Calixto Brillard, se acabó tu chata...
Gastón GoriI.
Calixto Brillard estaba en la ribera del río Salado, en el paraje llamado Mihura. Trabajaba unos tientos. Era viejo, de más de sesenta años; barba blanca y espesa; cubríale el cabello sombrero descolorido bajo cuyas alas sobresalía grisáceo con natural desenvoltura.
En el río flotaba su antigua chata en desuso, sujetada a un árbol de la orilla, y hacia el sur, un puente de troncos a pique y barandas de madera dura no alcanzaba a elevarse sobre las copas de algarrobos que, más atrás, se extendían tupidos hacia ambos lados como si el cauce del río hubiese penetrado abriendo herida en el monte en busca del Paraná arrastrando sus aguas turbias que, de legua en legua, rebasaban en bañados cubiertos de totoras y camalotes.
Era en el mes de enero de 1868; solo la choza de Calixto Brillard había en el paraje, paso obligado entre Santa Fe y la colonia Esperanza.
Donde el monte dejaba claros extensos, el duro pastizal nacía fuerte y compacto de modo que apenas se distinguían las huellas que, prolongadas desde el puente, iban rumbo a la colonia por campo virgen, y hacia Santa Fe, entre bosques y praderas.
Por el lado de la colonia aparecieron carruajes. Eran tres carros atados cada uno con cuatro caballos y venían con carga de trigo. Los colonos estaban sentados en la última estiba de bolsas y daban gritos acuciando a las bestias y restallaban golpes de látigos. Calixto dejó sus tientos para observarlos. Se acercaban al puente y los caballos cinchaban repechando la subida hasta que los carros con ruidoso traqueteo hicieron cimbrar los troncos del puente retumbando sobre el agua. De cada carro partieron fuertes voces saludando a Calixto y gritándole:
—¡Adiós, viejo, se acabó tu chata!
Pasaron a la orilla opuesta con mayor rapidez para alcanzar el camino y alejarse entre nubes de tierra hacia Santa Fe.
Calixto quedó mirando el puente que arruinaba completamente su negocio y comenzó a recordar su vida desde 1848, cuando aún vivía en Buenos Aires.
II.
La escuadra francesa había bloqueado el puerto y para él resultó poco menos que imposible permanecer en la ciudad. Tras el Restaurador, el pueblo porteño sentía herido su orgullo local y apenas si callaban su amor patriótico los que desprestigiaban la política del dictador. En barrios de negros, mestizos y mulatos, la pasión «federal» se encendía en vivas voces y en implacables repudios.
—¡Mon Dieu, mon Dieu! Estos me matan —decía Calixto, aludiendo a la gente exaltada de su vecindad, y se refugiaba en su habitación con paso rápido, mascando la boquilla de su pipa que por bajar en cerrada curva parecía incendiarle las barbas.
¡Pero qué iban a matarlo! Lo que le hacían eran burlas crueles, pero nada más que burlas, puesto que lo sabían asustado e inofensivo.
—Franchute amarrete, carpintero vichador, te vamos a tirar al río para que tragues agua de esta patria que no es de unitarios inmundos ni de franceses traidores...
Calixto Brillard, el ya sin sosiego, no podía exponer ni una sola razón que le valiera amistades rosistas ni simpatía pueblera.
Desde que desembarcara como inmigrante, ocho años de paz llevaba golpeando en su banco de carpintero. Nunca aspiró a levantar cabeza por sobre la medianía ni a mezclarse en luchas locales. Era hombre de labor y si analizara sus sentimientos, podía decir: amo a este suelo como al terruño donde nací; aquí trabaja Calixto, y aquí entre argentinos morirá enseñando el oficio a cuanto negro quiera aprenderlo... Pero quebrada había sido su paz. Las renovadas voces de guerra levantaban el tono contra extranjeros, de tal suerte que en un trágico anochecer oyó también junto a su puerta una turba envalentonada, que fuese o no por él, concluía así su canto terrible:
«Suene la hora de justa venganza
que provocan piratas ingleses,
que humillar ese orgullo sabremos
a la par que a los crueles franceses...».
