Don Frutos Gómez, el comisario

Velmiro Ayala Gauna

I.

Nélida Flores, la maestra, sentada indolentemente en una mecedora agitó sobre su rostro la pantalla, en un nervioso aleteo de su mano, pero, en seguida, fatigada por el pequeño esfuerzo, dejó que el brazo cayera de costado, tal una rama que el viento desgajara y quedase laxa junto al tronco, aún sostenida por un resto de corteza.

—¡Qué calor!... —se quejó.

Unos pasos más allá «pa que el humo no la molestara» estaba doña Pancha, la portera, acomodada en una rústica silla de paja trenzada.

Titiló el ascua del pucho al ubicarse en un costado de la boca de la vieja que respondió fatalista:

—¿Y qué'pa otra cosa quiere que haga?... Si estamos n'el tiempo'e la calor.

Desde lejos, en las proximidades de la costa paraguaya llegó un rápido repiqueteo de disparos. Luego volvió a reinar el tremendo silencio de la noche tropical solo agujereado, de vez en vez, por minúsculos ruidos que no conmovían su agobiante peso.

—Aduaneros y contrabandistas... —pensó la muchacha y trató de buscar alivio al bochorno en los caminos del sueño, pero el intento fue inútil. La tierra exhalaba un vaho cálido y opresivo; de los esteros del otro lado del pueblo venía, de a ratos, un ramalazo ardiente y oloroso a vegetales en fermentación que se mezclaba con el aroma de las rosas y jazmines del jardinillo aledaño. El pecho núbil subía y bajaba inquieto en tanto que la sangre acicateada por el instinto batía sus martillos en el yunque de las sienes.

—Si un hombre... —pensó y, de súbito, se sacudió horrorizada para ahuyentar el pecaminoso pensamiento como un perro que sale de un arroyo y se agita convulsivo para librarse del agua.

—¡Cielos!... —se reprochó—. ¿Dónde están tus principios éticos, Nélida?... ¡Un hombre!... Sin sentir nada por él, sin saber de dónde viene ni quién es sino, solamente ¡un hombre!...

Pero en brusca erupción sonora un alarido se alzó hasta el cielo y se desparramó por el ambiente y, de inmediato, otro vino a hacerle eco. El cigarro de la vieja despidió una lluvia de pequeñas chispas al moverse al compás de las palabras.

—¡Peina!... Dos borrachos que van a agarrarse n'el boliche...

Nélida imaginó la escena. Tras el grito de desafío los hombres palparían la tierra con sus manos para que el polvo secara el sudor de las palmas evitando que el cabo del arma resbalara, luego se enfrentarían movedizos y ágiles como dos gallos grotescos que, en vez de espolones, utilizaran facones, hasta que uno de ellos rodara herido o, tal vez muerto, ante la curiosa indiferencia de los espectadores que no se comedirían a intervenir para apaciguarlos porque «eran cosas de hombres».

Y de improviso, tamborileando sobre el camino llegó un redoble de cascos que iba hacia el lugar de los gritos.

—¡Don Frutos!... —explicó la portera—. Va a llegar justo pa separarlos a latigazos...

La maestra volvió a mirar el cielo sombrío ya tranquilizada. Sabía, por díceres y su breve experiencia, que el comisario era hombre capaz y expeditivo. Bastaba su sola presencia para restablecer el orden y la justicia y, si ella no alcanzaba, ahí estaban su coraje y su brazo fuerte para imponerlos.

La portera se levantó y alzó su silla para ir a su pieza.

—Yo me vua a dormir —dijo y advirtió—: Usté tamién haga lo mesmo...
—Yo quisiera quedarme aquí toda la noche —respondió la joven.
—Le va a hacer mal el sereno. Vaya adentro.
—Está bien, doña Pancha, pero ¡qué falta me haría un ventilador para sacarme este calor del cuerpo!...

La vieja tiró el pucho del cigarro que cruzó por el aire como una luciérnaga, lanzó un escupitajo y sentenció amistosa:

—Más que un ventilador, lo que a usté le hace falta es un hombre...

Y sin esperar respuesta entró a su cuarto. Nélida quedó un rato sin saber si indignarse o reír. Sabía que la vieja la quería y cuidaba como una madre y que sus palabras no encerraban mala intención sino eran la expresión de su rudo sentir. Lentamente recogió la mecedora y con ella fue a su pieza. Sin encender luz se despojó de sus ropas y se tendió en la cama.

Desde afuera seguía llegando el jadeo ardoroso y potente de la tierra agobiada de calor y de deseos. Y ella cerró los ojos y apretó los puños porque ese aliento poderoso y másculo derretía su ligera envoltura de prejuicios y dejaba tremante y angustiada su carne joven donde el Sexo gritaba su milenaria hambre insatisfecha.

El capitán Giménez dio una vuelta al patio con elástico trote como parte final de sus ejercicios matinales, luego sacó un balde de agua del pozo y se lo arrojó encima para asearse. Su asistente le alcanzó una toalla y frotándose vigorosamente con ella el desnudo torso entró a su habitación mientras el subordinado iba a la cocina a preparar el mate.

Después de unos minutos y ya con su impecable atuendo veraniego salió de la pieza para sentarse en un cómodo sillón y recibir la diaria ración de «verdes». Ojeda, su servidor y compañero, le alcanzó la tibia calabaza con la criolla infusión que empezó a sorber lentamente y con deleite.

El asistente lo miró con cariño y respeto y, luego, inquirió:

—Pero dígame che capitán... ¿por qué pa sigue con l'instrusión aura que ya no está más n'el Ejército...?

Giménez le entregó el mate vacío y respondió soñador:

—Porque un día tengo que volver... Un día las cosas cambiarán y retornaremos allá...

Su mano se tendió y señaló a la distancia, en la lejanía, hacia la orilla paraguaya.

—De mientras estén los que están dijiculto que güelva y si güelve son capaces de ponerlo contra un muro y...
—¡No importa!... Otros seguirán mi ejemplo, pero no debemos perder la esperanza de restituir a la patria sus libertades y su grandeza... Por eso me mantengo en forma, para estar listo cuando la situación lo imponga.

Sacudió la cabeza, dubitativo, el asistente y fue hasta el fogón a cebar un nuevo mate.

El ex militar quedó con los ojos clavados en el vacío, pero en su interior desfilaban imágenes de su vida pasada. Recordó sus años de cadete en el Colegio Militar, luego su partida hacia el Chaco que ardía en el conflicto fratricida. Su actuación bajo las órdenes del mayor Britos, comandante del batallón del Regimiento «Itororó», II de Infantería, frente a Boquerón. Cerró los puños y dijo:

—Ellos estaban equivocados... nosotros estábamos equivocados... La única que no se equivocaba era la Muerte que cosechó millares de vidas en ese «infierno verde»

Se veía con su uniforme verde oliva, el sombrero de ala ancha recogida sobre la frente, el machete en la cintura, listo para salir y cortar. Días y noches enfrentando a un puñado de hombres que resistía valientemente. Sin alimentos, sin armamentos casi, pero firmes en su decisión. Cuando el hambre o la sed los lanzaba a la selva ellos les salían al encuentro y con su mayor dominio del monte acallaban su pena con el filo del cuchillo.

—Los llamábamos «bolís» y ellos nos decían «pilas», pero ahora sé que solo éramos hermanos... —pensó.

Eran 619 soldados a las órdenes del teniente coronel Manuel Marzana Oroza y al cabo de 23 días de intenso asedio, reducidos a 240, se entregaron vencidos, más que por el hambre y la sed por la falta de municiones.

Evocó las conversaciones para la rendición. Mientras los altos jefes parlamentaban, dos capitanes, de nombres Fretes y Paredes, siguieron avanzando con sus tropas. Se les conminó a detenerse hasta que las condiciones fuesen establecidas, pero ellos no obedecieron y de nuevo se abrió el fuego. Fretes cayó herido en una pierna y los otros, furiosos, se lanzaron al degüello de los bolivianos que con sus fusiles vacíos de cartuchos solo debían resignarse a la masacre.

Y ¡de pronto!... Lo que no sospecharon los gobernantes ni los políticos que los enviaron a esa guerra inútil: los pobres soldados, sin instrucción y sin prejuicios, al ver a ese grupo famélico, haraposo, agotado por las penurias, esperando a pie firme, arrojaron sus armas al suelo y fueron hacia ellos tendiéndoles la mano en un gesto amistoso.

—Comprendimos que éramos hermanos... —soliloquió.

Después las otras acciones hasta la paz. El cadete regresó oficial y el adolescente se convirtió en hombre. Un hombre amargado pero lleno del deseo de terminar con la corrupción y la politiquería. Ganó galones y amigos. Se casó y tuvo un hijo.

—Ahora podrías dejar el Ejército y trabajar la finca de tu padre —le sugirió Blanca, su esposa.

Pero él, mezclado en una conspiración con oficiales jóvenes y estudiantes, se negó. Estalló la revuelta y fueron vencidos y con el sargento Cipriano Leiva y su asistente Anastasio Ojeda cruzaron el río sobre un tronco para venir a establecerse en Capibara-Cué.

Leiva entró como agente en la Policía local y ahora era cabo mientras Ojeda quedó a su lado para acompañarlo y cuidarlo.

—Hasta que un día pueda volver... —se dijo.

Se levantó, tomó a la pasada el último mate y salió por las calles del pueblo rumbo a la comisaría. Iba a conversar con su amigo, el comisario don Frutos Gómez, y a tratar de hablar con el oficial Arzásola de cosas que no fueran las habituales: el tiempo, las enfermedades o los chismes del pueblo.

Estatura mediana, robustez, ojos pequeños y renegridos, cabello «que empezaba a ponerse tordillo» y una pequeña barba en punta eran los rasgos principales de don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué. Pero a esos atributos externos unía una sagacidad poco común y un temperamento sereno y conciliador, cosas que no eran obstáculo para demostrar su coraje si la ocasión lo imponía.

—En esta tierra 'e machos ser valiente es cosa fácil, lo que cuesta es no andar armando camorra pa dimostrarlo —acostumbraba a decir.

