Soledad
Luis Gudiño KramerEn puntas de pie, para no despertarlos, el hombre se acercó hasta sus hijos, les arregló las ropas y se quedó mirando esos rostros que el sueño embellecía. Después pasó a su dormitorio y, contemplando a su mujer sintió que una ola de ternura lo invadía, sacudía su sensibilidad, serenaba su espíritu. Puso su mano en la frente dormida y acarició los párpados que cerraba el sueño. Una sombra violeta circundaba los ojos tantas veces besados y el ritmo sereno de la respiración estremecía su seno cálido de madre. Volvió a la soledad poblada de imágenes, a su cono de luz, a su absorta ansiedad de comprensión y de belleza.
La lámpara irradiaba un suave calor. El monótono ruido de la combustión acunaba sus recuerdos. Dejó el libro sobre sus rodillas, cerró los ojos fatigados y comenzó a rever su vida. Su pobre vida atormentada de hombre feliz en apariencia, de horrible soledad en la intimidad de sus sentimientos.
Así se veía en sus imágenes. Solo en la noche. Soledad del que vela, único y solo frente a todas las acechanzas. Afuera el rocío, las estrellas tan altas, los árboles dormidos, la calle desierta, la vida en suspenso. Las angustias del vivir cotidiano comenzaban a disiparse, a diluirse en el seno maternal del silencio. Pero del fondo de sus impresiones y de sus recuerdos, angustiosa y dolorida, se levantaba esa conciencia de su deber, de un deber de ser comprensivo y vigilante, rígido y tierno, generoso y prudente.
Se prometió ser mejor cada día. Cada día más sencillo, más frugal, más simple y generoso.
Pero cada día —sí, cada día y a cada nuevo esfuerzo y renunciamiento— se sentía más solo. Y es que de tanto prodigar ternura y ansiedad a su alrededor iba dejando su alma abandonada. Pensó que a su corazón —no encontraba otra imagen— lo había estrujado tanto, que ya cada ternura le causaba dolor.
Alguien se quejó en sueños. Abandonó su mundo de recuerdos y corrió, angustiado. No; no era la fiebre ni la enfermedad, ni el dolor de la carne. Eran los sueños, nomás.
Salió a la noche y ante ella, empequeñecido y tembloroso aún, recordó aquellos versos de Fernández Moreno: ¡dormid tranquilos que yo estoy despierto!
Y entró en su reino, engrandecido y limpio de recelos. Se sintió completamente hombre, responsable y paternal. Y dio paso, en su conciencia, a la vejez que se insinuaba y que se resistía a aceptar con un resabio de egoísmo.
Los mundos distantes, el universo inmenso… ¡bah!… su mundo, el mundo de la gota de agua, ¡eso era lo importante y verdaderamente grande!
Y retornó a su mundo.
Su mundo
Él hubiera deseado estar marcado, quemado por un fuego de llama permanente. Que sus creencias no cambiaran como el agua o el aire de cada mañana. Ser cualquier cosa.
Una imagen proyectada en el cielo; una sombra fugaz en las paredes o un estremecimiento en el vuelo de los pájaros, en cambio de su fría apariencia, de su fácil conformidad.
Ser una piedra de esas que están en las pircas que orillan los caminos de la sierra, o el ladrillo endurecido por el amasijo y templado por el fuego. O el pedazo de carbón, negro y martirizado que da calor y pequeña vislumbre. Cualquier cosa sustantiva y simple, útil o ardiente o fulgurante.
Cantaban los pájaros en los árboles de su huerta y sintió que tampoco esa era su huerta. Los árboles que plantó su mano estaban por ahí, sobre la tierra ajena.
Y comprendió su angustia. Tuvo conciencia de su desazón, y un recuerdo confuso que parecía nacer en la corriente de su sangre, le traía desde oscuras y lejanas raíces un mandato. La voz de su atavismo.
Y esa confusa pero poderosa conciencia lo identificaba con los hombres y ambientes que pronto vendrán, con su hálito primitivo, vigoroso y fecundo.
Pueblos y hombres; leyendas y realidades supervivas a lo largo del camino de la costa le infundían, en ese plano de reminiscencias, una seguridad de vida, de permanencia, de posteridad.
