Una noche con Nela y el Gordo

Roberto Fontanarrosa

* Contiene lenguaje adulto

—Está buena, haceme caso. La mina está buena —me dijo el Gordo en voz baja mientras, entre puteadas, trataba de abrir un frasco de aceitunas—. Además —se rió torvamente—, un buen pijazo no se le niega a nadie.

—¿Qué le dijiste vos al chico? —algo escuchó Nela, desde la otra punta del living comedor, mientras distribuía las servilletas—. Vos no le hagás caso, Negro, no hagás caso de lo que te diga. Tiene una mente pervertida.

—¿Laura tiene una mente pervertida? —fingió sorpresa el Gordo.

—Vos. Vos —señaló Nela, un tanto distraída, controlando si faltaba algo sobre la mesa—. Es una mina bárbara, Laurita...

—Eso le estaba diciendo —se chupó un dedo manchado con aceite el Gordo—. Es inteligente, es piola... —dejó el bol de aceitunas sobre la mesada y, cuando Nela no miraba, se puso las dos manos como garras frente al pecho para graficarme que Laura era muy tetona.

—Y es linda la mina —dijo Nela.

—Bueno... —el Gordo torció la cara, como dudando.

—¿Qué? —se enojó Nela—. ¿No es linda, acaso?

El Gordo mareó una altura desde el suelo, mirando que era bajita.

—Es bajita, pero está fuerte —defendió Nela—. Además —me señaló con el dedo—, vos tampoco sos demasiado alto.

Yo seguía intentando abrir una botella de vino, algo incómodo por la situación.

—Bien que te la hubieras querido atracar vos —le dijo al Gordo.

—¿Yo? —el Gordo pareció ofenderse.

—Decí que es amiga mía. Aunque no creo que ése sea un problema para vos.

—Jamás —dijo el Gordo, el ceño fruncido, actuando—. Jamás teniendo una mujer como la que tengo —cuando Nela no lo miraba me la señaló con la lengua.

—No me hagas enojar, Negro. No me hagás hablar —cambió el tono Nela y a mí me pareció que por allí había un tema pendiente—. Mirá, Negro —me dijo después—, si yo te digo que te voy a presentar una amiga es porque Laura es una tipa seria. Viene bastante, bastante golpeada de una relación que se terminó hará un par de meses. Y no anda con ganas de joda...

El Gordo a espaldas de Nela la contradecía moviendo la cabeza mientras agitaba el puño derecho hacia atrás y hacia adelante, ejemplificando el acto de coger en el universal idioma de los gestos.

—Es una mina seria, que trabaja y que quiere encarar una relación duradera —siguió Nela—. Si no, no te la presento. Para locas de mierda preguntale al Gordo.

—¿A mí? —volvió a asombrarse falsamente el Gordo.

—Repito que a mí, por un lado, me jodía todo el asunto, pero por el otro, me había despertado una excitación como hacía mucho no me pasaba.

Nela y el Gordo me habían adoptado, por decirlo de alguna manera. Había ido por primera vez a la casa de ellos con Gabo, el hermano menor del Gordo, a cenar. Repetimos esos encuentros varias semanas seguidas. Después Gabo dejó de ir, porque se puso de novio con una mina de Santa Fe y viajaba mucho para verla. Entonces dejé de ir a visitarlos. Hasta que el Gordo me encontró un día de nuevo por la calle y me dijo que fuera solo, que yo era ya un amigo de ellos independientemente de mi relación a través de Gabo. Y fui.

Admito que no me resultó demasiado fácil aceptar ante terceros que estoy al pedo, que no tengo nada que hacer por las noches, que estoy en banda. Me jodía pensar que ellos pensaran que yo casi no tenía amigos, o que mis pocos amigos estaban en otra cosa y, fundamentalmente, que no enganchaba una mina ni de casualidad. Afortunadamente, el Gordo, que es bastante bestia, nunca había tocado de modo puntual el tema. Si bien hablaba festivamente de mujeres frente a Nela, nunca me había encarado sobre si yo tenía alguna minita dando vueltas o si salía de vez en cuando con alguna. Recién días antes de la noche de Laura, Nela me había preguntado en forma directa, mirándonos a los ojos, seguramente para cerciorarse, si yo tenía novia.

—No... —le dije, medio turbado por esa intrusión en mi vida privada—. Hubo algo, hace unos meses —mentí—, pero se cortó...

Entonces ahí me dijo que quería presentarme a su amiga Laura. Acepté encogiéndome de hombros, como sin darle demasiada importancia, como si fuera un acto más de mi existencia mundana. Pero lo cierto es que me llenó de ansiedad.

—¿Yo la conozco? —pregunté como al pasar.

—No. Creo que no —dijo Nela—. Pero pienso que podría enganchar bien con vos. Tiene los mismos gustos, me parece... Es tranquila...

—Tira la goma bastante bien —me acuerdo que apuntó la bestia del Gordo haciendo enrajar mucho a Nela. Pero supongo que el Gordo lo hacía para aflojar un poco el clima porque me adivinó tenso, muy tenso ante la oferta.

—Qué bestia... Qué bestia que es... —meneaba la cabeza Nela como si el Gordo no estuviera ahí—. Mirá... —siguió conmigo—. No sé si la conocés. Estaba de novia con el Federico Méndez, el de Duendes...

—No. No la conocés —se puso serio el Gordo—. Pero no te vamos a decir que no es linda pero que es interesante porque ahí sí que cagaste. Cuando te dicen que una mina es interesante es porque es un escracho monumental...

—No. Oíme... —procuró tranquilizarme Nela—. Vos también sos amigo nuestro. Yo no te voy a mandar al muere. Esta amiga mía no será una mina de las que salen en las tapas de las revistas, pero es una linda mina. Muy pero muy atractiva...

