A Palmira
Lermo BalbiAh dueña de los días, dueña indivisa,
delicioso pájaro en el rocío, de qué pátinas umbrías
te velabas el rostro antes de venir a los encuentros
cuando en las mañanas, como la industriosa lechera
de la fábula, cantabas en los senderos
de la huerta entre túmulos de gramas escardadas.
Tú estuviste con nosotros, en todas partes,
en el aire de la menta, en las salvias azules
que habían plantado contra la cerca escabrosa de mosquetas
y en cuyas espinas quedaba prisionera
alguna frágil mariposa cuando el viento ardiente
soplaba desde el norte.
Tú estuviste con nosotros, tanto tiempo,
protectora, llena de nombres sin hablar,
regañándonos por las manos tintas de moras,
con los ojos ilustres del verano,
y oliendo siempre a rincón de cocina callada,
a cuartos en donde los melones y las manzanas
tomaban su punto, en donde las abejas
confundían los aromas frutales
con la miel de las flores. Y entonces,
desde los maizales, desde las tumefactas
borratintas de tormenta, desde los gemidos del viento
alguna vez te oímos llorar, danzarina leve de la hierba
y del estanque. De qué males vertían tus ojos,
¡dínolos!, no lo dijiste nunca, de qué fruto inalcanzable
palpitaba tu pecho, claro pájaro de la torta de limón
y doce huevos horneada los domingos
y enfriada en el alféizar.
Para qué saberlo ahora
que de muerte teñida tu pena ya no tiene principio ni fin,
porque es eterna, sonámbula transparencia en mi amor,
en ese escondido amor silencioso que te daba,
de oscuras resinas en la solitaria confesión
de las penumbras. Y ellos y nosotros,
arraigados en el fragor del día,
del sol cayendo a plomo sobre las testas
camino de la siega, a tu espalda, cuánta codicia
para los ojos deseando adueñarse de tus besos y caricias.
Tú estabas en el aire de los reflejos, en el movimiento
de los reflejos sobre el agua, y en los rastrojos,
buscando a las aves entre la hierba cuando la tarde
avanzaba en esas repentinas violencias
de tiempo inesperado.
Tú, alada forma de los torrentes de la noche,
de la noche tristísima que fluía de poleos
y sonoros tamariscos entre los cuales cigarras
y cogollos fundían la madera y el sonido
en un desgaire de voces sin destino.
Y por eso, y por el viento, y por la cosecha amarilla
de la simiente calcinada y por la huerta
de la canilla gota a gota y de las avispas solferinas
en el barro, por la serenidad de tus ojos
y la amplia faena de tus manos; tú, siempre ocupada,
madre nuestra vestida de fatigas y de aromas,
sustancia de los leños, favorecida de las nubes,
sola en la terrible aislación de la belleza,
ya gigante, ya intensa, vuelta a la luz de los menudos
dolores cotidianos
y en el gozo de nuestras transitorias
glorias alcanzadas, que nos des la paz, como entonces.