Como serlo, sí era Calixto cuidadoso de su vida y más aún por no hallar en ella motivo alguno de malquerencia para con los porteños, salvo su origen, si es que en su origen hubiese culpa. El temor de sufrir represalias siendo tan inocente hizo que modificara sus costumbres, permaneciendo encerrado las horas en que no trabajaba o prolongando labores en su taller; e hizo más: comenzó a pensar en su condición de extranjero, en su apartamiento voluntario de la vida local.
Él tenía su ocupación, no ganaba mucho, pero gastaba poco en comida, vino, ropa y tabaco. Por las calles se agitaba con frecuencia la muchedumbre, pero nunca mezcló a los sucesos, cualesquiera que fuesen, más que su curiosidad, y se recogía luego en su casa a leer algún periódico, a fumar su pipa y muy de tarde en tarde, se reunía con parroquianos, de preferencia franceses que recordaban su país sin disimular mucho su desdén por gauchos, negros y la generalidad de revoltosos sin doctrina.
Tampoco Calixto había penetrado bien la esencia de nuestras pasiones populares ni considerado con equidad la ruda vida en la campaña argentina, de manera que cuanto ocurría en el orden político o en las costumbres locales, no lo suponía más que expresiones bárbaras de una sociedad llena de fermentos contradictorios, una sociedad sin esperanzas, minada con mal de América. Este error confundió su conciencia y siendo extranjero, se mantuvo alejado de contiendas, diatribas, rencores, apóstrofes, etc. Pero reencendido en torno el fuego localista, imposible le fue vivir en paz, mientras surcaban el Plata naves con pabellón francés.
—¡Franchute traidor! Carpintero espía, andate al río con gringos de tu laya...
Bien era verdad que no merecía este odio, pero no estaban los tiempos para esclarecer esas verdades, y el hombre temblaba cada vez que frente a su puerta pasaba al galope una partida de soldados, o cuando oscurecida ya la ciudad, algún ensoberbecido daba golpes contra los postigos de su ventana. Por tales causas una madrugada del año 1848 cuando aún la niebla cubría las aguas del río y fluctuaba con lentitud movida hacia el mar, embarcado en goleta de no mucha envergadura, entre fardos de mercancías, se alejó de Buenos Aires, para remontar el Paraná esperando hallar en ciudad de provincia la seguridad que creyó perdida allí donde el odio y el terror ensombrecían la vida de los porteños. En el buque conversó con marinos italianos y también con un bravo bretón lleno de palabras y carcajadas. Por el río iban en confraternidad espontánea los que, nacidos en lejanas tierras, se solazaban observando las magníficas riberas del agua indígena. Plateaba el sol las crestas de las olas y en las curvas menos amplias del río, los árboles de ambas márgenes, tupidos, altos y hermosamente verdes, por crecer numerosos en las orillas, parecían cerrar el paso del barco hasta que llegado al final de la curva volvía a verse el río, más ancho, más lento y brillante.
Brillard, aunque ignoraba de qué manera ganaría su vida en el futuro, se sentía más tranquilo y confiado como si la pampa prevista en el cercano verdear de los campos y alguna hacienda pastando con mansedumbre le dieran la impresión de mayor firmeza, o lo acercaran más al agrado de vivir en un país donde, a pesar de sus revueltas políticas y de su brava gente guerrera, podía esperarse que la riqueza y la paz florecieran y extendieran la bondad de su beneficio. Con esta impresión llegó a Santa Fe, y no le pareció mal que anduvieran por sus calles, soleadas y silenciosas, alguna india desgreñada; carretas con hombres ataviados como los que mercaban en la Recoba o los que pecoreaban en la campaña; y también, en medio de calles y paseos, entre baldíos invadidos por altos yuyales, por vereda enladrillada junto a descascarada fábrica, vio con agrado algún señor de hierático porte, pausado y nostálgico, quizá camino al Cabildo o a solemne entrevista que, en la humilde ciudad de losas, naranjos y sueños, tendría valor documental.