—Y fue ahí que el Gordo me hizo por primera vez el gesto de que era tetona. Quedaron entonces en armarme el programa, invitándonos a cenar a Laura y a mí, casi como de casualidad. Me preguntaron tantas cosas sobre qué querría comer y qué música deberían poner para la ocasión que me sentí aun más incómodo.

—Yo me siento un poco —le dije al Gordo en aquella oportunidad, cuando Nela fue a ver al nene— como esos perros a los que les buscan una perra para tener cría. Que los meten a los dos en un patiecito y los espían para ver si cogen o no...

—Andá a la concha de tu madre —me dijo el Gordo—. Acá ni patiecito tenemos. En el balcón puede ser. Pero yo no te voy a espiar...

Me quedé callado.

—No seas boludo —insistió el Gordo—. Total... ¿Qué perdés? De última cenamos, pasamos una buena noche y si la mina no te gusta...

—O yo no le gusto a la mina...

—O vos no le gustás a la mina, que está dentro de las posibilidades, chau, encantado de haberte conocido y a la mierda. A otra cosa, mariposa.

Yo me quedé callado.

—Pero la mina tiene unas ganas... —el Gordo se mordió el labio inferior—... Tiene unas ganas. Hace como seis meses que está en banda. Es muy modosita, muy contenida, pero se le nota... Además nosotros vamos a hacer fuerza por vos...

—¿Ustedes le hablaron de mí?

—¡No! Ni en pedo —el Gordo pareció escandalizarse—. Queremos que suene todo como bastante casual. Después te vamos a hacer propaganda. Si acá movés mucho los yuyos, se vuela la presa.

—Las minas suelen ser muy orgullosas.

—Claro, piensan que vos las ves solas y abandonadas y les tirás un hueso.

—En cambio, conmigo es distinto —me atreví a decir, poniéndome en víctima. El Gordo se rió como un caballo, no sé si admitiéndolo que era así o por qué.

—Con vos es distinto —se seguía riendo.

Tenían conmigo una cosa de protección casi familiar. Y eso que no eran demasiado mayores que yo. Cuando pasó lo de la noche de Laura yo tendría veintiocho años y ellos, los dos tienen la misma edad, treinta y cuatro, treinta y cinco, por ahí. Pero era la única pareja constituida, con casa, hijo, cocina, olor a comida, que yo frecuentaba. Todos mis otros amigos, pocos, andaban sueltos, de novios o con domicilio desconocido. Me resultaba grato, digamos, entrar al departamento de Nela y el Gordo y sentir olor a comida, a guiso, a estofado. Era algo extraño, inusual para mí. Tenían un pibito, además, chiquito, lo que generaba horarios y rutinas, hábitos y organización.

—¿Ponqo a Luis Miguel? ¿Te parece que ponga a Luis Miguel? —preguntó el Gordo, ya la noche aquella, rebuscando entre los compacts.

—No. Gordo —me alarmé—. Es demasiado... Queda muy evidente... ¿Por qué no encendés velas, también, ponés flores?

—Flores hay, che —se quejó desde la cocina Nela.

—En la puerta de abajo puse una luz roja, como en los telos —se rió el Gordo, eligiendo por fin una música de ésas que las mujeres usan para hacer relajación, que no jode mucho y adormece, como Secret Garden, por ejemplo—. Ahí 'tá —se restregó las manos—. Con esto se muere la enana.

Me preocupaba un poco que le dijera "la enana". Siempre me han gustado las mujeres más bien altas, a pesar de que yo no lo soy. Que fuera bajita podía aceptarse. Alicia, sin ir más lejos, mi última, remota relación, era bajita. Pero hacía ya tanto de lo de Alicia que en una de ésas había crecido.

Me sentía bien, pese a los nervios. Había tomado unos tragos de vino y advertía que ya estaba metido en la cosa, que me había dispuesto, por fin, a jugar el juego propuesto por Nela y el Gordo, deshaciendo de hacer el desinteresado o el que no me importaba. Pero si Laura era una enana la cosa podía cagarse desde el arranque. Confiaba en que el Gordo no podía ser tan hijo de puta. Es cierto que el gusto de las personas puede diferir bastante de unas a otras, pero hay ciertos cánones universales reconocidos y una enana no se le presenta a nadie, a menos que uno tenga un programa cómico en televisión o sea proyectista de un circo.

A último momento le habían dicho a Laura que yo iba a estar en la cena. Ella misma facilitó las cosas —me había contado Nela—, proponiéndole juntarse a charlar un poco. "Vénite a cenar, mañana a la noche", invitó Nela, y Laura aceptó. El mismo día al mediodía le comentó por teléfono que todos los miércoles iba yo, un amigo del hermano del Gordo, pero que suponía que a ella no le iba a molestar. Laura, educada, dijo que no le molestaba. Quedó en llegar a eso de las nueve y media, cuando ya Pablito estuviera durmiendo.

Pero eran las diez menos cuarto y Laura no había llegado. Yo no quería mirar desembozadamente el reloj, pero ya estaba muy nervioso. Como si me hubiese adivinado el pensamiento, Nela dijo que Laura no era nunca demasiado puntual, pero que estaría llegando.

—¿Vive lejos? —pregunté, por decir algo.

—No mucho —dijo Nela, todavía preparando la ensalada de frutas—.

—Ése es un buen dato —aportó el gordo—. Es un quilombo las minas que viven muy lejos. Que después tenés que llevarlas hasta la casa. Más si no tenés auto...

—Como en mi caso —dije.

—Se habrá demorado en el trabajo —tentó Nela.