Terminaba de llegar a la sala de la comisaría cuando el cabo Leiva entró para anunciarle una visita.

—Don Frutos —dijo—, ahí ajuera está la maistra.
—Güeno... y ¿por qué pa no la hasés pasar?...
—Es que de primero quise asigurarme que usté no estuviera en camiseta, pues ¡con la calor que hase!... O pior, en calzoncillos.
—Ya que viste que estoy prisentable hasela pasar de una vez...
—Está bien... Ya voy... —refunfuñó Leiva y salió para volver al momento acompañado por la docente.

Don Frutos se adelantó y le tendió la mano.

—Siéntese —expresó luego y le señaló una silla—. ¿Qué la trae por acá?...

Nélida Flores sonrió primero y luego respondió:

—Vine a pedirle su colaboración. Sé por referencia de los vecinos que es un funcionario ejemplar y muy apreciado por todos...
—¡Hum!, cuando empieza de esa manera algo grande me va a sacar...
—No, don Frutos... solo tengo dos pedidos que hacerle...
—Pa evitarle que me diga más alabanzas déalos por concedidos...
—¿Sin saber de qué se trata?...
—Sin saber de qué se trata, pero sabiendo quien los pide... Una muchacha como usté, güena, educada y rispetada por tuitos no me va a poner en aprietos...
—¡Qué amable y qué sensato! —dijo la maestra—. Bueno, lo primero es que hable con los padres de estos chicos para que los envíen a la escuela. Están en edad escolar y deben concurrir...

Le tendió un papel con una pequeña lista y prosiguió:

—Lu segundo es que me ayude a formar una Sociedad Cooperadora. Mi escuelita es muy pobre y le hace falta todo...
—Eso ya es más difícil... Por aquí la gente es pobre y juera de güena voluntá es poco lo que pueden dar...
—Pero hay estancieros, comerciantes y gente con medios...
—Esos son los menos y son más agarraus que garrapata 'n vaca gorda...

Sonrió Nélida al oírlo y luego agregó:

—¿Me podría, por lo menos, indicar a alguien que pueda ser presidente de la misma?...

En ese momento se recortó en la puerta la figura del capitán Giménez.

—Buenos días... —saludó—. ¿Está el oficial Arzásola?...
—Entuavía no ha venido, pero no se vaya, capitán... Aquí la señorita maistra lo necesita...
—¿Yo? —dijo la maestra y sus mejillas se enrojecieron.
—Sí, pues... aquí está el hombre más indicau pa presidente'e su Cooperadora.
—No puedo serlo, don Frutos —se disculpó el militar—, no mando niños a la escuela, soy extranjero y no tengo riquezas...
—Pero es un hombre de bien y los niños que sufren no tienen patria...
—¡Ah!... En eso tiene razón...
—¿Me ayudará, señor? —rogó la docente, y lo envolvió en una mirada suplicante—. Hay niños que vienen con el estómago vacío, otros que no tienen ropas, muchos que no poseen libros...
—Si en algo puedo serle útil... —accedió, vencido, Giménez.
—Puede serlo en mucho —afirmó Nélida, y añadió—: cuando le quede bien, ¿quiere pasar por la escuela? Así conversaremos.

Se levantó, se despidió y se fue.

Don Frutos palmeó a Giménez y comentó:

—Perdone, mi capitán, pero n'el pueulo usté es el hombre más intruído, de más iniciativas y por lo tanto el más capaz pa ayudarla a esa pobre chica... pero ¡tenga cuidau!...
—¿Cuidado de qué, don Frutos?
—Que no vaya a quedar enredau en la sonrisa'e la maistra... ¡es muy linda y muy güena!...
—No se olvide que soy casado, comisario.
—Por eso mesmo le decía... ¡tenga cuidau!... Lo sé un honibre'e honor y a ella una muchacha decente, pero ella y usté que son léidos se sienten solos entre nosotros que somos inorantes y eso lo va a mandar más al uno contra l'otro... ¡tenga cuidau!...

II.

Leiva sujetaba a su caballo por las riendas mientras don Giusepe, el herrero del pueblo, apoyando una de las patas traseras del animal sobre su rodilla le sacaba la vieja y gastada herradura para cambiarla por una nueva. El hombre procedía con rapidez y habilidad retirando clavos, tenazas o martillos del yunque próximo.

—¿Y su ayudante, el Ulpiano? —preguntó el cabo Leiva. —¿Ayudante? Era un estorbo más bien... haragán y mal enseñado. Hace ya como tres meses que lo despedí... —Ese parece que nació cansau... En ninguna parte dura y lo pior es que le gustan las bebidas y las mujeres. Me se hase que va a terminar mal. —Además como no hay mucho trabajo bien me puedo arreglar solo... —¡Ah!... Me dijo don Frutos que no se olvide que el domingo va a haber reunión'e padres'n la escuela pa formar una cooperadora. —Haré todo lo posible para ir... —Tiene que dir, don Giusepe... Ta bien que a la Marieta no le falte nada ¡gracias a Dios!, pero hay que ayudar a los otros... —Le hace falta lo más grande, don Leiva... Le falta la madre...

Suspiró el herrero y luego soltando la pata del cuadrúpedo dijo:

—Ya está... ahora tiene herradura para un rato largo...

El cabo que ya adivinaba la respuesta simuló hurgar en sus bolsillos y preguntó:

—¿Cuánto es, don Giusepe?... —Nada, amigo... Demasiado hacen ustedes los policías por nosotros para cobrarle estas pequeñeces... —Güeno, muchas gracias, entonces —repuso Leiva y después de saludar se retiró.

Volvió el hombre a su trabajo junto a la fragua cuando, llegando desde la casa hizo su entrada una niña de unos diez años, tez sonrosada, cabellos rubios y unos límpidos ojos azules.

—Buen día, papá... ¿estoy bien así?...

Giró sobre sí misma para que su progenitor pudiera apreciar la albura del delantal escolar y luego le tendió las manos.

Don Giuseppe examinó las uñas y sentenció:

—Sí, estás bien, puedes irte nomás.

Agachó su cabeza y la niña besó las tostadas mejillas y el hombre quedó mirándola mientras iba a buscar sus libros para dirigirse a la escuelita, después continuó su labor y golpeó un hierro enrojecido que colocó sobre el yunque y que, al choque del martillo, se deshacía en chispas. La niña salió por la puerta del frente y buscando la acera en sombra, ya que el sol mañanero empezaba a dejar sentir sus ardores, fue hacia su destino. Casi al llegar a la esquina, de una casa de material y excelente aspecto, salió una linda muchacha que le dijo:

—Hola, Marieta... ¿vas a clase? —Sí, Isabel. —¿Me podrías hacer un favor? —¡Cómo no!

Miró la joven hacia el interior como con temor y, luego, en voz baja le dio un mensaje.

—Al pasar por la comisaría, decile al oficial que al mediodía voy a ir a hacer unas compras en lo de don Pedro. ¡No te vayas a olvidar! —Perdé cuidado... ¡hasta luego!...

La joven volvió a la puerta de su casa y desde allí vio a la chiquilla seguir su camino y cómo, cuando el sol la alumbraba, relucían sus rubios cabellos como si fuesen una dorada aureola sobre la cabeza infantil.

Pasaron los días y una siesta don Frutos y el oficial huyendo del intenso calor que convertía en un horno a la oficina se habían sentado en el corredor que daba al patio, el cual había sido recientemente regado para darle algo de frescura por lo que despedía un agradable olor a tierra mojada.

El cabo Leiva vino desde el galpón del fondo donde estaban los caballos, se apoyó contra uno de los postes de la galería y se introdujo un meñique en el oído iniciando una rigurosa limpieza auricular, luego pateó una cascarita de naranja y volvió a inclinarse sobre su sostén.

—A ver vos... ¿qué andás queriendo? —le preguntó don Frutos. —¿Quién?... ¡yo! —dijo el cabo haciéndose el sorprendido. —Sí, vos que me tenés rondando desde esta mañana como comadreja al gallinero... —Y güeno, pues... yo le quesería pedir premiso pa'l domingo... —¿Pa qué? ¿Si se puede saber?... —Porque me quiero dir a casar... —¡¡Ajá!!... —interrumpió el oficial que estaba con espíritu de broma—. ¿Y con quién?...

Sin advertir la malicia de la cuestión, el aludido contestó:

—Con Aniceto, el peón del carnicero... —¡Pero eso no puede ser!... ¡es monstruoso!... —¿Y por qué, pa? —atinó a preguntar el cabo. —Porque entre dos hombres no se pueden casar, hace falta una mujer. —¡Ja... ja!... —rió don Frutos—. ¡Linda pareja harían!... —¡Salga de ahí!... Yo digo a casar patos, aguapeazó, pollonas y otros bichos 'e la laguna... —Entonces debió decir cazar con zeta —expresó Arzásola pronunciando el correcto sonido de esta letra—. No es lo mismo casar que cazar, hay una diferencia... —Usté siempre lo mesmo... Aquí sabíamos entendernos bien hasta que vino usté con esas palabras defísiles y sus diferiencias —refunfuñó Leiva—. Y güeno... ¿me deja don Fruto o no me deja? —Sí, m'hijo y no te olvidés de traer algo pa convidarnos... No se lo dejés tuito al capitán Giménez... A mí me gustaría un patito bien gordo pero eso sí, acordate'e golver pa'l escurecer que tenemos que seguir campiando esas luces malas... —Ta bien mi comesario, pero va a ser inútil... —¿Por qué? —Porque esas cosas'e los espíritus no se pueden agarrar ni dejan huellas. Más bien habería que hacerle decir unas misas por el alma de don Liborio. —Para mí —intervino Arzásola—, no deben haber tales luces sino deben ser alucinaciones... —¡Qué pa va a ser lusinaciones! Si dicen que aparecen más cuando no hay luna... —Alucinaciones quiere decir un engaño de nuestra imaginación, una falsa apariencia... —¡Ah!... Yo creiba que era algo'e la luna, pues... —explicó Leiva. —¡Pero es raro que haigan sido varios los que las han visto y gente seria tuita! —volvió a decir don Frutos—. Algo debe de haber... —Vea, che oficial —expuso Leiva que estaba algo amoscado—. ¿Por qué pa si son lusinaciones no aparecían antes cuando el finau Liborio no era finau?... ¡eh!... Hace más'e dos meses que el pobre estiró las patas, ¡que Dios lo tenga en su santa gloria! y después llegaron las denuncias y no una, sino muchas... —Don Serra, don Pedro Castro, Quiroga y la señora, los hijos'e doña Zoila que viven pa esos laus las han visto y no creo que mientan... —Pa mí como el dijunto supo ser medio agarrau y egoísta es su alma que anda penando —sentenció Leiva. —Déjese de supersticiones, cabo... —Almas en pena, supersticiones o lo que sea, pero, ¡algo debe haber! —concluyó don Frutos.