Sí que era tranquila Santa Fe, aunque hirviera en su gente fermento de celo por el destino de la cosa pública. Pero no andaba en plano de asuntos gubernamentales Calixto Brillard. Necesitaba la gente sillas, mesas, puertas y ventanas, y oficio de carpintero era el suyo. Hizo el conocimiento de la pequeña aldea y caminó por todos sus barrios fumando su pipa. Penetró en pulperías y fondas, y como eran sencillas las personas y no mal visto el forastero, se orientó en su trabajo y lo obtuvo sin gran sacrificio. Aspiró a ser hombre afincado y la pequeñez de la población —somnolienta cuando en horas de la tarde ardiente el sol relumbraba con violencia en casonas enjalbegadas— lo alentó, pues fácil era acercarse a todas las familias.
Lo que aún tenía de extranjero en su corazón fuese adormeciendo al favor de horas pacíficas en la ciudad apenas conturbada por noticias de conspiraciones, amenazas de guerra, que cruzadas por el Paraná se difundían con temerosas insinuaciones. Como si convaleciera de su temor a represalias gustábale ahora salir a observar por el sur los manchones verdes de las islas recortadas en el horizonte en fondo celeste del cielo, límpido, puro, tanto que elevándose hacia él las campanadas sonoras de la iglesia San Francisco, no se podría discurrir con exactitud si a tal cielo se debía la claridad de los sones o si el bendecido rincón donde tenía su templo el Señor disfrutaba beneficio de luz celestial... Menos sosegado era el barrio en horas del atardecer. Andaban paseantes por sus calles, como no se tratara de personas que iban a templos por cumplir votos, a orar llevadas por fe inquebrantable a santos y santas de su predilecta oficiosidad. Por la mañana llamábanle la atención muchachos panaderos similares a los bonaerenses, montados en mulas o caballos, distribuyendo el pan contenido en dos grandes costales de cuero. Montados a mujeriegas iban dando altas voces que repercutían en zaguanes y patios movilizando al servicio.
Menos sosegado era el barrio en horas del atardecer. Andaban paseantes por sus calles, como no se tratara de personas que iban a templos por cumplir votos, a orar llevadas por fe inquebrantable a santos y santas de su predilecta oficiosidad. Por la mañana llamábanle la atención muchachos panaderos similares a los bonaerenses, montados en mulas o caballos, distribuyendo el pan contenido en dos grandes costales de cuero. Montados a mujeriegas iban dando altas voces que repercutían en zaguanes y patios movilizando al servicio.
Brillard era atraído cada vez más por lo pintoresco y penetraba en lo íntimo de la vida más profunda de la aldea y para su mayor confianza en el país, obtuvo trabajo en taller de armadores famosos por la construcción de goletas. Era buen carpintero Calixto e iba haciéndose también mejor hombre para esta tierra de llanuras enormes, de ríos dilatados, de grandeza en potencia, donde no deslucían ensueños turbas desgreñadas de pobres vergonzantes, indios mercaderes al trueque, gente enganchada en regimientos originalísimos para ojos europeos. El que temió en Buenos Aires por su vida, aunque trabajara a la par de negros artesanos, en Santa Fe descubría una forma de solidaridad que no sospechara antes.
Se hizo más conocido cuando más inclinado se fue sintiendo a compartir su vida con compañeros de labor en el rústico astillero junto al río. Quizá se casara si no contara cuarenta y nueve años de vida, que parecían muchos para él. De cuando en cuando algún suceso político local animaba el ambiente de Santa Fe o el paso de milicias agrupaba curiosos y despertaba comentarios. Lejos ahora de mantenerse indiferente observaba y conversaba aventurando a veces alguna opinión dicha con la misma lentitud con que el humo de su pipa se ensanchaba y desaparecía...
A principio de 1856 pocos creían en Santa Fe que llegaran colonos a labrar la llanura. La ciudad vivía envuelta en sopor de costumbres casi coloniales. El breve caserío estaba como arrinconado en la margen del Paraná y se bastaban las familias con escasos productos de la tierra cultivados no más allá de extramuros; y cuando alguien miraba hacia el norte despoblado, sus ojos no distinguían más que algarrobos, espinillos, talas y ombúes; y más lejos aún, leyendas de misterios y peligros se tejían con puntas de flechas salvajes en el cañamazo selvoso del Chaco. Pocos creían en colonos europeos, como si resultase imposible imaginarlos allí donde los matorrales guarecían alimañas y donde aún la gramilla no conquistara toda la pampa en expansión precivilizadora. Pero Calixto Brillard sí creyó y el recuerdo de las campiñas francesas refrescaba de alegría su rostro. Más solemne sería para él el suceso cuando llegaron los colonos porque en su espíritu se ahondaba profundamente la esperanza de convivir con ellos, y unirse al ritmo de vida creadora. Y bien eficaz resultaría porque para él no guardaba novedades la tierra santafesina donde se consideraba hombre del mismo pueblo.