—Se estará acomodando el diú —supuso elegante el Gordo.

Y yo, ante la grosería, sentí elevarse mi expectativa, como si una efervescencia tumultuosa me trepara por la garganta.

El timbrazo sonó como un tiro. Creo que me puse colorado y luego pasé al blanco y después al morado. Esperaba que ni Nela ni el Gordo se dieran cuenta de eso. Y menos que menos Laura, directa interesada pese a su ignorancia acerca de la emboscada. Tomé otro trago de vino tratando de calmarme, de recuperar el dominio de mí mismo, mientras escuchaba que Nela decía "pasá" en el portero eléctrico. Casi ambicioné, en aquel momento que la Laura fuese un espanto, algo desechable desde el arranque, como para poder disfrutar de la cena sin que se me cruzaran por la cabeza malos pensamientos ni verme obligado a ser brillante en forma permanente.

"Es un laburo. Atracarse a una mina es un laburo", le repetía yo siempre al Gabo, me acuerdo, cuando hablábamos del tema. Hay que estar atento, parecer cordial, demostrar inteligencia, ternura, comprensión, lucir informado. Y al mismo tiempo sonar como un tipo viril, seguro de sí mismo, sólido, con condiciones de liderazgo.

Decidí, en cambio, en esos eternos minutos durante los cuales Laura subía por el ascensor, adoptar un bajo perfil, cauto. No mostrarme al principio ni arrojado, ni audaz, ni con rasgos de entertainer americano, sino más bien silencioso y medido, un tipo que escucha y observa, que interviene sólo en las ocasiones propicias dejando caer un comentario sagaz, una apostilla intencionada, una opinión profunda. Perfil que sin duda viene muy bien con mi verdadero modo de ser, pensante, tímido y pelotudo. Dejarle al Gordo el papel de animador de la cosa, el que llevara la voz cantante, que para eso se pinta solo. Después, si el asunto iba bien, pasar a una presencia más activa, más participativa, más protagónica, cuando ya me sintiera seguro por un par de bocadillos bien puestos, alguna reflexión que hubiera hecho pensar a la Laura, algún chiste cortito que la hubiese hecho sonreír. Ésa era la táctica, pensé más tranquilo, cuando escuché la voz aguda de Nela recibiéndola en el mínimo palier y la otra voz, más queda, más acariciante, de Laura al entrar al departamento. Cuando entró al living, precedido por Nela, tras dejar el abrigo en el perchero, no me gustó demasiado. No era enana, para nada, pero era petisita. Traté de no mirarle muy ostensiblemente los tacos, pero comprobé que eran bastante altos. Tenía un lindo pelo largo, castaño oscuro, casi negro y lacio. Un buen par de tetas —para comprobar eso no hacía falta contemplarla con detenimiento—, como bien me lo había anticipado el Gordo, y unas piernas cortitas pero muy bien formadas. Tras los saludos, volví a sentarme en uno de los sillones frente a la mesa ratona y desde allí, en tanto Nela comentaba con ella algunos detalles nuevos de la casa, advierto que, como suele ocurrir comúnmente con este tipo de minas bajitas, tenía un hermoso culo.

Ella se sentó entonces en otro de los silloncitos, en diagonal a mí. Todo era bastante apretado en ese departamento. En el living, amplio, estaba el juego de sillones en torno a la mesita ratona, casi pegada la mesa donde íbamos a comer y, en un ángulo, junto al ventanal que daba al balcón, el televisor, apagado para la ocasión.

Mientras charlábamos de pelotudeces, pude observarla mejor. No era muy linda de cara, y ése ha sido siempre un dato que he tengo muy en cuenta. Pero no era fea. Acusaba un pequeño estrabismo que sonaba más a exotismo que a defecto. Le daba un toque distinto. Y unos dientes muy grandes, casi excesivos, pero que la hacían jetona y expresiva. Tenía un lunar notorio junto a la nariz, que Nela no me había mencionado. Pronto comprendí que no era Laura una persona muy conversadora. Más bien observaba, se sonreía a veces y en otras, permanecía callada y quizás algo ajena, como preocupada por algo. Pero intentaba, sin mostrarse forzada, participar en la charla. A los diez minutos y después del segundo vino comprendí —conociéndome—, que esa mujer podía llegar a volverme loco. Sabía positivamente que en una hora más la iba a encontrar maravillosamente atractiva, dueña de un sex appeal increíble, altamente erótica y comenzaría a imaginarme innumerables posibilidades del uso de ese culo y aquellas tetas. Para no hablar de los dientes enormes, que un par de veces habían emergido como un témpano radiante por detrás de sus labios, al mirarme y sonreír con desgano.

No fue mucho lo recordable en esa charla previa a la cena, en los silloncitos del living, el "estar", como lo decía pretenciosamente el Gordo. "Pasemos al estar", jodía, señalando el sitio distante sólo medio metro de la mesa. Laura comentó un par de cosas de su trabajo de oficina. Nela le elogió lo lindo que tenía el pelo. El Gordo le preguntó por la salud de su madre luego de la hemiplejía. Laura dijo que se estaba recuperando bien. Nela comentó que eso era una suerte. El gordo, cuando Laura no lo miraba, estiró la boca hacia un lado y hacia abajo clarificándome cómo había quedado la cara de la madre. Nela preguntó si hacía mucho frío afuera. Laura ponderó las aceitunas y preguntó dónde tiraba el carozo. yo pensaba en la forma de introducir el tema del cine, en cómo empezar a conversar sobre Thelma and Louise, película que me había impactado y sobre la cual tenía un par de interesantes reflexiones que hacer. Fue cuando Nela nos invitó a mudarnos a la mesa grande, cada uno con su copa.