El capitán Giménez entró a su cuarto silbando una guarania. Se quitó el saco y luego llamó a los gritos a su asistente.

—¡Ojeda!... ¡Ojeda!... —Sí, che capitán ya voy viniendo —respondió el servidor y llegó empuñando aún la espumadera ya que hacía el yantar cotidiano para los dos. —Mirá no te apurés por la comida... Traeme antes un «tereré» para quitarme la sed... —Quiere pa con hojas'e yerba güena o con hojas de menta... —Hacelo como quieras...

Extrañado de verlo con tan buen humor y mientras derramaba en un vaso la yerba mate a la que agregó fresca agua del pozo, Ojeda preguntó:

—¿Tuvo güenas noticias de... «allá»? —¡No! ¿Por qué?... —Y como lo veo tan contento... —Estoy contento nomás...

El ex militar se levantó y se puso a recorrer la habitación a trancos largos, luego mientras recibía el refresco de manos de su asistente le preguntó:

—Decime, ¿vos lo conocés a José Asunción Silva?...

Titubeó un momento el interrogado y, en seguida, contestó:

—Así, todo junto no... pero separado creo que sí... —¿Separado?... ¿Y cómo?... —Güeno: José conocí muchos, Asunción es la capital'e nojotro país y Silva está el dueño de la carnicería...

Rió Giménez de la ingenuidad de su asistente y asintió:

—Así es, tenés razón...

Bebió el «tereré» y luego fue a tenderse en el lecho para recordar.

Desde hace varios días frecuentaba la escuela para conversar sobre la organización de la Asociación Cooperadora. Aunque con cierto recelo al principio bien pronto se contagió del fervoroso entusiasmo de la maestra y se dispuso a poner su mejor voluntad para paliar en algo las enormes necesidades de la escuelita y sus alumnos.

Poco a poco fueron dejando de lado los temas escolares y una mayor intimidad los llevó a hablar de sus problemas y deseos. Él no le ocultó su condición de hombre casado y de revolucionario en potencia, pero muchas veces, al recibir o entregar un papel sus manos se rozaban y ambos quedaban confusos hablando del tiempo o de los niños.

Esa mañana había ido a verla para comunicarle el resultado de su gestión ante un padre reacio a enviar a sus hijos al aula, cuando ya los niños salían de regreso para sus hogares y quedaron un rato conversando en la sala vacía. De pronto vio, sobre el escritorio un libro del poeta colombiano y lo empezó a hojear.

—¿Le gustan las poesías, capitán? —preguntó ella. —Sí y alguna vez también escribí algunas... Cosas de juventud... —se apresuró a explicar. —Me gustaría conocerlas... —Como todas mis pertenencias ellas también quedaron «allá»... Quizá las hayan quemado... —Es una lástima... —¿Por qué?... —Porque sin haberlos leído creo que sus versos deben ser como usted. —¿Y cómo soy yo?...

Enrojeció ella y, luego, respondió:

—Perdóneme la comparación pero yo lo asocio al palo borracho... —No creo beber tanto como para eso... —Lo digo porque ese árbol se presenta a la vista como rudo, y cubierto de espinas, pero, sin embargo ¡qué bellas son sus flores!, dan la impresión que fueran orquídeas y, luego, adentro de su fruto tiene la suavidad de su seda... Quien no lo trata a usted y lo juzga por la apariencia no puede saber el tesoro de ternura que lleva en su corazón.

Entró la portera para anunciar que la comida ya estaba en la mesa y tras de rehusar la invitación a compartirla Giménez volvió a su casa lleno de una profunda alegría que se reflejaba en su rostro y en sus actos y que hacía que Ojeda, en la cocina mientras preparaba el almuerzo, se dijera:

—¿Qué tendrá mi capitancito?... ¡A ver si me lo han ojeau!...

III.

Esa mañana era la fijada para la reunión de la asamblea de la Cooperadora y la maestrita se levantó temprano para ayudar a la portera en sus labores. También llegó Ojeda, el asistente del capitán, pero este, en lugar de acomodar los bancos en el salón para que sirviesen de asientos, buscó una pala y se entregó a la tarea de arreglar el patio de tierra para emparejar sus desniveles. Luego llenó una regadera y se puso a mojar la tierra.

Los padres fueron llegando de uno en uno, saludaban a la maestra y, luego, algunos se acomodaban, como temerosos, en el borde de un banco, mientras otros permanecían en el patio. Felizmente, al poco tiempo, llegó el capitán Giménez y con bromas a unos y preguntas a otros consiguió animar a la concurrencia.

Nélida estaba asombrada y no se cansaba de repetir al capitán:

—Vea lo que es su prestigio... Yo nunca conseguí que vinieran más de media docena a mis reuniones y, ahora, ¡cuántos!... —Espere un momento y va a ver que vienen más... —¡Todavía!... Y yo que estaba apurada por empezar... Me halaga saber que en este pueblo sienten tanta devoción hacia la enseñanza.

Rió Giménez en forma enigmática conversando con sus amigos. Un rato después golpeó las manos y todos pasaron al aula que resultó pequeña para la gran cantidad de circunstantes. La docente, sumamente emocionada, les habló para agradecerles su presencia y se manifestó orgullosa que no solamente padres sino también quienes no tenían niños en la escuela hubieran acudido a su llamado.

En seguida se procedió a la elección definitiva de las autoridades que habían de guiar los destinos de la flamante asociación y resultó ungido el capitán Giménez y a quien secundarían unos cuantos padres.

Hubo los aplausos de práctica y cuando ya Nélida creía que la asamblea concluiría, su flamante presidente se levantó y expuso:

—Ahora, mis amigos, pasaremos al patio y espero que todos se hagan ver con sus contribuciones, porque necesitamos dinero, mucho dinero...

Como un tropel salieron todos al lugar indicado y, a poco se oyeron los gritos de:

—Cinco pesos al que tira... —Pago... —Diez pesos al que espera... —Diez y cinco más... —Venga...

En tres de los lugares que Ojeda había regado y arreglado, la taba iba y venía entre las exclamaciones de los jugadores.

La maestra que había quedado sola, junto a su escritorio, arreglando las anotaciones se sintió, también, atraída por el bullicio y se asomó a la puerta. Abrió sus grandes ojos asombrada ante el espectáculo y dirigiéndose a Giménez lo increpó:

—Pero, capitán... ¡esto no puede ser!... ¡Están jugando!... ¡jugando!...

El paraguayo la tomó suavemente de un brazo y la condujo al interior.

—Deje esto a mi cargo, señorita... Usted no ve nada, ni sabe nada... —Pero es juego... Y está prohibido. —¿No sería peor que sus beneficios fueran en provecho del bolichero o de un coimero? Al menos ahora contribuirán a algo útil... —Pero, ¿qué va a decir don Frutos? —Mire, allá veo que se detiene frente a la puerta... Vaya a atenderlo que yo tengo mucho que hacer con estos muchachos...

Y mientras la joven, confusa y ruborosa, iba al encuentro del funcionario, Giménez pasaba entre los jugadores y les sacaba a algunos unos pesos y a otros unas monedas diciendo:

—Ganaste, ¿no?... Bueno, dejá un poco para la escuela...

El comisario, mientras tanto, ató su caballo a un poste y se quedó a esperar a la maestra que lo saludó casi tartamudeante:

—¡Bue... buenos días, don Frutos!... —Parece que vinieron muchos padres, ¡eh! —Sí, pero yo... fue el capitán... —¿El que loj está entreteniendo, pa?... Dejelo que él sabe lo que hace... Si no juera que tengo que anclar de recorrida me metería yo también... —¡No!... Usted no... —se asustó ella. —Bueno, que sea él nomás, pero acuérdese que estoy n'el boliche por si alguno se quiere desmandar aunque con el capitán y su ayudante no creo que naides se haga el loco...

Volvió a desatar su caballo y montando de un salto se alejó diciendo:

—¡Hasta luego, señorita!... Y espero que la sociedad pueda juntar unos cuantos pesos pa los pobres chicos...

Ese mismo domingo, por la noche, el oficial Arzásola, que había cumplido con sus obligaciones durante el día y empleado las horas nocturnas en amable palique con la hija de don Filemón, volvió a su pieza acariciando risueñas esperanzas. Si bien el padre no accedía a aceptarlo, todavía, como novio oficial, no ponía obstáculos a las entrevistas que sostenía a través de la enrejada ventana.

Encendió la lámpara a querosene que tenía sobre la mesita de luz, se desvistió tarareando un chamamé, se colocó el pijama y se introdujo entre las sábanas.

Apenas se hubo acomodado bien, sintió, junto a la pierna izquierda, un frío y viscoso contacto.

—¡Una víbora! —pensó con espanto—. Se habrá colado desde afuera y se ganó la cama.

Pasaron unos segundos que le parecieron siglos. Un sudor helado le cubría la frente y un terror pánico lo paralizaba.

—¿Será una yarará?... ¿Una coral?... ¿Tal vez una víbora de la cruz?...

En rápida sucesión pasaron por su mente una serie de relatos espeluznantes oídos en el lugar de sucesos similares. El animal seguía inmóvil junto a su pierna, tal si atraído por la tibieza del cuerpo se hubiera aletargado.