Sintió alegría al encontrar su sendero. Y pensó: He aquí el puente de arco iris del negro inocente para llegar al cielo con su acémila.
Su arco iris la tierra. Trabajada y sudada por sus antepasados.
Y presintió el campo, ahí, a la vuelta. Desemboquemos en él con la misma impresión de deslumbramiento que cuando venimos caminando por esas últimas calles del suburbio, y al ir a doblar una esquina, nos encontramos con toda la maravillosa soledad y vacío del campo delante de los ojos miopes de no mirar el horizonte.
La vida es larga…
El perfume de los naranjales rinconeros se nos anticipa apenas pasamos el puente colgante. Un automóvil no es un caballo, evidentemente, pero, así y todo, al sentir el viento libre golpeando los cristales del coche y en el rostro ansioso de campo y en el espíritu con sed de silencio, creemos sentir esa impresión del resero de Güiraldes, de vuelta al pago después de un viaje aleccionador.
El campo, en realidad, es más que una presencia. No existe solamente en extensión, sino en hondura. El hombre ese que nos pasó apurado porque tiene que llegar a Helvecia antes de que cierre el Banco, en realidad no viaja el campo, sino el camino.
En cambio, el haragán aquel que encontramos, de bombacha suelta y alpargatas, a la puerta del primer rancho, está impregnado de campo desde la punta de la chancleta hasta la bombilla del mate. El campo en él es un aura vital, una naturaleza, una presencia y una eternidad. Lo miramos con nostalgia, como iremos mirando todo eso primitivo, antiguo y vegetal, sólido y permanente. Los brotes del campo. Así, llegaremos a la Vuelta del Dorado, paisaje barato de cromo. Los ubajayes y los ombúes, menesterosos entre la tierra arada, no son los de Fígari, pero nos llevan a un recuerdo necesario, pues es preciso enterrarse en la tierra antigua, dormir de vez en cuando doscientos años de historia y despertar oyendo alaridos mocobíes y proclamas enjundiosas en el buen castellano de los conquistadores.
Al norte nos espera mayor liberación. Campos, haciendas y algarrobos son como una sinfonía tonta coloreada por los rayos del sol y los arcoiris de nuestros recuerdos.
Nosotros pasamos, mientras árboles, bestias y hombres, enterrados hasta el corazón en una libre esclavitud cotidiana, nos alargan su olor fecundo y su vibración vegetal.
San Javier nos recibe con los cipreses del cementerio y la alta torre de su iglesia. Vahos de indio, presagios de malón, olor de alfalfa. Vacas sueltas y niños mendigos; estrellas enturbiadas por el fino polvo que arremolina el viento norte. El caballo está atado al palenque de la pulpería. Música de acordeón y la presencia de duendes en todas partes, poniendo claridad en las calles sin luces y alegría y dolor en la cara oscura de los vigilantes y en los dientes blancos de los indios.
Los ojos se abren a la luz violeta y procuramos ver qué misterio es el que embellece tanta miseria. Qué alegría hace girar la rueda loca de los molinos y por qué sale esa música pegajosa y honda de las calles desparejas y de los viejos muros ennegrecidos.
Don Evergisto o don Lanchi nos explican la magia. La magia era ese para qué apurarse, ese mínimo esfuerzo.
Otros que digan el elogio hiperbólico; que otros coloquen el mosaico de las palabras. Nosotros percibiremos el aura vital, el oculto sentido de que está impregnada esta naturaleza, que emana de las arenas, del río y de las nubes, de las palabras perezosas y de las posturas indolentes.
Ya se apagó el eco de las epopeyas, malones y soldadescas. Revoluciones y largas procesiones misionales no han dejado, en las movibles y cambiantes arenas, el más pequeño rastro. Mañana el pavimento alisará y borrará mejor la impronta del pasado. Por él pasará en movimiento la ambición del progreso. Pero estos pueblos seguirán recostados al río, mirándose en constante contemplación. Mientras todo pasa, ellos y sus gentes permanecen. La vida es larga, para qué apurarse.