Adorable memoria de gramas

Lermo Balbi

Quién sabe de qué vorágine viene otra vez el viento,
ha pasado sobre los techos, voló entre las sombras,
tiene su tristeza en este momento. Yo estoy solo.
Como siempre, en el segundo en que se forma una idea
venías, ocupando todo el mundo tu minúscula vida, Pedro,
tan remoto, tan perverso y de qué manera te amaba
dulce condenado a dejarnos y a persistir en los sueños.
Que es cierto que lloré como tu madre reducida
entre los cirios, y yo estaba lejos, donde los libros
me ocupaban las manos, donde un polvo de yeso
se hacía cristal en la piel poniendo esa ceniza
de ancianidad mucho antes de ser antiguo.

Yo no fui a verte. La casa alta quedó como siempre
hasta que se volvió tierra y polvo de escombros tu cuarto de dormir
hueco de esas noches con los árboles del cielo
rozando las paredes. Aún los días parten en dos las entrañas,
¿y cuántos pasaron? El cálculo vale tanto
como el propósito de querer ajustar todas las rosas
a un número de envolturas. Pero lo importante es el rocío,
las avispas en el barro, el sementero duro de años
que dejó para siempre mi abuelo en la pared
y cuyo olor de cuero con sebo ya se había enrarecido
de lúbrico rastro de semillas. Olor sin cuerpo,
oh penetración de las carnes como esas urgencias de deseos.
En el fondo, unos granos de trigo oscurecido
que dejó la mano de nuestro duro hombre de la tierra
ya no germinarán, no germinarán nunca.

Ah muerte, muerte. Yo volví a la casa que estaba
repleta de huesos y que olía a fuerte humedad
de los encierros bajo la licorosa sombra del aguaribay
inflexible al mediodía. Qué silencios entonces para tu empeño
de vinos, homenaje en verano antes de la siesta formida
y agresora como cuando nos desnudábamos para hundirnos
en la lechosa agua del estanque. Todos los cuerpos fueron
puros y elásticos y había más laberintos que nos entrampaban
los estrechos caminos entre los talas
cuando perseguíamos a tu yegua blanca forzosamente exigida
por el semental en la cañada. Aquí estoy, tu diminuta boca
como tu palabra, me son adorables con esa memoria de gramas
y poleos, donde las lluvias deshacían los papeles menudos
que habían roto los niños de la casa.

No, no puedo mirar tu retrato. Estás viniendo desde la comba
con la mirada implacable y me persisto maldito
porque en los sueños soy sólo un sufriente olvidado de los muertos.
Yo moriré alguna vez, si todavía no pasé a ser
mitad sombra y mitad idea, pero estás tan lejos
y tu persecución ardiente me sentencia bajo los rayos del sol
de este cielo.

Jorge no sabía que al penetrar aquel maizal tu olor
estaba en las panojas malogradas y en los terrones que preservan
a fugitivos insectos, porque era tarde para explicar
porque fue tan vacía su memoria.
Entonces, aterrado de apuros, en el automóvil te reconstruí
desde el eucalipto en donde se asentó el arcángel
una tarde de tormenta y de quien Miguel tomó su nombre
para producir la esencia que te traería a la vida y a la muerte.
La noche debía venir pronto porque al este
enero se inflamaba de poniente.
A esa hora tomamos el camino para volver, ¿volver de dónde Pedro?
si estaba en la lápida dura, terrible, malévola,
grabado tu nombre
para espantar en la noche desde la carcoma de las piedras.