—Pero antes quiero verlo al Pablito —dijo Laura—. ¿Dónde está el Pablito?

Thelma and Louise tenía una temática feminista, lo que a mí me parecía correcto, y ese apoyo crítico a la liberación de la mujer, viniendo de un tipo como yo, podía instalar una dosis de curiosidad y agradecimiento en el corazón de Laurita.

—Ay, qué lástima, porque está durmiendo —la frenó Nela—. Pero lo mismo, vení que te lo muestro de lejos. No se despierta ni a palos.

—No lo quisiera despertar —dijo Laura.

—Está despierto —notificó el Gordo, que estaba trasladando la botella de vino y las aceitunas desde la mesita ratona a la principal.

—¿Cómo... está despierto? —lo miró Nela, seria.

—Está despierto —se encogió de hombros el Gordo.

—Te dije que lo acostaras —insistió Nela y el Gordo volvió a encogerse de hombros—. ¿No te dije que lo acostaras? Son casi las diez de la noche.

—Dejalo. Anoche se durmió casi a las once.

—Porque estuvo con fiebre, qué vivo que sos vos.

—¿Estuvo con fiebre? —se interesó Laura, lo que pareció sacar de su mala onda a Nela.

—Sí —le contestó. Pero ya está bien. Vení.

Y se fueron para la pieza del pibe. El Gordo, cuando ya estábamos los dos sentados, aprovechó para interrogarme con la mirada, haciéndome al mismo tiempo gestos enérgicos de aprobación, como descontando mi afirmativa. Yo también aprobé con la cabeza, algo incómodo. Era peligroso hablar en esas ocasiones porque todo lo que se hablaba se oía en ese departamento tan chiquito. Nela y Laura volvieron y se sentaron con nosotros. El Gordo fue a buscar la comida. Laura cada vez me gustaba más. Tenía una manera de tirarse el cabello para atrás muy seductora. El Gordo trajo la comida, pastas, que era lo que yo había pedido, y se demoró cambiando el compact. Ahora puso algo de Aute, inexplicablemente sofisticado para su conocimiento. Debían ser las elecciones musicales de Nela, que se aplicaba más en el tema.

—No pongas tan fuerte —dijo Nela. El Gordo bajó un poco el volumen.

—Cuando se duerme —el Gordo volvió a sentarse, —podés tirar una bomba aquí adentro que no se despierta.

—No es así. A veces cuando está excitado, como hoy porque sabía que venían el Negro y Laurita, oye cualquier ruidito y se despierta.

—Ni una bomba.

—¿Sabés qué pasa, Laura? —Nela desestimó al Gordo—. Un chico, más cuando es chiquito como éste, tiene que tener sus horarios, tiene que tener su ordenamiento, sus tiempos de jugar, de estudiar, de comer y de descansar. Lo que pasa es que lo agarra al padre, le pide quedarse despierto hasta más tarde, jugando con los juguetes, y el padre no le dice nada. La bruja siempre soy yo, la que le pongo límites, la que lo manda a la cama, la que lo hace bañar... porque él... —lo señaló al Gordo, dejando la frase inconclusa.

—¿Y qué pasa si se acuesta a las diez y media en lugar de a las diez, digo yo, qué pasa? —se molestó el Gordo, señalándose con el tenedor.

—¡Que un chico tiene que tener sus horarios! —saltó Nela—. ¡Necesita tener sus horarios y eso es una cosa que vos no querés entender! No puede vivir en el caos...

—El caos —sonrió, irónico, el Gordo—. Bosnia... Esto es Bosnia, Sarajevo...

—Lo que pasa es que siempre es igual —explicó Nela—. Es mucho más fácil decir que sí, mucho más fácil. Entonces, él —señaló al Gordo— lo deja, le dice que sí a todo y así no se educa a un chico. Es necesaria cierta disciplina.

—Como la que te imponía tu viejo —dijo el Gordo—, que te cagaba a cintazos.

—No digo eso.

—Vos misma me lo contaste.

—Era otra época —Nela se había puesto notoriamente tensa—. Y vos sabés bien que...

—No me digás que no me lo contaste porque vos misma me lo contaste.

—Vos sabés muy bien que yo no quiero decir eso. No soy tan animal. No estoy diciendo que a mi hijo hay que pegarle cintazos...

—Esa es la educación que vos recibiste...

—No soy tan pelotuda.

—Lo tratás al chico como si fuera un criminal.

Nela estrujó la servilleta.

—¡Es que va a ser un criminal si lo seguimos educando como vos querés educarlo, Gordo, pensalo un poco! —se exaltó—. La maestra me dice, en la escuela, que Pablo no hace caso a nada, que no hay poder humano que lo haga hacer caso, que no entiende qué es la autoridad...

—El Che Guevara, Laura —el Gordo apoyó su mano sobre el antebrazo de Laura y ella aprovechó para reírse, aflojando un poco la cosa que ya pintaba para pesada. Me pareció un rasgo inteligente de ella, una muestra de que podía manejar una situación—. Tenemos al Che Guevara en casa... No sé si notaste, ahora que lo fuiste a saludar, que ya se le nota sombra de barba. Le ponés la boina y es el Che...

—Vos reíte —aflojó Nela—. Pero es así como yo te digo...

—Siempre es así como vos decís —dijo el Gordo. Esta vez fui yo el que me reí, sin un motivo aparente, pero antes de que el panorama se nublara de nuevo.

—Qué buenos que están los ravioles —aprobé, enfático.