Lentamente el oficial movió la mano derecha y fue aflojando un costado de las sábanas para poder liberarse de ellas. La tarea le insumió varios minutos que fueron de una verdadera pesadilla. Por los miembros inferiores, inmovilizados por la tensión, comenzaba a correrle un molesto hormigueo, pero no se arriesgaba a efectuar el menor movimiento por temor a que el reptil le clavara los colmillos.

Sintió ruido afuera como de alguien que se hubiese aproximado a la puerta, pero tampoco se atrevió a pedir auxilio por miedo de asustar al ofidio.

Al fin, después de rezar mentalmente, encomendándose a Dios, dio un brusco salto y salió del lecho, buscó el revólver que había dejado sobre la mesa y descargó tres balazos en la cabeza del bulto oscuro y cilíndrico que había quedado en descubierto.

En ese momento se abrió la puerta y entró el cabo Leiva que le arrebató el arma.

—¡Qué hase ofisial? —exclamó. —¡Allí... allí... una víbora! —le respondió Arzásola aún tremante.

Leiva dejó el arma sobre la mesa, se acercó al animal y lo tomó entre sus dedos para observarlo bien. Después de unos segundos dijo con tono burlón:

—¿Víbora?... No, ofisial, es una anguila, pues... ¿A que debe ser una que truje en un tarro esta tarde 'e la laguna y se haberá escapau...?

Mostró una lata oxidada que estaba en un rincón oscuro y aseveró:

—Es la mesma, ¡claro!... Saltó y se metió en la cama... Pero, ofisial... ¡cómo no distingue una anguila'e una víbora!... Si hay diferiencia, pues...

Algo en el tono de la voz del cabo le hizo comprender a Arzásola que había sido objeto de una broma brutal por parte de Leiva y todo el terror pasado se concentró en furor en su alma.

—Así que fue usted quien la trajo. ¿No?...

Sin darse cuenta de la tormenta que se estaba incubando en el interior del otro el cabo respondió gozándose con la broma:

—Sí y güen susto que se agarró por no ver la diferiencia... —Pero, ahora, el susto se lo va a agarrar usted... ¡insolente! —rugió Arzásola y manoteó el arma. —¡No!... Pe... pero si... —balbuceó Leiva, pero al ver la ira desfigurando el rostro de su superior se atemorizó y consideró más prudente salir a la calle a todo correr.

El oficial lo siguió barbotando maldiciones, pero, al pisar el áspero suelo, descalzo como estaba, las piedrecillas se le clavaron en la planta de los pies. Regresó a la pieza y se calzó unas alpargatas. Aplacado en algo ya su cólera, dejó el revólver y recogió la fusta en el deseo de perseguir y dar un condigno castigo a su burlador.

Leiva, que se había detenido unos metros más adelante, al verlo salir nuevamente reanudó su carrera. El ruido de sus pasos guió a Arzásola que lo fue persiguiendo e insultando a la par.

—Ta bravo l'ofisial capá de quererme balear... —pensó el cabo y prosiguió su fuga.

Llegó a una esquina y torció por una calleja lateral, oscura y silenciosa. Siguió un trecho y buscó disimularse en el hueco de un portoncillo de madera que encontró a su paso.

—Puede ser que no me vea y pase de largo... —murmuró apoyándose contra el mismo.

A su contacto la hoja cedió y se abrió chirriando sobre un patio en sombras. Súbitamente una luz brilló ante sus ojos, encegueciéndolo y un golpe recibido en la cabeza lo devolvió a la calle donde quedó tendido y sumido en la inconsciencia.

El silencio y las sombras volvieron a enseñorearse del lugar cuando, después de unos minutos, apareció Arzásola a quien el fresco nocturno y el cansancio habían calmado casi por completo pero que aún seguía tras el bromista por un sentimiento de orgullo.

—Tengo que darle una lección —se decía— para que distinga las jerarquías...

De pronto tropezó con el caído, trastabilló y cayó a su lado.

—¡Un borracho!... —fue lo primero que pensó, pero al apoyarse sobre él para tratar de levantarse sintió bajo su mano el correaje y los botones del uniforme.

Inútilmente aguzó su mirada pero no pudo distinguir las facciones.

—¡Pero!... ¡Si debe ser Leiva!... A lo mejor se enredó y cayó golpeándose malamente —prosiguió y buscó con su mano el lugar del corazón para ver si latía—. Aún vive... ¡Gracias a Dios!...

Buscando a ciegas pudo dar con el silbato que el cabo llevaba en un bolsillo y, de inmediato, hizo sonar las llamadas de auxilio.

Enseguida llegaron don Frutos y un agente y entre los tres transportaron el cuerpo del desvanecido a la comisaría.

Durante el camino el oficial le fue explicando a su superior lo acontecido, pero juró y perjuró que no tenía nada que ver con el desmayo.

Ya en el local lo acomodaron en una silla y le pusieron paños fríos sobre un tremendo chichón que, grande como una mandarina, tenía en la cabeza.

Don Frutos, dirigiendo una mirada a la fusta de cabo de plata que Arzásola aún llevaba colgada de la muñeca mediante una cadenilla, le pregunté:

—¡Pero, che!... Tenés que haberle dau con el mango pa haserle una cosa así... —Si no fui yo, don Frutos, ¡créamelo!... —se disculpó el acusado.

En ese momento el cabo abrió los ojos y empezó a quejarse débilmente.

Esperaron que reaccionara un poco más y, entonces don Frutos sacudiéndole de un brazo le interrogó paternalmente:

—¡Eh!... Leiva... Leiva... Contestame si podés... ¿Qué te pasó?...

Algo como una sombra de horror pasó por el rostro del dolorido y contestó:

—¡Jesús che yara!... La luz... la luz mala jué... —y vencido por el esfuerzo volvió a cerrar los ojos.

Lo examinaron detenidamente y al no encontrarle lesión de mayor gravedad resolvieron dejarle acostado en un catre, para que descansara, encargando al agente para que, periódicamente, le renovara las compresas.

—Güeno, vamoj a ver lo que dice mañana cuando dispierte —dijo don Frutos y dirigiéndose al oficial le ordenó—. Y vos, andá a dormir nomás... —Si quiere puedo quedar para cuidarlo... —No va a hacer falta... ¡Hasta mañana!... —¡Hasta mañana, entonces!...

Ya se retiraba el oficial cuando el comisario burlonamente le recomendó:

—Y tené cuidau con laj anguila ¡eh!...

El joven, al oírlo, ante el recuerdo de la angustia pasada, sintió que un estremecimiento de pavor le corría por la médula.

IV.

Ña Zoila que estaba acomodando, sobre unos zarzos de ramas, unos pedazos de carne para hacer charque vio en el patio del rancho de enfrente a su vecina, doña Rosa, la esposa de don Deogracias Quiroga, y cruzó la calle para ir a hablar con ella.

Después de los saludos y con tono de misterio le dijo:

—¿Anoche no vido nada Ña Rosa?... —¡No!... Dende que vicie las luces n'el patio'el finau Quinteros apenitas se pone el sol cierro la puerta con la tranca y ya no salgo más... Endemás le tengo prometida una novena a la Virgen'e Itatí por l'alma'l viejo...

La otra miró hacia todos los lados, temerosa y continuó:

—Pues anoche, aparecieron otra vez... —¡Jesús, María y José!... —Sí, salí pa ver que eran unos ruidos que sentí cerca'l gallinero, cuando escuché ruido de pasos, dispués distinguí la luz y oí como un quejido... —¡Ajá!... ¿Y dispués?... —Dispués no quise saber más nada, me metí adentro y ya no salí más... —Si hasta me están dando ganas'e mudarme porqué aquí con esas luces ya no se va a poder vivir, pero... ¡vea quiénes vienen!... —Son don Frutos, Leiva y l'oficial... —Y van pa la casa'el viejo Quinteros...

Las dos mujeres se asomaron a la acera para ver el grupo que, a un centenar de metros más allá, se acercaba al lugar donde la noche anterior había caído Leiva.

De los tres hombres llamaba de inmediato la atención el cabo que ostentaba en la frente un vendaje a modo de vincha.

—¿Ande viste la luz mala?... —preguntó don Frutos. —Ahí, nomás comesario, n'el portón del viejo Quinteros. Apenitas lo abrí y metí la cabeza se apareció. —¡Ajá!... Y vos Arzásola, cuando viniste no trompesaste con denguno?... —Con ninguno, don Frutos... Venía atento a todos los ruidos así que me hubiera dado cuenta. —Ta güeno, dentremos...

Leiva, que era muy supersticioso dejó que los otros entraran primero, luego se persignó y penetró también. La casa estaba silenciosa. En el amplio patio algunos coposos naranjos daban fresca sombra. Don Frutos anduvo un trecho y señalando un trozo de tierra removida dijo:

—¡Mirá Arzásola...! ¿Te parece que eso lo haigan hecho las luces malas?... —¡No!... Eso es obra de seres humanos... —Alguno que haberá andau buscando las botijas'e plata que dicen que tenía enterrada'l viejo Quinteros —intervino Leiva.

Y enseguida agregó:

—Pero a la luz mala yo la vide... ¡Se lo juro!... —Y besó a dos dedos puestos en cruz.

Don Frutos, que mientras tanto estaba observando, sentado en cuclillas junto a la puertecilla, unas huellas en la tierra, se incorporó y le respondió:

—Vo lo que viste jué la lu'e una linterna que te encandiló pa ansí encajarte el garrotaso, pues...

Titubeó un momento el cabo y luego confirmó:

—Cierto... pa luz mala era dimasiau risplandor... ¿Quién haberá sido?...

Desechado el aspecto supersticioso el rencor le puso un brillo maligno en la mirada.

—Vamoj a ver... —siguió don Frutos y le ordenó—: Mostrame la herida.

Leiva se desató el vendaje y le hizo ver el hematoma.

