La Maestra (1974)
Laura ÁvilaLos jueves llegaba el barco. Evina y su abuelo fueron hasta el pueblo a comprar algo de verdura fresca, un rollo de alambre y un abrigo nuevo. Evina ya tenía once años y todo le iba quedando chico.
Cuando llegaron a Stanley, el abuelo se sorprendió de que el barco no tuviera bandera. Los vecinos se agolpaban en el muelle para mirar qué mercaderías habían traído del continente.
El abuelo Gavin siguió hasta la barbería y pidió el mismo corte de pelo para él y para ella. Evina no quería, pero igual se sentó y soportó la tijera del barbero.
Salió a la vereda y se sintió como una oveja esquilada cuando el viento frío le dio en la nuca. Sacudió la cabeza como un cordero y se puso la gorra de lana.
—Voy a ver la cartelera —le dijo al abuelo, que ahora ocupaba el sillón de la barbería. El viejo Gavin le dio permiso con un gesto y ella caminó hacia el único cine de Stanley, que estaba en la misma cuadra.
Vio un movimiento raro en la escuela del pueblo. Una chica muy joven apareció en la puerta con un cajón de naranjas. La rodeaban muchos niños, vestidos con buenos abrigos de colores y mitones. La joven mujer les repartía la fruta con una sonrisa.
Evina se acercó caminando de costado. Hacía mucho que no probaba una naranja y tenía curiosidad por recuperar el sabor. Se mezcló con los otros niños y a su turno la mujer le convidó una.
—¿Estás anotada en la escuela? —le dijo sin perder la sonrisa. Era muy morena, alta y flaca, de pelo castaño largo hasta los hombros. Se lo había recogido en una trenza, porque el viento de Puerto Stanley era terrible. Vestía una especie de túnica roja muy gruesa, tejida, como los sarapes que usaban los mexicanos en las películas del Oeste.
—¿Cómo te llamás? —le preguntó a Evina. Una de las niñas, que chupaba su naranja, la señaló con el mentón.
—Ella no es del pueblo, teacher. No le dé fruta.
—Me llamo Evina. Evina Campbell. Soy de Goose Green.
—Ah, eso es en el camp. Yo soy Emilia, la nueva maestra.
Evina no sabía si tenía que devolver la naranja por no ser de la escuela de Stanley. La maestra entró en el modesto edificio y reapareció enseguida con un cuadernillo y una cajita nueva de lápices de colores.
—Tené, Evina Campbell, es para que vayas leyendo hasta que lleguemos a Goose Green.
Y ante los ojos de los demás alumnos, le dio una naranja extra.
—Para el camino —le dijo, guiñándole un ojo.
Evina le agradeció los regalos con una sonrisa, guardó lápices y cuadernillo en el bolsillo de su saco raído y se volvió a paso lento a la barbería.
El abuelo discutía con el barbero, que le estaba terminando el corte:
—Que yo sepa, nadie los llamó.
—Están haciendo cosas interesantes, Campbell. Hasta un aeropuerto nuevo construyeron. Y venden gas envasado, más barato que la garrafa de la FIC.
—El gas envasado es para los flojos. La turba es buena, por algo está por toda la isla —respondió el abuelo.
Se sacudió el pelo sin mirarse al espejo, le pagó al barbero y salieron a la calle. En la vereda de la escuela no se veía a nadie. Evina pensó que estarían adentro, empezando las clases. Le ofreció una de las naranjas al viejo y le clavó el diente a la suya, con cáscara y todo. El jugo helado y dulce la llenó de energía. El viejo la miró asombrado.
—¿De dónde las sacaste?
—Me las regaló un marinero —improvisó Evina.
El abuelo fue a la tienda escocesa y le compró un abrigo impermeable color topo, tres talles más grande, un enterizo térmico azul y unas botas de goma. En el muelle consiguieron lechugas, alambre, morrones, azúcar, café, licor. Ya aprovisionados se tomaron el hidroavión de regreso a Goose Green.
***
La campiña quedaba muy lejos de Stanley. Ellos vivían en una granja alquilada, casi sin vecinos, cuidando las ovejas del dueño de una estancia.
