecinos creyeron notar un chico esmirriado y deforme persiguiendo a Don Alfonso o a sus hermanos mayores en las inmediaciones de los tinglados de los chanchos. Las noches de luna plena, un lamento como de lobo o perro herido se extendía por los campos llenos de rastrojos. La Asistencia Social, institución muy débil por aquellos años, nunca los molestó. Con el tiempo surgió la peor acusación de nuestro folklore sobre la familia, el menor de los Alfonso era lobizón.
Como sea, teníamos que matar el miedo. Salimos disparados hacia las vías y costeándolas nos internamos por el pasaje Santa Fe. Daniel y el Ramiro por entre los rieles húmedos de rocío y el Gordo Panza y yo, por el breve sendero que se retorcía entre los cardos afantasmados. Yo volteaba la mirada por sobre el hombro de vez en cuando, por instinto, pero no era la hora para que pasara el carguero del Belgrano. El campo de los Alfonso seguía oscuro e inmutable a nuestra derecha. No veíamos ni nuestras manos, los pies pateaban en la oscuridad todo lo que encontraban. Íbamos camino hacia el paredón trasero del Dengue, el aguantadero en ruinas que estaba a pocos metros de las vías. Entre el Dengue y los durmientes estaba el rancho de Tata.
El Ramiro apretaba el bolsito contra su pecho, agitado. Los cachivaches que contenía el bolsito nos habían costado abundante sudor y lágrimas poder juntarlos, amén de la excomunión de todo el grupo si alguien se enteraba. Un cuchillo de Don Frontuto, con el "gavilán" en forma de cruz, una alpargata desflecada de mi mamá, una linterna con la pila bendecida en la Parroquia de Lourdes y una bala calibre 32 largo tocada por esas mismas aguas, también en la fuente bautismal del Panteón de Nuestra Señora de Guadalupe y en la de la Parroquia del Tránsito, para cumplir con el mandato de las tres iglesias. Daniel llevaba escondido dentro de su campera de corderoy un matagatos Bagual, "prestado" por un vecino que estaba en la Federal y que hacía la vista gorda cuando estaba en curda.
Fuimos cobardes, no lo voy a negar. En el recuerdo también yo me sé cobarde. El coraje solo era un verso que mantuvimos hasta los límites del campo de los Alfonso, el cual yo muy pocas veces había pisado, hasta esa tarde. Oculto entre mis ropas llevaba un puñal con cabito de venado que fuera de mi abuelo Pancho, nadie sabía de esa ayuda extra que me había agenciado para los planes de último momento. Los otros, en menor o mayor medida, profesaban el temor común de todos los pibes de barrio ante una casa embrujada, como la Casona del Aljibe, o el respeto mudo ante un misterio pobre, como la Luz Mala que solía aparecer al fondo de las quintas, donde se guardaban los tractores y la trilla. Pero en conjunto pensábamos las cosas atolondradamente y a la vez éramos cobardes, por eso la decisión de buscarlo a Tata. Ninguno de nosotros tenía la menor duda de que el hombre era el indicado.
Yo estaba seguro de que Tata entendería, a lo sumo no nos guardaría rencor si algo saliera mal. Y posibilidades de que algo fallara había. Tata sería el único capaz de adentrarse en el montecito si lo que veníamos a buscar disparaba en esa dirección. Esos eran mis cálculos y yo no creía estar errado. Tenía un plan, que había pensado meticulosamente y la ficha principal era Tata, y su forma de enfrentar las cosas, su deliberada falta de miedo. Para nosotros era un coloso que podía enfrentarse a cualquier calamidad del mundo.