—Yo —decía en rueda de amigos— nací en una aldea. Cerca de ella los campesinos sembraban trigo y también he visto viñedos numerosos. Trabajar la tierra es noble y a este país le falta eso. Van a venir muchos, yo lo creo. Serán pobres, eso digo, porque los ricos no aran. Trabajarán bien y es buena toda esta tierra...
Cuestión casi personal hizo del asunto y mientras la aldea continuaba viviendo y comentando los menudos hechos del día Calixto se posesionaba «del gran pensamiento de colonización». Hablaba de agricultores y sus recuerdos de juventud promovían curiosidad y simpatía. Los domingos o feriados, caminaba por la plaza Mayor y se unía a grupos de conocidos entre los que nunca faltaban aficionados a riñas de gallos y a carreras de caballos.
—Calixto, si no esperas a los colonos —le decían con sorna— vamos al reñidero que doy ventaja a favor del batarás de Nicasio...
—Puedo ir al reñidero y puedo esperar algún día a los colonos... —respondía algo amoscado.
—¡Y piensa todavía que alguien ha de meterse en el Chaco a sembrar!
Por la plaza Mayor caminaban personas desocupadas, sin alterar el antiguo movimiento común en la ciudad donde había comenzado, no obstante, a adquirir certidumbre la noticia: inmigrantes de Francia o Suiza llegaron a puerto desde Buenos Aires rumbo al norte. Y fue para Calixto como día de gloria cuando una mañana del mes de marzo se corrió por todo el caserío la nueva de que un barco venía con numeroso pasaje de hombres, mujeres y niños. Extraña expectativa dominaba a la gente y cuando arribó a puerto en su cubierta se agrupaban seres de raros trajes, de sombreros nunca vistos, todos en actitudes de calmosa incertidumbre como si al mirar por vez primera el caserío en los alrededores del puerto no acertaran a penetrar en el clima ni en la extensión del panorama.
El río mismo parecía más convulsionado; el indígena Paraná por cuyas aguas remontara ese primer desprendimiento de otro aluvión humano que, como aquel ya antiguo español, se extendería sobre todo el territorio. Brillard estaba entre los primeros que observaban las maniobras de desembarco y cuando comenzaron a descender los inmigrantes, se mezcló entre ellos saludando en francés, sonriendo y parloteando. Uniose a grupos de colonos reverdecido de recuerdos. Para él cada hombre traía en sus vestidos, en su rostro, en sus maneras un retazo del suelo nativo; y siendo así, no es extraño que haya hecho preguntas excesivas para aquellos hombres dominados por el desconcierto. Anduvo por las calles y los acompañó mezclado entre el público encendido en comentarios y alusiones. El gobernador encabezaba y dirigía a los agricultores en su primer contacto con el país. Alumbraba para Santa Fe una nueva luz...
Los gringos se establecieron en la colonia Esperanza. Brillard los visitaba cada mes para ofrecer sus servicios de carpintero. Era poco lo que podía hacer, pues los colonos vivían en medio de urgentes necesidades y casi desamparados. Se fabricaban enseres indispensables con rudimentarias herramientas. En vez de afirmarse en la tierra como esperaran, durante el primer año la colonia sufría un desbarajuste alarmante. Miseria y sufrimiento era lo corriente y como corolario, malentendidos y grescas desorganizaban lo poco que se había hecho. Calixto se solidarizó con todos los dolores de los gringos de tal manera que él mismo parecía, en Santa Fe, un reciente inmigrante en plena lucha. Algo quería hacer por ayudarlos pero sus palabras de nada valían en la calle o en el astillero.