Tenían una vaca con cuernos para la leche, un pequeño establo para la esquila y un jardín de invierno, un cuartito todo de vidrio a un costado de la casa.
Casi no entraban al jardín de invierno. Antes el abuelo intentaba cosechar unos tomates en canteros. Pero ahora estaba sucio y abandonado, con fantasmas de plantas decorativas y macetas rotas, pintadas con esmaltes de uñas.
Esa tarde cenaron carne de cordero hervida con papas, escuchando la radio de onda corta que tenían en la granja. Había una sola emisora que transmitía desde Puerto Stanley, aunque solo pasaba música y noticias de Londres, de la BBC.
El abuelo alimentó la estufa con panes de turba seca y la casita se llenó de calor. Se tomó una copa de licor y tocó el banjo para Evina, porque estaba de buen humor.
Ella lo que quería cuando él cantaba y tocaba su banjo. El pelo del abuelo brillaba con la luz del fuego de la cocina y los ojos se le ponían alegres. Era toda una ocasión, porque el abuelo Gavin no estaba alegre casi nunca.
Una vez en su cuarto, a solas, Evina ajustó la lámpara de parafina, se sentó en la cama y se atrevió a mirar el cuadernillo que le había regalado la maestra. Intuía que a su abuelo no le gustaría que estuviera mirándolo, pero había aguantado todo el día y quería ver de qué se trataba.
Tenía unos dibujos hermosos, pero gran parte del texto estaba escrito en español. Español, el idioma del continente.
Evina, que apenas si sabía leer en inglés, reprimió un suspiro de desilusión. En algunas páginas solo tenía líneas de puntos, como para completarlo a mano.
Se levantó y se miró en el pedazo de espejo que tenía colgado en su habitación. Vio una chica rubia, de pelo muy corto. Nunca, en sus once años de vida, había usado el pelo largo.
Se puso una chalina sobre la cabeza e intentó imaginarse que el pelo le pasaba por los hombros, como el de la maestra
Terminó arrancándose la chalina y apagó la lámpara de un manotazo.
Esa semana el abuelo y Evina dieron vuelta la tierra para plantar nabos, cortaron panes de turba para secar, prepararon el forraje para que comieran las ovejas, palearon la última nieve de ese invierno para despejar el camino. Todo anduvo bien hasta que volvió el hidroavión. El piloto fue desde la laguna a la granja y llamó golpeando las manos.
Evina estaba arreglando la cerca cuando el abuelo recibió al piloto. El viejo la llamó con un grito que hizo que se pinchara con el alambre y se olvidara del arreglo. Las ovejas aprovecharon el descuido y se fugaron al cerro.
El abuelo la esperaba con el piloto. Apenas ella llegó corriendo, el viejo le mostró un nuevo cuadernillo.
—¿Qué es esto? —le dijo, furioso.
El piloto vio la cara de Evina y quiso defenderla, diciendo:
—La maestra de español anotó a su nieta en la clase. Sabía su nombre y apellido, y ustedes son los únicos Campbell en Goose Green. Me pidió que le dejara este librito. Es para aprender a distancia…
El abuelo no quiso ni tocar el cuadernillo. Le indicó a Evina que se vistiera para ir a Stanley y se tomaron el hidroavión. Apenas bajaron en el muelle, la agarró del brazo y la llevó casi en el aire hasta la puerta de la escuela.
Golpeó enojado hasta que la propia señorita Emilia le abrió. Tras ella se asomaron una decena de cabecitas curiosas.
—¡Hola! ¿Vienen a la clase? Usted debe ser el padre de Evina —le dijo, tendiéndole una mano llena de anillos.
El viejo no le devolvió el saludo. Sin levantar la voz, pero con frío como el viento que cortaba la calle, le dijo:
El padre de Evina se volvió a Londres cuando terminó su contrato de trabajo. Yo soy su abuelo, el único que se ocupa de ella. Y no quiero que ninguna recién llegada del continente le llene la cabeza.
Evina vio cómo la sonrisa de la maestra se apagaba. Sintió que se le estrujaba el corazón:
—Pero yo quiero venir a la escuela, abuelo — murmuró, casi sin querer.
El abuelo Gavin gruñó.
—Ni lo sueñes, Evina Campbell. Yo te enseño todo lo que hace falta para vivir en las islas.