De pronto, nuestros ojos vieron los objetos con claridad. La luna llena había asomado en un hueco de las nubes e iluminaba los campos y las vías. Nos aproximamos al rancho de Tata y vimos un par de perros guachos que nos estaban esperando moviendo las colas. Contrario a lo que pensamos, no nos ladraron, contenidos por la presencia del hombre alto en el vano de la puerta. Digo alto y el recuerdo crece hasta la figura de un hombrón gigantesco que parecía sostener todo el rancho con sus hombros. Vestía una camiseta musculosa sucia y agujereada, y unos pantalones bombachos de alguna tela burda y áspera, iba descalzo y un pañuelo oscuro le envolvía el cuello. Se diría que era todo de carbón, a la luz de la luna tenía la piel oscura y a la vez brillante, como un extraño escarabajo de charol.
Sin mediar palabras Tata se fue para el interior del rancho. Yo tenía el pálpito de que el viejo hombre sabía y entendía el porqué de nuestra presencia allí, buscándolo. Vagamente, alcanzamos a ver la cabeza "ruluda" de un chico que estaba sentado detrás de una vela temblorosa. Tata agarró del cogote una botella que estaba sobre una mesita y un líquido oscuro trasegó su voluntad hacia su garganta con violentas sacudidas. Luego se declaró apto para la lucha con un sonoro eructo y salió nuevamente a la noche cerrando la puerta de chapa. Los perros y el chico quedaron adentro del rancho. Tata asintió cuando vio el bolsito en manos del Ramiro, Extendió una mano enorme que quedó a la espera, hasta que el Ramiro comprendió y le alcanzó temblorosamente el puñal con cabo de hueso de potro y el "gavilán" en cruz.
El Daniel, con mano temblorosa, le alcanzó el revólver, que desapareció entre la cintura y los pliegues de la camiseta.
Nos encaminamos hacia los tinglados de los chanchos, por ese lado el campo carecía de alambrado. Fueron unos cincuenta metros de terreno hostil para nuestros pies, entre yuyales húmedos y cardos traicioneros. El olor en aumento nos fue guiando. Yo empezaba a reconocer el escenario y la luna llena mostraba unos galponcitos bajos y algún que otro poste clavado en la tierra, estos a la escasa luz, parecían ser de color gris. Los chanchos dormían un sueño ruidoso y rítmico con ronquidos. graves. Avanzábamos en formación de medialuna y yo estaba en la punta más cercana a los chiqueros cuando vi el movimiento sobre el lomo de uno de los animales. Todos se detuvieron. Recuerdo que ahogué un gemido y creo que a todos se nos paró el corazón. Estábamos viendo al lobizón. Una forma oscura y esmirriada, solo torso, cabeza y brazos se adivinaba en la penumbra. La extraña cabeza era una mata de pelos sueltos y enredados. Yo alcancé a ver unos ojos enormes reflejando el brillo de la luz de la luna.
Fue gritar y meter todo el valor en las piernas y correr. Creo que el Ramiro y Daniel también gritaron. El Gordo Panza forcejeaba con la linterna, que no conseguía encender. Me abalancé sobre la figura y del encontronazo nos trabamos en un forcejeo confuso y resbaladizo. Alcancé a sacar el puñalito del cinto y tiré varios planazos al aire. Había olor a mierda de chancho, a sudor y a sangre fresca. Desde lejos, Tata me apuntaba con el Bagual, pero no se animaba a disparar, sus ojos buscaban más allá de mí cuerpo. Volví a gritar muy fuerte, quizás para ahuyentar mis miedos, quizás solo por miedo, pero el lobizón me empujó y caí sobre unos diez centímetros de porquería de chancho mientras él escapaba hacia el montecito oscuro de aromos, que se adivinaban llenos de espinas. El bicho fue muy rápido y lo perdí de vista enseguida. Al encenderse la linterna vimos algo sobre el barro, tenía toda la apariencia de un brazo cortado, un muñón ensangrentado. Tata salió disparado hacia el bosquecito.
Yo tenía la remera cubierta de sangre fresca.