—¿Viste? —me secundó Laurita. Ese respaldo me enardeció. Habíamos generado una complicidad a través de la comida. Tal vez gustara también del cine. La energía de Nela podía emparentarse con la de Thelma. Si yo hacía mención a eso, como casualmente, quizás podríamos hablar de esa película y engancharlo también al Gordo, ajeno totalmente al cine-arte, preguntándole qué tipo de auto era ése en el que huían las dos minas. Pero la conversación había derivado hacia la elaboración del tuco, el uso discreto de la salsa blanca, el aporte invalorable del orégano y el recuerdo de una abuela de Nela que preparaba el pesto con ramitas que arrancaba de una parra. Yo me anoté diciendo que, a veces, en virtud de mi condición de soltero y hombre solitario, encontraba a la noche ravioles fríos sobrantes del mediodía y me los comía con mucho gusto. Nela hizo un gesto de desagrado.

—¿Y esto? —el Gordo señaló su plato—. Mañana Nela los recalienta y vos sabés cómo el Pablito se los morfa...

—Ni loca —dijo Nela.

—¿Por qué?

—No es un pero tu hijo.

—¿No es un perro? —el Gordo hablaba con la boca llena—. ¿Y qué le va a hacer, qué le puede hacer?

—Son feos —frunció los labios Laura—. Recalentados son feos —aclaró.

—Le hacen mal. Son muy pesados recalentados —dijo Nela—. Él no puede comer una cosa así.

—¿Por qué? —el Gordo había dejado de masticar para limpiarse la boca con una servilleta. Miraba muy fijo a su mujer.

—Porque es muy chico. Tiene estómago delicado.

—¿Delicado? ¿Sabés las cosas que me daban de comer a mí cuando era chico, en el campo? Mi vieja agujereaba con una aguja un...

—Un huevo de gallina... Ya sé... El cuento de siempre... —resopló nela.

—Sí, señor. Sí, señor. De gallina y yo me lo tomaba. Y me daban un revuelto de huevos con cogñac. Y mi abuelo me daba locro a los diez años...

—¿Tu abuelo tenía diez años? —traté de interceder de nuevo. Del Gordo logré una mínima sonrisa. De Laura, ni eso. Miraba al Gordo algo espantada.

—... Yo tenía diez años —siguió el Gordo—. Y el abuelo hacía el locro con pedazos de chorizo colorado, con garbanzos, con dientes de ajo... Y mirá qué débil que estoy...

—Pablito es enfermizo —dijo Nela, bajando la cabeza y tocando su frente con los dedos.

—¡Y dale con ese verso, y dale con ese verso! —el Gordo pegó el puño contra la mesa—. ¡A todo el mundo le decís que es enfermizo! ¿Vos lo ves enfermizo, Negro? ¿Vos lo notaste enfermizo, Laura? —yo negué con la cabeza. Laura tardó un poco más, pero también negó—. El otro —el Gordo señaló hacia la habitación contigua— está hecho un toro, salta, corre, jode, rompe las bolas, vos misma decís que no lo aguantan en la escuela, está colorado, rozagante... y vos dale con ese asunto de que es enfermizo...

—Está con fiebre, ¿no? —recordó Nela.

—Estuvo anoche con fiebre.

—Todavía tiene.

—Me dijiste que no. Treinta y siete, siete.

—Es fiebre. Poca, pero fiebre.

—Es muy común en los chicos —terció Laura, que no tenía chicos.

—Es muy común en los chicos —provechó el Gordo—. Les baja y le sube la fiebre en dos minutos. Yo, de chico, tenía cuarenta grados de fiebre día por medio... Paperas tuve...

—Las paperas son jodidas —intervine, apelando a la dudosa sabiduría popular—, porque dicen que te ataca a...

—a las bolas —se rió repentinamente el Gordo. Se tocó con el dedo índice y pulgar de la mano derecha abajo de la quijada—. Se te vienen los huevos acá...

Laura también rió un poco, de compromiso. Se hizo un momento de silencio. Tomé un poco de vino. El ambiente se había enrarecido, pero seguía siendo cálido y la pasta estaba buenísima. Pensé, casi con desesperación, cómo enganchar el tema de Thelma y Louise.

—Mi tío tuvo paperas —lanzó Laura, explorando.

—Parece mentira —dijo el Gordo—. A todo el mundo le dice que el chico es enfermizo. "Es tan enfermizo, es tan enfermizo." A la madre, a la tía, a las amigas, a la mina que viene a limpiar el departamento...

—Y... —meneó el cuerpo Nela—, ahora tengo que darle el Dioxadol —consultó su reloj—. Se lo di a las cuatro...

—¿Y para qué les das el Dioxadol? —el Gordo volvió a mirarla fijamente.

—Porque se lo tengo que dar.

—Si ya está bien.

—Me lo dijo el médico. Además, todavía no está bien.

El Gordo me clavó la mirada.

—Lo llenan de medicamentos al chico —me dijo—. Vive medicado. Si no es una cosa es la otra. Si tose porque tose, si no tose porque no tose, si estornuda porque estornuda...

—Se resfría con muchísima facilidad —dijo Nela.

—No lo deja ni salir al balcón.

—Hace frío en el balcón.

—Hace frío en el balcón. Es invierno y hace frío.

—Que se ponga un buzo y que salga.

—No se lo quiere poner.

—QUe salga, se cague de frío, y se joda.

—Claro, después se resfría y la que lo tiene que cuidar soy yo. Para vos es muy fácil porque te vas a trabajar y no te ocupás. La que lo tiene que llevar al médico después soy yo, la que tengo que ir a comprar los remedios soy yo...

—Y dale con los remedios —se sacudió el Gordo—. Meta remedios... ¿Sabés qué va a pasar con eso, sabés qué vas a lograr con eso? Que Pablito, Dios no permita, se convierta en un drogadicto. Porque lo hacés un adicto a las drogas, la persona que acostumbra a estar medicada se hace adicta a las drogas...