El comisario lo estudió con todo detenimiento y aun le arrancó algunos quejidos cuando presionó a su alrededor preguntando:

—¿Te duele aquí?... ¿Y aquí?... ¿Acá no?... ¡Claro!... Este golpe lo encajó un zurdo... —¿Un zurdo?... —se asombró el oficial. —Sí y está bien patente... Vamoj a riconstruir la escena... A ver, cabo, meté la cabeza como anoche... —Güeno, pero no vaya na pegar ¡eh! que nu es de jierro... —Perdé cuidau, va ser tuito simulau...

Don Frutos se puso en el lugar donde estaban las huellas y cuando Leiva empujó la hoja de madera e introdujo la cabeza, indicó:

—Ve, oficial, el que estaba acá lo encandiló con la linterna que tenía en la derecha y le sacudió el golpe con la izquierda, por eso el chichón está pa este lau... De haber sido al revés la magulladura habida que haber estau maj al frente o al otro costau... —En efecto... Tiene usted razón —aseveró Arzásola. —N'este vecindario l'único zurdo es Clímaco Barrientos... Y ese nunca se quejó'e las luces... ¡Hum!... Lo vua a citar pa interrogarlo... —¿Quiere que vaya yo, don Frutos? —se ofreció Leiva. —No, m'hijo —replicó don Frutos y al ver la expresión de su subordinado agregó suavemente pero con firmeza—: Y si te querés poner vo a risolver esto por tu cuenta te vua a encajar tal talerazo que ese bulto que tenés va a quedar petizo al lau del otro... —No ha de, don Frutos —condescendió el cabo de mala gana. —Muchas gracias, Juan Moreira —dijo don Frutos entregándole el mate al cabo que quedó frente a él sorprendido. —¿Por qué, pa Juan Moreira, comesario? —preguntó. —Por esa vincha... Estás igualito que un gaucho pa'l carnaval —rió el interrogado mientras Leiva refunfuñando y masticando sus rencores fue a dejar el mate en la cocina y volvió a sentarse en una silla, en un rincón.

En ese momento entró el agente de guardia y advirtió:

—Don Frutos... ahí está Clímaco Barrientos, al que usté lo hizo llamar... —Está bien, hacelo pasar...

Arzásola que leía en una mesita de un costado dejó el libro y se dispuso a actuar si sus servicios de sumariante eran requeridos.

Barrientos entró haciendo dar vueltas entre las manos a su aludo sombrero y miró inquieto hacia la esquina donde se hallaba el malhumorado cabo Leiva. Se detuvo frente al escritorio del comisario y dijo con aire que quiso ser de protesta:

—Vengo nicó a ver pa qué me hizo llamar.

Sin inmutarse don Frutos le dijo:

—Perdoná Clímaco, pero quisiera saber si vo no viste las luces malas en lo de don Liborio... —¡No!... Yo no las vi nada... —Y, entonces, si no es de miedo a las luces esas ¿cómo pa es que hace un tiempito que no se te ve por la noches n'el boliche?... Antes no solía faltar ni cuando llovía... —Creo que no tengo ninguna obligación pa dir... Voy cuando se me dea la gana... —No te enojés que va a ser pa tu bien... pero es el caso que yo me he ponido a pensar... —Me he puesto... —interrumpió Arzásola sin poderse contener ante el barbarismo de su jefe. —¿Qué te has puesto? ¿La gorra o el sombrero? —le dijo don Frutos. —Perdone, pero no se dice «me he ponido», sino «me he puesto». —Vo dejame a mí que si yo le haulo en difísil este no me va a entender...

Suspiró resignado Arzásola y don Frutos continuó el interrogatorio:

—Güeno, el caso es que yo... —se detuvo, miró intencionalmente al oficial y agregó— he pensau que dos y dos son cuatro... —Y eso que tiene que ver conmigo, pues... —replicó Barrientos a quien todos estos preámbulos estaban poniendo sumamente nervioso. —Pues que lo mismo resultá'e vo y las luces malas... —No entiendo... —Sencillo: vo vas al boliche, no hay luces malas, vo no aparecé por lo 'e don Pedro y salen las luces malas... —Casualidá... —Sí, m'hijo, una casualidá jué que no le rompiste el mate a Leiva anoche... —¡Ahijuna!... —se levantó el cabo furioso y Barrientos se replegó hacia el escritorio. —Sentate, Leiva, que entuavía no hemos terminau... —¡No sé nada!... ¡Yo no sé nada! —casi gritó Clímaco que se había puesto pálido—. Déjeme dir... —Si no juera que endemás sos surdo te hubiera dejau, pero el que le hiso eso al cabo era surdo como vos... ¿Y aura, queré declarar de una vez o no?

Se empecinó el otro y repuso:

—Yo no juí y no sé nada de las luces esas... —Entonces, si no querés confesar conmigo yo me vua a dir con l'ofisial a dar una güelta y te via a dejar con el cabo pa que te interrogue...

Pero a Barrientos que conocía por oídas la fama de Leiva le bastó mirar el vendaje que ocultaba el chichón de la frente y, sobre todo, el gesto de malévola satisfacción que hiciera aparecer en su rostro esa sugerencia para decidirse.

—No, don Frutos... prefiero con usté... juí yo... —¡Vos! ¡Añamembú!... —tronó Leiva y se levantó agresivo, pero don Frutos le clavó los ojos fijamente y, vencido por la autoridad, volvió a su asiento. —Perdone, cabo... —se explicó Clímaco— jué sin querer... Sentí ruido y me asusté... —¿Qué andabas buscando por allí? —continuó don Frutos. —Y, como decían que el viejo Liborio sabía enterrar en botijas su dinero quise ver si era cierto...

El comisario, al oírlo, se pasó la mano por la barbita en un gesto que le era habitual cuando se sentía preocupado y luego de una breve pausa sonrió, y dijo:

—¡Ajá!... Pues aura te vua a dar permiso pa que lo hagás de día. A vos y a tuitos los que quieran buscar, pero si encuentran algo tienen que pagar el 10 por ciento'e impuesto a los tesoros perdidos... —¿De veras?... ¿Me va a dejar? —dijo Barrientos. —Sí, l'ofisial va a hacer un plano del patio y a tuito el que quiera buscar le vua a señalar una parte, pero eso si... dispués de hacer los pozos tienen que emparejar el terreno con un rastrillo. —¡Cómo no, don Frutos!... —Pero no te alegrés tanto que vos tenés que arreglar una cuenta... —Cierto —aceptó Barrientos y volvió a mirar al cabo que seguía con gesto sombrío en su asiento. —A ver... violación'e domicilio, atentau contra la utoridá, lesiones... ¡hum!... Son muchos cargos, Clímaco... —Me va a poner preso, entonces... ¡Qué lástima, porque loj otro me se van a adelantar y van a sacar el «tapau»! —No te aflijás... Vos solés trabajar'e pintor, ¿no?... —Así es, don Frutos. —Güeno, te vua a perdonar tuitas esas cosas con la condición que pintés la escuelita. El capitán Giménez te va a dar los útiles y la cal. —¡Cómo no, don Frutos! —aceptó Clímaco satisfecho con el arreglo. —Además le tenés que traer a Leiva una botella'e caña pa que se haga compresas n'el golpe... —¿Compresas de caña, don Frutos? —se asombró el otro. —Sí, m'hijo... la caña tiene alcol y l'alcol es lo mejor pa desinfetar heridas y machucones...

V.

Los días pasaron y el panorama educacional fue cambiando lenta, pero no por ello menos favorablemente. El edificio se ofrecía luciente y níveo gracias a la mano de cal que le dio Clímaco Barrientos y, a poco, el comedor escolar fue agregando al locro tradicional otros platos hechos con la base de las legumbres que le ofrecía el huerto establecido en el antiguo patio de don Liborio, que ya debía descansar en paz pues dejaron de verse las temidas luces malas.

Con el producto de lo recaudado en la reunión inicial se mandaron a arreglar los bancos destartalados y se compraron diversos elementos entre los que figuraba un gran pizarrón.

También se dotó de guardapolvos o delantales a los niños más necesitados y con ello el perdido interés por la enseñanza pareció renacer nuevamente.

—Yo no sé cómo agradecerles —decía una tarde la maestra y directora a don Frutos y al capitán Giménez. Gracias a ustedes dos he conseguido que alumnos que hace tiempo habían desertado volviesen al aula y que la asistencia se mantenga en buen promedio.
—Lo mejor —dijo Giménez— es que ya he visto q' algunos de los niños han empezado a hacer huertecillas en el fondo de sus casas...
—¡Claro! Con las plantitas que se llevan medio a escuendida'e la grande —dijo don Frutos y se mesó la barbilla

Nélida los miró sonriente y replicó:

—¡Buenos están ustedes para reprochar a mis pobres «cunumicitos» esos pecadillos que hacen urgidos por la necesidad!... El presidente de la Cooperadora organizando a mis espaldas una «tabeada» para recolectar fondos...
—¡No me diga! —fingió escandalizarse el comisario.
—Y usted, engañando a los pobres vecinos con el cuento del tesoro escondido para que le removieran el terreno que pensaba dedicar para huerta escolar.
—Y eso no es nada —añadió el capitán y se echó para atrás en la silla donde se hallaba sentado—. ¿A que no sabe por qué todos los estancieros de la zona respondieron a nuestro pedido y mandan periódicamente su contribución de carne para el «Comedor»?...
—Porque son gente buena, porque comprenden la labor humanitaria que la Cooperadora realiza y porque quieren ayudar a los necesitados...
—¡Ahí está!... —saltó don Frutos—. Tuitos lo hacen'e güen corazón nomás y cierre el pico...
—Perdone, señorita, pero usted parece haber olvidado al Evangelio...
—¡Yo!...
—Sí, porque en una de sus partes dice, por boca del Divino Maestro: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos».
—Sí, pero los tiempos han cambiado...
—Podrán haber cambiado tiempos y costumbres, pero lo mismo sigue duro el corazón del egoísta. ¿Acaso ellos no se dieron cuenta antes de la miseria de estos pobres chicos? ¿Cree que fue usté la que les abrió los ojos?
—Simplemente discuido, pero ¡ahí tiene cómo bastó una amable solicitud para que todos respondieran...!
—Vamos, Capitán, se está haciendo tarde —manifestó don Frutos y se incorporó.
—No, señor, primero deseo que esta jovencita aprenda algo de la dureza de la vida... Fue don Frutos el que los obligó...
—Yo no obligo a naides, che capitán...
—¡Es absurdo! No puedo creer que don Frutos sea arbitrario.
—Es que hay maneras y maneras...
—Vamos che capitán... —siguió insistiendo el viejo.
—Antes quiero que esto se aclare —manifestó la maestra y se puso frente al ex militar con los brazos en jarra—. No aceptaré nada más si no es bien habido.
—Por eso no se apure, que todo es legal.
—¿Entonces?
—Pues que su amigo el comisario, cuando hay algún estanciero remiso, no se preocupa que los cuatreros hagan de las suyas en sus campos...
—Es que tengo muy poca gente pa vigilar a tuitos loj establecimiento 'e la zona... —se defendió el funcionario.
—¿Y los otros no protestan?
—¡Claro que lo hacen! Vienen furiosos, pero su amigo, agarrándose la barbita les dice muy suavecito: «Tiene razón, señor, pero mi personal es muy escaso...». «¿Y cómo le alcanza para vigilar los otros campos?» —replican y él, siempre paciente les dice—: «El caso es que esos mandan carne para el comedor de la escuela y cuando los chicos o los padres ven gente extraña vienen y me avisan. ¡Son de agradecidos estos chicos!».
—Y la verdá es que loj pobrecitos son muy agradecidos —interrumpió don Frutos.
—Entonces los otros se dan cuenta que si no contribuyen no tendrán protección contra los cuatreros que se vienen como moscas desde los esteros cuando ven alguna oportunidad...
—¡Y yo que creía que lo hacían de generosos! —se sonrojó ella.
—Lo que importa es que loj muchachitos tengan qué comer y que no se haga nada ilegal —acotó don Frutos y llegando a la puerta añadió—: Y aura si el capitán quiere quedarse que se quede, yo me tengo que dir...
—No, si ya voy con usted —manifestó el militar y despidiéndose de la maestra se puso a su lado y salieron.

La maestra los vio alejarse y quedó pensando en sus extrañas psicologías, en la bondad de sus almas y en los medios curiosos que tenían para lograr sus fines.

VI.

El sol brillaba, enorme y despiadado, en el cielo sin nubes y sus rayos arrancaban cegadores reflejos a las aguas del Paraná, amustiaban las hojas de los árboles y despojaban de su fresco verdor a las hierbas del campo. La mayoría de la gente estaba entregada al descanso de la siesta y solo un puñado de pilluelos, tras de haberse bañado en el río, ascendía, inquieto y algarero, por el abrupto camino de la barranca rumbo a un monte cercano abundoso en frutos silvestres.

Casi todos ellos iban descalzos o con deshilachadas alpargatas, pero la curtida piel de sus extremidades no sufría por el contacto con las espinas o las asperezas del sendero. Llegados al punto de destino, pronto se desparramaron entre los árboles en busca del agridulce ubajay, del exquisito ñangapirí, del sabroso guapurú o del dulcísimo arachichú. Sus gritos iban como monos sonoros saltando de rama en rama, resbalando por los troncos o corriendo por entre las mal dibujadas sendas.

—¡Poli!... Vení a ver qué lindo guapurús...
—¡Pancho!... ¡Pepe!... ¡Carmelo!... ¡Acérquense pa este lao onde hay un guayabal'e mi flor!...
—¡Ejame tranquilo Meterio que m'estoy empachando'e ñangapirises!... —respondía alguno, pero los demás seguían en sus andanzas sin prestar atención a las solicitudes.

Críspulo, uno de los más pequeños, con la boca y las mejillas teñidas con los tintes de los frutales y los húmedos cabellos revueltos se descolgó ágilmente de la planta donde se había alojado y se abrió paso por entre la crecida vegetación para proseguir su búsqueda cuando vio a la niña.

Estaba en una especie de claro del monte, acostada como si durmiera. La leve brisa jugaba con sus cabellos rubios y los volteaba sobre el rostro infantil, pero, con todo, se podía apreciar la tez lechosa y los rojos y pulposos labios de la pequeña boca extrañamente abierta.

—¡Marieta! —se dijo el muchachuelo reconociendo a la hija de don Giusepe, el herrero, y se acercó de puntillas para despertarla sorpresivamente y gozarse en su asombro.

Pero, al estar más próximo, vio que los lindos ojos azules estaban fijos aunque un rayo de sol caía sobre uno de ellos, le extrañó la posición de las manos, rígidas y crispadas, sobre el pecho núbil que no alentaba y un terror súbito, que le vino desde el fondo del instinto, le hizo lanzar un angustioso alarido que reunió al momento, a su alrededor, a la infantil pandilla.

—¡Allí!... ¡Marieta!... —exclamó sollozante.

El tono de su voz y la imperturbabilidad de la yacente hicieron adivinar a los recién llegados la presencia intangible pero ominosa de la Muerte. Uno, más audaz, quiso acercarse para tomarle el pulso, pero Policarpo, el mayor, lo contuvo aferrándolo del brazo mientras decía:

—¡Dejala como está!... Vamos a avisarle a don Frutos, el comesario...
—¡Vamos! —corearon todos y se lanzaron hacia el camino del pueblo con su fatídico mensaje.

Pero Críspulo no pudo seguirlos. Acercándose a un árbol empezó a vomitar y entre Pancho y Emeterio tuvieron que llevarlo a su casa.

Felizmente don Frutos, el oficial Arzásola, el cabo Leiva y los agentes fueron los primeros en llegar al lugar porque enseguida la noticia se desparramó por el pueblo y todo Capiraba-Cué acudió al sitio del suceso con su piedad y su indignación. Leiva y sus hombres debieron efectuar ingentes esfuerzos para evitar que los curiosos penetraran hasta el claro del monte donde estaba el cadáver de Marieta.

—Frente a infamias como estas, uno lamenta que entre nosotros no exista la pena de muerte... —se lamentaba Arzásola—. Tenemos que encontrar al culpable para darle su castigo.
—Sí, pero no lo vas a hallar si te quedás ahí como embobau —le replicó su superior cuyos ojillos recorrían incansables el contorno en busca de rastros.
—El monstruo la sorprendió, la atacó y la estranguló para acallar sus gritos. Vea en el cuello la marca de los dedos... Sería algún forastero que, al pasar por el camino, la vio entrar en el monte y la siguió.
—¡No!... No era d'ajuera —le respondió don Frutos que observaba una rústica cestita donde la niña había recogido sus frutos—. Buscá a ver si encontrás algo, pues...
—¿Y qué vamos a encontrar aquí? En este pasto y entre hojas no quedan huellas... No ha dejado ni una seña, ni un simple rastro...
—Algunos dejó m'hijo... Y aura vua a llevar el cadáver al padre si vos no te oponés...

Avergonzado de su ineficiencia el oficial ya iba a asentir cuando, invadido por una súbita inspiración, pidió:

—¡Un momento, don Frutos!... Déjeme revisarle las manos, a lo mejor...
—Hasete el gusto, pero no creo que vayás a encuentrar nada'e valor...

Arzásola sacó dos papelitos de armar cigarrillos y con la ayuda de un cortaplumas fue limpiando las uñitas y recogiendo las pequeñas partículas que caían.

Luego el comisario alzó en sus brazos a la chiquilla inerte y la llevó hasta el camino, donde Leiva y unos vecinos apenas si podían contener a don Giusepe que pugnaba por ir en busca de los restos de su hija.

El padre al ver a la criatura lanzó un tremendo gemido, luego al recibirla, la estrechó contra el pecho y la besaba sin consuelo. Después, con los brazos tendidos como si llevara en ellos un manojo de lirios, fue por en medio de la calle rumbo al hogar, bajo el sol inclemente.

Detrás seguían los hombres con el sombrero en la mano y, poco a poco, las mujeres se fueron uniendo al cortejo. De pronto una vieja inició el rezo:

—Padre nuestro que estás en los cielos...

Despreciando toda ayuda el padre seguía marchando con la pequeña en brazos y la rubia cabellera flotante resplandecía como oro bajo el castigo implacable del sol de la siesta.

Don Frutos, Arzásola y Leiva volvieron al lugar a seguir sus investigaciones.

—Me se hase —apuntó Leiva— que al que hiso la fechuría no lo vamoj a agarrar... Naides tiene de haberlo visto porque a estas horas tuitos duermen la siesta...
—Creo lo mismo —señaló el oficial— y además no ha dejado el menor rastro...
—No vayás a creer... —le retrucó don Frutos—. Ya algunas cositas sé y laj otras las veré de buscar...
—¿Qué sabe, por ejemplo?... —inquirió Arzásola.
—Pérate... vamoj a recorrer un poco'l camino por si hay alguna siñal'e caballo atau...

Salieron del monte y fueron arriba y abajo de la senda por algunos centenares de metros observando el suelo polvoroso sin encontrar lo que buscaban.

—D'haber estau algún animal a la espera habiera dejau el lugar enllenito 'e pisadas, porque habiese tenido que moverse mucho pa librarse'e los tábanos y laj moscas.
—¡Ajá! —afirmó Leiva.

Retornaron al punto de partida y mostrando el canastito con las frutas, siguió el comisario:

—Mirá... ahí estaba'l cuerpo'e la probresita, n'el medio'l cestito y aquí donde están esos yuyos machucaus estaba'l hombre sentao sobre los talones, lo que maj me afirma en mi creensia que vino a pie, porque pa sentarse así no debía tener espuelas...
—¿Y qué deduce de eso?...
—Si el hombre vino andando, es del pueulo y tiene que ser así en de no Marieta no se habiera puesto a comer sus frutas con un desconosido... Tenía que ser amigo o algún vesino pa que teniera esa confiansa...
—¡Ajá! —volvió a afirmar Leiva.
—L'hombre la esperó aquí y le pidió lo convidara con lo que traía. La pobresita asetó y ahí estuvieron comiendo y conversando. Allí quedaron laj semillas que tiraba ella, y ahí laj d'el. De pronto él se le jué ensima y como ella haberá empesau a gritar l'apretó el cuello y siguió y siguió hasta que la mató...
—¡Bestia!... —rugió Arzásola indignado.
—Luego al verla muerta, se asustó y se escapó pa'l pueulo. Esoj yuyos torsidos que estaban junto ande encuentramoj el cuerpito indican que dio güelta al talón pa cambiar'e rumbo... Aura, Leiva, ponete sobre los talones n'ese lugar y comé algunos guapuruses...