Los alumnos de la señorita Emilia lo miraban como si fuera un monstruo. A Evina le dio vergüenza salir corriendo.
El viejo señaló a la maestra con un dedo.
—No le mande más porquerías del continente. Evina es una falklander, no necesita sus lecciones.
La maestra suspiró. Trató de recuperar su sonrisa.
—Hay lecciones para adultos también, señor Campbell. Puede tomar una si quiere.
Ahora fue el turno del abuelo de huir. La joven mujer aquella, con su poncho rojo y sus anillos, lo enojaba y lo ponía nervioso.
Apenas pisó la granja, Evina se encerró en el jardín de invierno. Miró el sol frío y amarillo de la isla a través de los vidrios sucios. Agarró un pedazo de franela, lo enjabonó y limpió todos los cristales. Recuperó las macetas que no estaban rotas y les cambió la tierra. Después se sentó en un banquito de madera a ver caer la tarde.
Su abuelo apareció con el té. Como sabía que estaba enojada, él mismo lo había preparado.
Tocó el vidrio con los nudillos y Evina abrió la puerta sin mirarlo.
—Hace frío acá, vamos a la cocina.
Evina no le contestó, así que el abuelo trajo el brasero de turba y lo adecuó al jardín de invierno. Ella prendió una lámpara y despejó la mesita.
El abuelo sirvió el té y ajustó la perilla de la radio. Estaban pasando música country,
—¿No te gustan los scones?
Ella no le contestó.
El viejo Gavin meditó en silencio. Era un hombre muy callado y le costaba decir las cosas.
—Estas macetas las pintó tu madre —dijo por fin.
Evina levantó la vista, sorprendida. El abuelo nunca le hablaba de ella.
—Cuando naciste te quiso mucho, pero a medida que fue pasando el tiempo se dio cuenta de que te había tenido muy joven. Tu madre quería estudiar, conocer otras partes del mundo. Irse, huir, en una palabra.
Ella tomó un sorbo de té. haciendo silencio para que él pudiera seguir.
—Las islas no son para cualquiera, Evina. Hasta ella, que era mi hija, se sentía fuera de lugar en Goose Green.
—Ella es tu hija, abuelo.
—Sí. Pero no pudo ser isleña. Cuando conoció a ese extranjero, en Stanley… No valía gran cosa, pero yo supe que se iba a ir con él al continente.
El abuelo Gavin se quedó callado, tomando su té. Evina le miró las manos, cuadradas, lastimadas por el frío y el rigor del trabajo.
—Yo no me voy a ir, abuelo. —le dijo—. Yo también soy de las islas.
Le mostró sus propias manos, finas pero también marcadas por las labores de la granja. El abuelo le acarició los dedos con torpeza.
Evina le sonrió.
—Pero quiero aprender otras cosas también. Idiomas nuevos, frutas nuevas, lecturas… Cosas que nos sirvan para ser de acá, pero compartiendo…
El abuelo Gavin dijo que sí con la cabeza, después terminaron su té.
***
El hidroavión volvió con garrafas de gas envasado del continente, revistas, comidas enlatadas y ropa.
Evina eligió una blusa para la primavera y el abuelo se la compró sin chistar.
También encargaron semillas de tomates y plantas ornamentales para el jardín de invierno, un galón de remedio para la sarna de las ovejas y una petaquita de licor.
A la tarde, cuando empezaba el viento frío, encendían la Vox que pasaba un programa de jazz, alimentaban la estufa de la turba y ella se ponía a leer el único cuadernillo que le había quedado de la maestra.
No había caso, no entendí nada, pero al menos podía pintar las ilustraciones con lápices de colores y no tenía que esconderse para leerlo.
Uno de esos atardeceres de primavera, la radio dejó de transmitir noticias de Londres y la voz clara y alegre de la señorita Emilia se oyó por toda la granja.
—Esta es la clase de español para los niños del camp. Vamos a transmitir los martes y los jueves. Evina Campbell de Goose Green, espero que me estés escuchando con tu abuelo. Todos pueden aprender, si quieren. Soy la maestra de Puerto Stanley, en directo para todas las islas Falklands, para todas las islas Malvinas.