—No digás pavadas...

—Adicto a las drogas, eso es lo que vas a conseguir...

—No digás pelotudeces... Tiene seis años y tengo que cuidarlo...

El Gordo volvió a tomar a Laura por el brazo.

—¿Y esto sabés por qué es? —le preguntó, y yo advertí que venía un nuevo mazazo para Nela—. Esto es por la pelotuda de la vieja, de la madre de ella —señaló a Nela con el mentón sin mirarla—, que es una vieja que ha hecho una cultura de la pichicata, que se la pasa empastillada, que toma pastillas para cualquier cosa, que vive en los médicos...

—Ahora no tanto —dijo Nela.

—¡Ahora porque los médicos se lo prohibieron, porque ya está de la nuca, está completamente revirada, lela, y se equivoca de pastilla! Cuando quiere tomar la verde toma la celeste y se va al carajo...

—¿Es daltónica, además? —ése era bueno. Era un buen aporte mío que arrancó incluso una sonrisa débil en Laura. En otra ocasión hubiese sido efectivo, pero ahí, en ese clima que se iba perturbando, se perdió como una gota en medio de una tempestad. Además, Laura y yo habíamos pasado a ser casi testigos mudos de la disputa.

—Es de todo —abrió los brazos el Gordo—. Años de años tuvo una diarrea permanente, dolores en los brazos, lumbago, halitosis, episodios de pérdida de memoria, calambres... Y ante cualquier cosa, ante cualquier síntoma... al médico, al sanatorio, al hospital... Nada de decir, como haría cualquiera, "espero unos días a ver si se me pasa, o me tomo un tilo y veo qué efecto me hace...". Le encantan los médicos... Y le ha transmitido esa cultura de la medicación acá a la hija...

—Además —dijo Laura—, el tiempo... Todo eso lleva tiempo. Ir al médico, a los...

—Si está al pedo, querida —se rió el Gordo—. Toda la vida al pedo. La vieja de Nela nunca laburó, nunca puso el lomo. Por eso tenía la cabeza llena de esas pelotudeces...

—Bien que no decías eso el otro día —apretó los dientes Nela.

—¿Qué otro día? —palideció el Gordo.

—El otro día, no te hagas el boludo...

—¿Qué otro día?

Supe que Nela estaba por tomar un camino sin retorno.

—Cuando les fuiste a pedir plata —lo tomó. El Gordo tragó saliva, enrojeciendo.

—Yo... les fui... —silabeó con dificultados para respirar—... a pedir plata a tus viejos... primero, porque vos me lo dijiste...

—Yo no te lo dije, yo no quería —saltó Nela, echándose hacia atrás en la silla.

—¿Vos no me dijiste que fuera a pedirles? —el Gordo estrelló la servilleta contra la mesa—. ¿Vos no me dijiste?

—Te dije que te podían salir de garantía para un crédito, pero no que les pidieras guita directamente como vos hiciste.

—¡Pero dejemos algo en claro! —tronó el Gordo—. Porque si no aparezco como que yo les afané la guita para jugármela en el casino... Yo les pedí la guita para cambiar un auto que lo usás vos y que lo uso yo, y que lo usamos para llevar también el nieto de ellos. Y a vos que sos su hija...

Se hizo un silencio mucho más grave y contaminado que los anteriores. El Gordo pegaba despacito con la punta del dedo índice sobre la mesa. Advertí que, para colmo, se había terminado la música. Tampoco era momento para hablar de la película. Laura miraba alternativamente al Gordo y a Nela.

—Yo pedí la guita —puntualizó el Gordo— tanto para vos como para Pablito, porque todavía no me liquidaron lo del aserradero y porque, además, la pienso devolver...

—Sí —sacudió la cabeza Nela—. Como les devolviste la del año pasado... —el Gordo cambió de color—, que todavía mi viejo me la reclama de vez en cuando.

—Tu viejo porque es un viejo cornudo que no sé para qué carajo la necesita si casi no sale de la casa para nada.

—¡Está en todo su derecho de reclamarla! —ahora fue Nela la que estrelló su puño contra la mesa, estremeciéndonos a Laura y a mí y haciendo temblar el vino dentro de sus copas—. ¡Cómo no va a desconfiar de que le devuelvas la plata si ya van como quince veces que le pedís prestado y nunca se la devolvés!

¿Y vos hacés algo por devolverla? —gritó el Gordo— ¿O yo solo disfruté de los beneficios de esa plata? ¿O no te comprate vos el vestido ese de Cacharel y la otra cartera del cuero negro?

—¡Era una oferta!

—¡Oferta... Oferta... Compras al pedo mientras yo me rompo el culo trabajando veinticuatro horas para mantener la casa y comprar... —acá el Gordo tomó impulso como acordándose de algo—... todos esos putos remedios que comprás para Pablito. ¡Como si Pablito los necesitara!

—¡Los necesita! —volvió a golpear la mesa Nela, a punto de pararse—. ¡Los necesita! Vos porque sos un animal y nunca te das cuenta de las cosas... Un machista pelotudo que cree que todo se soluciona haciendo gimnasia y jugando al rugby...

—¿Y qué tiene de malo jugar al rugby, a ver, qué tiene de malo?

—Vos y tus amigos, borrachos, machistas, falócratas, que la única gracia que encuentran es cuando se agarran a trompadas en los boliches...

—¡Eso fue hace quince años, qué hablás! ¡Bien que te gustaba ir a ver los partidos de rugby con tus amigas para mirarles las gambas y el bulto a los jugadores!

—¡Cómo el animal del Javier Arancio que le pegaba a la mujer por eso ahora está separado!