El cabo así lo hizo y arrojaba las semillas a un costado.

—Güeno... basta... L'hombre es maj petiso que vos...
—Eso es adivinanza... —deslizó el oficial.
—No m'hijo. No ves que Leiva dejaba caer los carosos maj lejos. Eso quiere desir que l'otro hombre tenía loj brazos maj cortos por ser maj retacón, pero enseguida vamoj a salir'e dudas...

Observó bien y midió cierta distancia con dos pasos y una cuarta.

—Debe andar por ensima'e loj uno y sincuenta, pero no mucho maj porque al tirársele arriba tienen que haber quedau cabesa a cabesa y dende tenía la punta'e los pieses hasta ande l'apretó el cuello, que se ve bien porque el pasto está más achatau, hay maj o meno esa medida.

Carraspeó y luego dijo dirigiéndose al oficial:

—¿Y vos encontraste algo m'hijo?...
—Nada por el momento, pero vayamos a la comisaría que puede ser que pueda añadir algo...

Una vez en el local policial Arzásola buscó una poderosa lupa que poseía, único resto del equipo científico con que se hubo provisto en sus comienzos y que hubo de dejar a un lado ante la carencia de gabinete y otras comodidades en esa modesta población, donde ni siquiera se tenían en cuenta las impresiones digitales por falta de archivos y medios de obtenerlas.

Ante la expectación general sacó los papelitos que había guardado celosamente y observó con la lente los residuos extraídos.

—¿Y?... —solicitó don Frutos— ¿Ves algo?...

Hurgó con ayuda de una pluma de acero y extrajo algo que parecía un pedacito minúsculo de papel.

—¡Mire, don Frutos...! ¡Es un trozo de piel!... Marieta en su desesperación debe haber arañado a su agresor. Tiene dos pelitos negros de manera que el hombre debe ser moreno.
—Dejame ver, muchacho —se entusiasmó el comisario—. Cierto... Se ve patente que es un pellejo...
—Eso lo retiré de la mano izquierda —prosiguió el oficial—, así que el asesino debe tener el rasguño en el lado derecho de la cara o en el cuello, porque estos pelitos cortos son de la barba o de la nuca...
—Morocho, de poco maj'e un metro y medio... amigo o muy conocido'e la familia y con un rasjuño en la cara o n'el cogote... —sintetizó el jefe—. Con esoj datos me se hase que no se va a dir muy lejos.

Y así fue, el tercer sospechoso citado a declarar fue Ulpiano Britos, que hasta hacía meses se había desempeñado como ayudante de don Giusepe en la herrería.

—Yo nicó estuve durmiendo toda la siesta y me enteré del hecho cuando ya la traían —alegó en su descargo.

Don Frutos se le acercó disimuladamente y de golpe le retiró el pañuelo del cuello dejando al descubierto sobre el mismo el rasguño delator.

—¿Y esto?... ¿Cómo te hisiste? —le urgió.
—Me habré rascau, pues, y me arañé solo.
—No, Ulpiano —dijo fríamente su interlocutor y se veía que luchaba por contener su cólera—. Eso te lo hiso la Marieta al defenderse. Ahí n'ese papel está el pellejo que te falta y que se lo sacamos'e laj uñitas'e la inosente.
—¡Mentira!... ¡Mentira!... ¡Yo no fui! —se defendió el otro.

Leiva salió del rincón donde estaba y pidió:

—Don Frutos... ¿Me deja a mí que lo haga reclarar?...

El funcionario insistió ante el preso:

—¿Vas a riclarar, Ulpiano?...
—¡No!... ¡Yo no fui!...
—Güeno, metelo n'el calaboso y hasete el gusto —accedió el comisario.

Arzásola, que vio como el cabo descolgaba de la pared el látigo de cuero de carpincho, tuvo un escrúpulo de conciencia.

—¡Pero, don Frutos!... Eso no se puede...

El viejo lo tomó del brazo y condujo hacia la puerta mientras le decía, con un tono nostálgico en la voz:

—¿Ricordás como era linda y güena, Marieta?... Pa las navidades siempren la sabían vestir e' virgen pa ponerla n'el pesebre'e la inglesia y aura...

Un grito de dolor llegó desde adentro y el comisario continuó:

—Era nicó l'única hija'e don Giusepe... Tenía loj ojitos asules mesmo como'l cielo y una sonrisa linda que a naides mezquinaba... ¿Y allá n'el monte la viste como quedó la pobresita?... Pero... ¿estás sordo que no oís lo que te digo?...

Otro grito de dolor vino desde el calabozo y Arzásola, secándose una lágrima, exclamó:

—Sí, don Frutos... estoy sordo... sordo... y no oigo nada... completamente nada...

Luego de lo cual salió a la calle y se echó a andar rumbo a la casa de Marieta dando grandes zancadas.

VII.

La trágica muerte de Marieta acaecida en los últimos días de noviembre hizo que, en respeto a su memoria, los cursos escolares finalizaran sin la acostumbrada fiesta final.

Nélida Flores tenía sus ropas y pertenencias ya lisias para ponerlas en la valija cuando doña Pancha, la portera, le avisó que había llegado el Capitán Giménez.

Era tanta la confianza que existía entre ellos y tan pocas las comodidades de la casa que la maestra contestó:

—Hágalo pasar, doña Pancha. —Está bien...

Cuando el ex militar paraguayo llegó, le dijo:

—Perdone, capitán, pero como estoy alistando las cosas para mi partida me tomé el atrevimiento de hacerlo pasar aquí... Ahí tiene un sillón junto a la ventana, siéntese y dígame lo que le trae.

El paraguayo se repantigó en el asiento indicado y empezó a hablar.

—Podría inventar muchos pretextos para justificar mi visita, pero voy a ser sincero.

La maestrita llevó la mano al pecho anhelante y esperó.

—En realidad vine para guardar en mis ojos la visión de su rostro, para que quedase grabado en mi recuerdo. Sé muy bien que hago mal en expresar todo esto, pero no puedo reprimir mis impulsos. —Hace muy bien en decirlo... ¡Tanto tiempo lo he esperado!... —¿Entonces no la molestan mis palabras? —No, Rudesindo... —Es que yo soy casado. —Lo sé. —No tengo porvenir en esta tierra, porque debo estar listo para volver. —Lo sé. —¿Y a pesar de todo acepta lo que le digo? —Sí, porque lo quiero...

Se levantó Giménez y empezó a pasearse preocupado.

—Mía es la culpa, Nélida... Fue la insensatez de mis palabras la que ha provocado esta situación de la que ahora me arrepiento...

Ella le tomó de las manos y lo condujo hasta la ventana. Ya el sol se hundía en la lejanía y las sombras velaban las cosas, pero el calor imperante durante todo el día no amainaba en sus rigores.

—Hace ya tiempo que por sus gestos, sus miradas, el tono de su voz y otros pequeños indicios supe que me amaba y eso me puso contenta porque yo también le correspondía. —¡Cállese, Nélida!... No prosiga... ¡es imposible! —¿Acaso nosotros pusimos ese amor dentro del pecho?... ¿Acaso no pretendimos apagarlo?... —Sí, pero no debemos ser débiles... tenemos deberes...

Arriba en el cielo ensombrecido empezaron a gotear estrellas. Del jardín vecino llegaba el embriagante perfume de las rosas y de los jazmines.

—Débiles seríamos si por hacer caso de los prejuicios o de las convenciones nos negáramos la felicidad de querernos. —Prejuicios y convenciones que son más fuertes que nosotros. Tú eres una maestra, tienes todo tu porvenir por delante, yo soy un hombre desterrado y sin medios... Perdóname que te haya hablado como lo hice y déjame ir, Nélida...

Lo retuvo más fuertemente ella y le dijo:

—Mi madre amó a un hombre... Un hombre que estaba casado, pero separado de la mujer... Cuando la familia se enteró se opusieron y después de un tiempo la hicieron contraer matrimonio con alguien a quien respetó pero jamás pudo querer. Ella que era bella y buena murió de tristeza. Jamás fue feliz en toda su vida... Yo quiero ser feliz aunque sea por poco tiempo: un mes, una semana, un día... pero anhelo ir por la vida con la alegría de haberlo sido... —¡Nélida mía!...

Uniéronse los labios y se estrecharon los cuerpos. Giménez, sin embargo, reaccionó y exclamó:

—Pero tú te irás dentro de poco...

Ella sacó las cosas que había puesto en la valija y respondió:

—Ya no me iré... Quedaré a tu lado para ayudarte... —La gente hablará... —¡No me importa!... Viviremos con lo que tengamos, pero siendo el uno del otro... —Buscaré un trabajo en la estancia y haremos nuestra casita hasta que... —No digas más... Háblame del presente, pero no pienses en el mañana...

Y, ahora esperame que voy a ordenar a doña Pancha nos prepare una cena y, después...

La promesa quedó flotando en el aire.

El paraguayo se apoyó en la ventana y observó el paisaje ensombrecido. De pronto, a la distancia, alguien empezó a rasguear una guitarra y en alas del viento vinieron los acordes de una vieja canción guaraní:

«Campamento... campamento... amoité Cerro Corápe...».

Al oírla, Giménez pareció despertar. A su recuerdo volvieron los días de sus luchas en el Chaco, vio a su pueblo paciente y empobrecido, imaginó el dolor que tendrían los ojos de Ojeda cuando viera entrar en su casa a la maestrita y el rencor y hasta el odio que reflejaría la mirada del cabo Leiva.