Durante la creciente del Salado —río que corre entre Santa Fe y la colonia—, un agricultor se atrevió a cruzar el paso de Mihura. La corriente lo arrastró apenas su carruaje se introdujo unos metros. Caballos y vehículo se perdieron en el desastre. Ese paso fue desde entonces nueva espina clavada en el pensamiento de Brillard. ¡El paso de Mihura! Otro obstáculo para los inmigrantes, sumado al agobio de la desesperanza que se generalizaba.
—¡El Mihura! —decía Calixto—. ¿Quién hace algo por construir puente? ¿No vale la pena construir ni un miserable puente?
—Por qué no lo haces tú —le decían con sonrisas en el astillero.
Comenzó a viajar con más frecuencia y cada vez que cruzaba el río le parecía más grave el obstáculo. Después del primer accidente, otros peligraron en las aguas pues crecían con irregularidad y nunca podía precisarse cuando el riesgo era menor. Calixto se sintió llamado a cumplir con una tarea de bien público. ¡Para eso era hombre del pueblo santafesino! En julio de 1857, el gobernador recibió una nota inesperada donde le decía: «...ante la rectitud de vuestra excelencia me presento y como mejor proceda expongo: que habiendo tenido en vista la grande dificultad e inconveniente que les presenta el río Salado a los agricultores colonos en sus continuas negociaciones desde aquella banda a esta, perdiendo y destruyendo tanto sus carruajecitos como sus caballos en el frecuente tránsito de dicho río, me he determinado a hacer construir una embarcación plana llamada chata de 10 cuartos de ancho y algo más de 6 varas de largo con el objeto de allanarles las referidas dificultades que hoy tienen los expresados colonos, colocándola previa la disposición de V. E. en el citado río Salado, a inmediaciones del paso del Mihura; en la que pasaré carruajes y caballos dentro de ella siendo muy moderado el precio. No pido otra prerrogativa para esta empresa que aquel dominio que me es necesario mantener en el punto de pasaje como administrador de ella, etc. / Calixto Brillard».
A pocos días del Acordado que firmó el gobernador, el astillero perdió a uno de sus oficiales y Calixto fue dueño de un servicio de utilidad pública. Puso en su labor tan extraordinario empeño como exiguo era el fruto que obtenía. Viviendo en punto tan desolado, fue popular en la colonia y en Santa Fe. Y eso le bastaba y llenaba de orgullo.
—Yo sirvo a la colonia. Allí donde usted la ve, mi chata me ha costado mi ahorro y mi sudor. ¡Soy un hombre de este país, qué diablos!
Durante los primeros años bastó para cruzar el Salado tan rudimentario transporte, pero la colonia intensificó su tráfico. Cuando muchos campesinos tuvieron carruaje el gobernador Oroño hizo construir un puente en el mismo sitio donde la chata vencía las crecidas aguas del río. Y la marea del progreso arrasó con «la pequeña empresa» de Brillard...
No obstante persistió el hombre en su empeño y casi once años vivió en su choza resguardada por los árboles de la ribera transportando, de vez en cuando, a algún carrero complaciente.
Pero el puente concluyó por arruinarlo. Por él, día a día pasaban rumbo a Santa Fe, cargas de cereales o colonos de a caballo, mientras Calixto iba como aminorándose en la perspectiva de su pobreza. Por eso cuando a fin de 1868 toda la cosecha de Esperanza fue transportada pasando por el puente, decidió abandonar su chata y entregarse a la incertidumbre de una nueva manera de vivir. Estaba resuelto.
En los pilares del puente se arremolinaba el agua y le adhería camalotes. La creciente venía ensanchando el cauce del Salado y Calixto, previendo el desborde, se apresuró a concluir el trenzado de tientos para arrastrar la chata y asegurarla en tierra. Era su último trabajo, su último trámite en la liquidación de su industria. Abandonaba el río vencido por el puente. A seis leguas de allí, la colonia se enriquecía con pujanza de juventud.
Aseguró su chata, reunió algunos enseres y ropas dentro de un cajón y caminó hasta la carretera para esperar quien lo llevara a la región del trigo...
Calixto vivió sus últimos años cuidando animales en casa de un campesino. Se distraía visitando a los colonos para recordar con ellos los días en que era dueño del Mihura y vencía la corriente turbia del Salado.