—¡Puta de mierda que se encamaba con todo el equipo! ¡No le gustaban los seven porque eran nada más que siete tipos!

Yo largué una risotada nerviosa en un recurso, ya desesperado, por parar la tormenta.

—¡Me decís a mí que voy a convertir la criatura en un drogadicto! —Nela señaló al Gordo—. ¡Y vos, con todo tu discurso del deporte, del ejercicio, de la vida de vestuario, de las duchas, de enjabonarse la espalda, lo vas a convertir en un homosexual!

—¡Por favor! —el Gordo apoyó las dos manos sobre la mesa, como para levantarse—. ¡Es lo único que me faltaba escuchar esta noche, una pelotudez de ese calibre! ¡Que lo voy a convertir en homosexual!

—Che... Nela... Gordo... —Laura estiró una mano tímida sobre la mesa, con el cuidado de quien alarga su brazo en medio de una disputa de gatos enardecidos— ¿No les parece que ya está bien? Habíamos quedado en tener una cena agradable... No sé... En todo caso, nosotros...

Tomaba a uno por las astas. Era una mujer de decisiones enérgicas. Y, además, me incluía. "Nosotros", había dicho, mientras procuraba contemporizar. Podía ser que a partir de su gesto finalmente el programa lograra encausar la cosa y enderezar aquella noche que se iba, total y definitivamente, a la mismísima mierda.

Nela aprobó con la cabeza, avergonzada tal vez por su actitud. Una vena azulada le latía en la frente. El Gordo se había hundido y volvió a acoplarse, resoplando.

—¿Fueron a ver... —aproveché—... esta película...

—¿Quieren otro plato? —ofreció en voz baja Nela, tomando la fuente de ravioles.

—No —dijo Laura—. Estaban buenos, pero no.

—¿Querés, Negro? —me ofreció a mí. Dije que no: por supuesto ya no tenía hambre.

—Mirá que se pueden calentar de nuevo —me dijo el Gordo—. Les pega un golpe de microondas y ya está...

—No, gracias. Estaban buenísimos, pero no.

Les preguntaba... ¿No vieron esta película...?

—Lo que sí te voy a agradecer —me interrumpió Laura, hablándole a Nela— es si me traes un poco de agua...

—¿Fría?

—De la canilla, nomás.

Tal vez fuera conveniente un pequeño recreo, un break, un espacio de distensión que ablandara las aristas duras de intemperancia que habían quedado flotando en el living, echando chispas y detonaciones cada vez que una de ellas chocaba con la otra. Por un instante, supuse que arrancaba otra noche, que nada había pasado. El Gordo hasta se había levantado para poner más música. Puso a Los Nocheros y volvió a sentarse.

—¿Te quedaste con hambre? —me preguntó. Le repetí que no—. Mirá que con el microondas quedan bárbaros. Nela los recalienta y luego. Claro, no se los podés recalentar a Pablito porque por ahí le caen mal, ¿viste? Le producen algo virósico, alguna enfermedad contagiosa...

Supe que todo se había terminado. Nela llegaba con el vaso para Laura, pero no se lo dio. Había escuchado lo del Gordo.

—Seguí, seguí jodiéndome con eso, pelotudo —lo encaró, cerrando los ojos por el odio—. Ya te dije que algún día te voy a romper una botella en la cabeza.

—¡Qué mierda vas a romper vos, querida! ¡A ver todavía si me matás y después tenés que salir a laburar a la calle para hacerte unos mangos!

—¡Claro! —estalló definitivamente Nela—. ¡Porque yo no trabajo, porque yo me paso todo el día rascándome la concha, porque me la paso panza arriba tomando sol en el balcón, seguramente!

—¡Vas a tener que ir a laburar, querida —se puso de pie el Gordo, señalándola con un dedo y adelantándose hacia ella—, a romperte el culo arriba de un auto como luego yo toda la semana!

—¡Claro! ¡Porque yo nunca trabajé! —desafió Nela, avanzando también hacia él—. ¡Trabajé hasta dos años después de haberte conocido, hasta ese momento de mierda que me arrepiento de cómo pude haber sido tan pelotuda de haberte dado bola! ¡Y dejé de trabajar porque vos me hiciste el verso de que no iba a ser necesario y era mucho mejor que me dedicara a cuidar a Pablito que es lo único rescatable de esta relación de mierda!

—¡Trabajabas en un kiosco soretero! —se rió el Gordo, groseramente—. ¡Una oficina rasca de alquiler de disfraces! ¡Ese era el laburo donde ibas a triunfar en un futuro y te ibas a convertir en la reina de la economía argentina! ¡Esa fue la brillante carrera que te corté yo! ¡Mirala, che... —trató de incluirnos en la burla—... mirala a la Amalita Fortabat!

—¡Me iba muy bien! ¡Muy bien me iba! ¡Y no sé si no ganaba mucho más que la bosta que ganás vos en ese laburo mugriento donde te explotan como a un boludo!

Nela parecía que se iba a lanzar a llorar, pero por otra parte seguía sosteniendo temblorosamente el vaso con agua para Laura. Al punto me pensé que estaba por arrojarlo a la cara del Gordo, lo que configuraría, sin duda, el comienzo de las hostilidades, la abierta declaración de guerra y el paso inmediato a la violencia física. Y otra vez actuó Laura. Se puso de pie y quedó justo en medio de los contendientes. Aun pequeña, su figura adquirió para mí ribetes gigantescos, de adalid de la paz, tipo Mahatma Gandhi.

—Pará, che, pará... —exigió, levantando los brazos—. Paren. Paren... —Nela y el Gordo se callaron y detuvieron el rumbo de colisión.