—¡Por una mujer...! —diría y el escupitajo que arrojaría al suelo caería como una afrenta sobre su rostro.

Lentamente empezó a caminar y salió de la pieza. Llegó a la calle y se fue como diluyendo en las tinieblas.

Desde lejos, pero conducido por la inmensa caja de resonancia del río, llegó el bronco silbato del «Guayrá», doña Pancha que estaba próxima a la salida dijo:

—Ahí está'l barco... Diez minutos más y ya va a llegar...

Luego abrió la puerta, sacó la cabeza para observar la calle y sin quitarse el cigarro de la boca, expresó:

—Nu hay naides, pero no sé por qué quiere dirse así, a la escuendida como si hubiera hecho algo malo...

Nélida se levantó del sillón donde se hallaba vencida. La angustia le agobiaba como un fardo y cuando habló sus palabras goteaban amargura:

—De ser posible hubiera querido irme volando para no volver jamás...

La vieja la miró, levantó la valija y, silenciosamente, salió hacia el desembarcadero.

Detrás, muy erguida, pero con el corazón latiendo agitado le siguió la docente.

El primero que la vio fue Emeterio, que estaba en lo alto de un jacarandá tratando de acercarse a un nido de zorzales. Como un mono se largó desde lo alto y fue con su mensaje.

—¡La máistra se va!... ¡La máistra se va!...

Crispido soltó la manguera con que regaba su huertecita y echó a correr hacia la barranca. De pronto miró sus manos huérfanas de regalos y se detuvo. No lejos, sobre un muro, se balanceaban unas enormes naranjas «chinas» que formaban un racimo que era la gloria de don Junípero que, en esos momentos, había salido en busca de su lechera.

Más allá alcanzó a Venancio que, a fuerza de «chirlos», hacía trotar a su «petiso maceta».

—¡Andá pa'l puerto pa despedir a la «señorita»...!

Nélida, mientras tanto, seguía hacia la costa. Ya sobre la diafanidad del cielo en la lejanía se notaban los negros pincelazos del humo despedido por la chimenea del barco.

Don Frutos y Arzásola dejaron la comisaría y salieron para cumplir con su obligación de vigilar la partida y llegada de los pasajeros. Al bajar por el estrecho sendero que llevaba hacia la playa vieron, más adelante, a la maestra.

—Mirá... —dijo el comisario a su acompañante— la «señorita» se va... —Irá a aprovechar sus vacaciones en la Capital... pero, es extraño que no haya avisado a nadie... —Sus razones tendrá...

Escasos eran los pobladores que, en esa mañana, habían llegado hasta el río para aguardar el arribo del barco. Pescadores y boteros, en su mayor parte. Doña Pancha dejó la valija en el suelo y a su lado quedó Nélida a la espera de la canoa que debería conducirla hasta la nave que anclaba frente al pueblo, pero en mitad de la corriente.

El comisario y el oficial llegaron y la saludaron. Don Frutos no dejó de observar la intensa palidez del rostro de la muchacha y la mirada huidiza de sus grandes ojos, de costumbre tan fijos y francos.

—A esta le pasa algo... —pensó, pero guardó la reflexión para sí y exclamó:

—¡Vaya sorpresa!... ¿Con que se noj va, señorita Nélida? —Así es, don Frutos y aprovecho la ocasión para agradecerle, lo mismo que al señor oficial, sus múltiples bondades. —Loj que tenemos de estar agradecidos semo nojotro... —replicó el comisario. —En realidad, señorita Flores —terció Arzásola— su labor fue breve, pero proficua. La gente de Capibara-Cué jamás dejará de recordarla y esperará ansiosa su regreso.

Graves y tristes cayeron las palabras de la respuesta:

—No volveré... pienso pedir traslado y en cuanto a que me recuerden... Vean, fuera de ustedes nadie se acerca a darme el adiós...

Nélida levantó su mano y señaló el casi desierto embarcadero y continuó:

—Me voy igual que cuando llegué... sin una mano amiga que tiemble en el saludo del adiós o de la bienvenida. Y, sin embargo, yo creí...

Calló y dejó su pensamiento inconcluso, pero don Frutos que hacía un rato escudriñaba la barranca y sus proximidades, hizo con la mano un gesto de llamada y, de pronto, surgiendo de detrás de los matorrales, bajando por el sendero y llegando en tropel vino la tímida tropa de los alumnos de la escuelita.

—Acérquense, pues... —insistió don Frutos— y no anden merodeando que naides los va a comer...

Una niña, de las mayorcitas que había alcanzado a ponerse el delantal, se adelantó y depositó en manos de la sorprendida muchacha un ramo de flores, después otro arrapiezo hizo lo mismo y otro y otro... Algunos ramos eran frescos, otros eran apenas un manojo de ramillas y pimpollos y de no pocos caían los pétalos mustios...

Críspido, el pequeñín de los cabellos revueltos, se acercó temeroso mirando de soslayo a los policías y luego, sacó una mano que traía escondida tras el cuerpo y ofreció un hermoso racimo de naranjas.

—Pa'l viaje, señorita... —dijo sin dejar de mirar a don Frutos, en una suerte de audacia no desprovista de temor.

La maestrita lloraba conmovida y besaba las tostadas y a menudo sucias mejillas de los chicos cuando doña Pancha, con suave energía, dijo:

—Güeno, ¡basta!... Ahí llega el bote y tiene que dirse...

Subió la maestra a la embarcación y se cargaron los bultos de la orilla, pero su mirada iba de un lado a otro buscando en las márgenes una silueta amada que no apareció.

A un kilómetro, más o menos, de Capibara-Cué una alta punta rocosa se internaba en el río y allí, erguido y tieso como una estatua, estaba el capitán Giménez.

Hacía ya varios minutos que había oído el silbato del «Guayrá» y el ruido de los motores.

—Dentro de poco pasará a mi frente —se dijo, pero no quiso volver la cabeza y continuó con los ojos clavados en el horizonte de río, selva y cielo de la vecina orilla.

Recordó que cuando era cadete, durante una fiesta patria, debió estar de guardia en un lugar por donde la concurrencia debía pasar para dirigirse al lugar de la ceremonia.

Fiel a la consigna estaba, rígido en la posición militar, cuando sintió que su madre y su novia se acercaban. Las voces queridas llegaban a sus oídos, pero seguía estático.

—¡Ahí está Rudesindo!... —dijo una. —¡Hijo mío!... —murmuró la otra en voz baja, pero suficientemente audible.

Aunque el corazón le dio un vuelco, Giménez continuó inmutable.

Las vio como en una ráfaga pasar a su frente y perderse rumbo a su destino y aunque moría de ganas de verlas, de acariciarlas, aunque más no fuese con la mirada, permaneció en su puesto en idéntica posición.

Y, ahora también, tenía la misma sensación. La consigna de un deber superior a sus pasiones que lo ataba allí en el dolor de su tormento. Sabía que el barco ya iba a llegar hasta donde estaba, que pronto pasaría por el medio del río, pero no se movía.

La marejada que originó el paso del barco vino a romperse en multitud de olas en las piedras del pie de la barranca y el «Guayrá» entró en el campo de su visión.

Los pasajeros que andaban por el puente vieron esta figura solitaria y alguno, por broma, le hizo un saludo con la mano, pero Nélida que comprendió de quién se trataba sacó un pañuelo y lo agitó locamente.

Giménez vio el aletear desesperado, pero no movió ni un músculo y la embarcación fuese perdiendo río abajo sin que él torciera su gesto. Algo como un gemido reventó en su garganta mientras el blanco torbellino del pañuelo iba saliendo de su zona visual.

Y, de pronto, nuevamente tuvo ante sí la orilla opuesta con su río, su selva y su cielo. Pero detrás de eso él veía a sus hermanos inclinados sobre el rústico arado, a las viejas poblaciones de corte español con sus casas de largos corredores, a los niños analfabetos y semidesnudos, a las mujeres dolientes; a los hombres explotados en los yerbales y en los aserraderos, a los estudiantes crispando sus puños en la impotencia, a los veteranos de las guerras fratricidas mendigando un pedazo de pan...

—Hubiera sido desertar... —pensó y aflojando su tiesura emprendió el camino del retorno mientras el sol iba alargando su figura sobre el áspero sendero campesino.

Esa tarde, cuando don Frutos y Arzásola fueron a la comisaría, preguntaron a Leiva las novedades y el cabo, rascándose la cabeza dijo:

—Novedá y bien novedá hubo y dos grandes... —¡Ajá!... ¿Robo?... ¿Crimen?... ¿Pelea? —Robo... Primero, vino Ña Gumersinda que suele ayudar en la inglesia a arreglar loj altare pa decir que no sabe quién, pero que habían robau tuita laj jlore'e loj santos... Dispués llegó don Junípero echando ajos y maldiciones porque, cuando salió pa buscar la vaca le robaron un racimo'e unaj lindas naranjas chinas...

Sonrió don Frutos recordando la temerosa expresión del pequeño Crispido y dijo a Arzásola:

—Qué raro, ¿no?... ¿Vo viste a algunos con flores o con naranjas, hoy, che oficial?

El aludido enrojeció y casi tartamudeando contestó:

—¡Yo!... Yo no he visto a nadie...

Confuso por la mentira y deseando llevar la conversación hacia otros rumbos el oficial comentó:

—¿Sabe Leiva que se fue la maestra? —¡Qué lástima!... Tan joyita que era... —Lo que me extraña sobremanera —continuó el primero— es que no haya estado el capitán Giménez para despedirla. Como presidente de la Cooperadora era su deber...

Don Frutos que no dejó de asociar esa ausencia con la rara palidez de la muchacha comenzó a mesarse suavemente la barbita mientras decía filosófico:

—Muchas veces el deber no está en lo que se ve, sino en lo que se siente...

Afuera el sol brillaba implacable en el cielo sin nubes y el viento norte, que empezó a levantarse, arrancaba de la tierra ardida un aliento intermitente y cálido como el jadeo angustioso de una bestia fatigada.