Nos recompusimos de a poco. Del monte nos llegaban ruidos de ramas quebradas y carreras bruscas. Creíamos estar en la peor noche de nuestras vidas. La luz de la linterna en manos del Gordo trazaba círculos locos entre los tinglados y un par de ombúes que se inclinaban sobre nosotros. Los chanchos bramaban y se golpeaban contra la chapería. A lo lejos sobre el campo de los Alfonso vimos sobrevolar la panza blanca de una lechuza, No era momento para quedarse a boludear así que en grupo compacto iniciamos la retirada hacia las vías. Cuando llegamos, Daniel y el Ramiro me pidieron ansiosos los cigarrillos y fumamos en silencio, aún temblando, mientras mirábamos hacia la oscuridad del monte. Con el Gordo Panza nos sentamos muy juntos sobre el duro riel cubierto por las gotas del sereno.
Un rato después sonó el disparo.
Pasado un momento que nos pareció eterno, escuchamos los pasos del gigante y a lo lejos los ladridos enloquecidos de unos perros. Tata subió hasta las vías y nos contempló uno a uno, como evaluándonos. Sobre mí mantuvo la mirada un buen rato, hasta que yo bajé la vista, por respeto o vergüenza. Sus enormes brazos estaban llenos de cortes y la camiseta destrozada apenas cubría su pecho ensangrentado. Ni siquiera imaginaba el estado de sus pies. Sus ojos estaban apagados, como muertos. Arrojó el puñal y el revólver vacío a los pies del Ramiro y se encaminó para su rancho. Seguramente daría cuenta enseguida del resto de la botella.
El regreso fue como deambular por un sueño lento. Serían ya cerca de las dos de la madrugada. La luna llena bañaba el campo de los Alfonso, pero en contraste, parecía que el montecito a nuestra izquierda era aún más oscuro y amenazador. Hacia la mitad del camino, volvimos a escuchar movimientos en los yuyales, pero esta vez, fueron apenas unos ruidos erráticos como de pájaros pequeños aleteando contra unas hojas inexistentes. Arrastrábamos los pies que nos pesaban mucho. Pasamos la segunda farola y tomamos por Lavaisse hacia nuestras casas. En la esquina de Gorostiaga nos despedimos dándonos las manos como viejos conspiradores. En el fondo sabíamos que no habíamos logrado nada, pero habíamos confirmado una leyenda.
El primero en irse fue el Gordo Panza, que vaya a saber uno qué explicación daría a sus padres. Daniel siguió derecho y desapareció por Lavaisse rumbo al Camino Noguera. El Ramiro y yo rumbeamos para la calle Llerena. El bolsito, por supuesto, me pareció más vacío y liviano que al comienzo de la aventura. Habíamos perdido la alpargata, que nunca usamos, la linterna y una bala.
Recuerdo que el Ramiro dijo no sé qué cosa de vernos a la tarde para jugar al "bolo" y yo asentí mientras él cerraba la puerta de su casa con doble llave. Antes de entrar a mi casa, miré nuevamente la luna, que enorme y pálida jugaba a saltar de techo en techo. Un grillo madrugador se esforzaba en hacer bochinche en los ladrillos del pilar de la luz. Una vez adentro, y ya en la seguridad de la cocina, lo primero que hice fue abrir la heladera y tomarme a pico casi medio litro de agua helada del botellón de vidrio. Nada podía saber mejor, era como un premio. En una fuente de Pirex, debajo del congelador, una sonrosada pata de chancho aguardaba el trajín de la mañana para convertirse en escabeche. Me quedé con el botellón y cerré despacio la heladera. Me asomé al pasillo de la medianera por la ventanita y ya el frescor de la noche me pareció hostil y siniestro, la cerré y puse el pasador. Un cansancio de trasnoche me invadió los músculos del cuello y las piernas. Una silla a mis espaldas produjo un pequeño crujido. Me di vuelta y bostezando le ofrecí el agua fresca al menor de los Alfonso, que aún desnudo y con el pelo revuelto, me sonreía.