—No me parece justo que nos metan a nosotros... —siguió Laura, con voz calma pero firme—... en este asunto. Si quieren discutir de sus cosas, háganlo en otro momento. O esperen que nos vayamos... Porque lo que es yo, me estoy yendo ya...

Se escurrió entre Nela y el Gordo y se fue a buscar su abrigo. Nela se apretó la frente con los dedos de una mano. El Gordo giró hacia el mueble modular donde estaba el equipo de música y se tomó de allí. Quedó dándonos la espalda, agobiado quizás por la bronca y la vergüenza.

—Che..., perdoná... —musitó después, sin darse vuelta.

—Yo también me voy —dije, levantándome. Era imposible recomponer un buen clima y me aterraba la posibilidad de quedarme a solas con el matrimonio. Por otra parte, Laurita se iba y era una buena oportunidad de aprovechar la huida conjunta y, apelando al lazo afectivo que genera todo enfrentamiento con las adversidades.

—Mejor —aceptó Nela, demacrada, con voz casi inaudible—. Yo después los llamo...

Salimos a escape con Laura, que ya se había puesto su tapado oscuro. Nela cerró la puerta a nuestras espaldas y quedamos a oscuras en el mínimo espacio del palier, esperando el ascensor, prácticamente en la oscuridad. Busqué la pequeña lucecita roja de la perilla de la luz del pasillo y la encendí. Llegó el ascensor y nos metimos adentro. Yo buscaba cómo seguir la conversación. O cómo iniciarla. Había que refundar la cosa. Aprovechar el traspié, generar complicidad. Aún era temprano y se podía ir a un bar amigable a comentar, con un buen café, la jornada vivida.

—Manejaste bien la cosa —le dije, mientras bajábamos. Ella no contestó. Ya estaba definitivamente linda. Miraba hacia el piso frunciendo los labios, pensativa. Volvimos a oír de pronto, arriba, los gritos de Nela y el Gordo, ya algo apagados por la distancia. Habíamos hecho bien en irnos.

—Yo no sé si lo hubiera podido manejar tan bien —insistí. Ella seguía en silencio. Empecé a pegar con un dedo contra el nerolite del ascensor—. Decían que el Pablito tenía el sueño liviano, pero si no se despertó con esos gritos... —cambié el tono, yendo a una cosa más risueña, pero Laura siguió en silencio. Llegamos abajo y salimos al lobby. Ella se subió el cuello del tapado. Yo, desde atrás, la ayudé. Musitó un "gracias" sigiloso.

—Está frío afuera —anuncié, mientras salíamos a la noche. Dijo que sí con la cabeza. Caminamos hacia la esquina y me jugué, le pasé la mano por la cintura en un gesto como de protección ante el frío y de empuje hacia un rumbo determinado—. No vendría mal un buen café caliente... ¿no te parece?... En la esquina hay un bar...

—No, dejá —dijo ella, cortante. Fue como si me hubiese pegado un cross en la pera.

—¿No tenés tiempo? —pregunté—. Es temprano. No son las doce.

Ella miraba para otro lado, las manos hundidas en los bolsillos, el pelo al viento.

—Mañana tengo que trabajar —dijo—. Me tomo un taxi.

—Parece algo pelotudo, pero me siento como culpable —preferí cambiar el ángulo de la conversación—. No sé... La verdad que fue una noche bastante terrible... Me da no sé qué que vos te hayas visto metida en semejante quilombo. Es cierto que yo no fui el causante, que no sabía que ibas a venir —persistí en la mentira—, pero al menos yo vengo bastante seguido y me siento un poco como de la casa... Y te juro que nunca imaginé, por lo que he visto nunca se me había pasado las veces anteriores...

Laura miraba hacia la esquina, frunciendo los labios. Al menos no se iba, alentando un poco mi esperanza.

—Verla a Nela seguí aferrándome a esa, tal vez última, posibilidad—... tan alterada, tan mal, tan desencajada...

—¿Sí? —dijo Laura.

—Me dio mucho pena...

—Sí —arremetió Laura—. Pero bien que no hiciste nada por ella...

—¿Cómo? —vacilé de nuevo ante ese otro impacto.

—Que no hiciste nada para defenderla. Te quedaste en el molde. Es más, te reías de cualquier pelotudez que dijera el descerebrado del Gordo...

—Bueno... no es tan así... Me parece...

—Te parece un carajo, te parece —Laura masticaba algo parecido al odio, dentro de su hablar meticuloso—. En definitiva sos igual que el pelotudo del Gordo, que se cree que las mujeres son nada más que para la cocina y para cuidar los chicos...

—Te equivocás... —sentí que todo se había derrumbado definitivamente. Creo que seguía argumentando cosas por un instintivo sentido de la supervivencia—... Yo siento un gran respeto por las mujeres. Vos no me conocés bien... Por ejemplo... ¿Vos viste esta película...

—Mirá, Negro, o como te llames... —sacudió los hombros, Laura—. Tengo sueño y mañana tengo que levantarme temprano. No estoy precisamente para hablar de cine. Así que me tomo un taxi y me voy a dormir. Otro día la seguimos. Chau.

—Espera. Ya es tarde. Espero hasta que consigas un taxi —volvió a encogerse de hombros—. Me da no sé qué dejarte así sola en la calle a esta hora...

—Ahora es tarde. Para tomar un café era temprano.

Abandoné todo nuevo intento. Como corroborando mi abandono, un taxi apareció por la esquina. Laura le hizo una seña, el coche paró y ella se metió adentro. Estuve a punto de acercarme para abrirle la puerta pero temí que me diera una propina. Desde la vereda, nomás, le dije: "Chau, nos vemos".

No me contestó. Vi cuando, mirando hacia otro lado, le indicaba algo al conductor.