La fuga

Diego Oxley

Apresuradamente salta de la canoa robada y se interna en la arboleda de la isla. La lancha de la Prefectura, cargada con gendarmes del destacamento de fronteras, acaba de aparecer en un recodo del río y no es cuestión de perder tiempo. Sabe que no tardarán los perseguidores en descubrir la embarcación y en encontrar su rastro, pero dentro de la maleza será otra cosa; ahí podrá, por lo menos, vender cara su libertad y su vida. Además, seis o siete hombres no podrán rodearlo y no cree que se arriesguen a seguirlo, porque saben que está armado y dispuesto a no entregarse. Zacarías Troncoso no se ha entregado nunca a esos perros y es hombre de no aflojar mientras le quede un resuello.

Cae el sol detrás de la fronda de la costa opuesta y se ha encendido el cielo en una exaltación de rojos que se reflejan en las aguas quietas, para irisar el aire transparente de pureza.

Sigue avanzando apresuradamente, zigzagueando por entre los árboles, sin descubrir la orientación de sus pasos. Luego da un rodeo y vuelve a tomar rumbo caminando ahora con precaución para que no sea tan perceptible el rastro. De pronto se enfrenta con un cañaveral, que penetra sin vacilar, llevando un brazo cruzado ante sus ojos para defender la cara. No se cuida del ruido que producen sus pasos, porque sabe que no podrán oírlo sus perseguidores que aún no han alcanzado la costa. Cuando se detiene, percibe claramente las explosiones del motor de la lancha y las voces confusas de los hombres.

Desde el suelo blando se levanta un vaho pesado y húmedo con penetrante olor a moho.

Ahora camina sin apresuramiento porque ya no hay motivos para ganar distancias a costa de su fatiga y porque quiere reservar sus energías para poder hacerle frente a cualquier eventualidad. Ahí, o mil metros más adentro, es la misma cosa. Sigue pensando que no se atreverán a entrar en la maleza detrás de su rastro, pero si se animaran ya se encargará de hacerlos desistir.

Se detiene y examina el winchester. Se palpa el cinto lleno de balas y el 44 que descansa dentro de la cartuchera. Eso, junto con su instinto salvaje y con su audacia, son elementos suficientes para hacerle frente a cinco o seis «milicos» y obligarlos a abandonar su propósito de capturarlo.

¡Cuántas veces se había visto en situación parecida, sin que lo arredrara el peligro! ¡Cuántas veces había soslayado a la muerte haciendo uso de su serenidad y de su confianza!

Ahora llega con más nitidez el ruido que produce el escape del motor. Sin duda se están aproximando al lugar en que dejó la canoa y es necesario estar atento para entender la maniobra del enemigo y disponer la defensa. Aguza el oído mientras se abre paso dificultosamente a través del cañaveral enconado. Respira con esfuerzo en esta atmósfera asfixiante.

Por el ruido que se aleja comprende que no se han atrevido a desembarcar para seguir sus pasos. Eso le da la seguridad de que saben con quién tienen que vérselas, que conocen su decisión y su arrojo.

Está oscureciendo en la espesura. Un silencio de soledad infinita lo rodea como si quisiera oprimirlo. Solo se oye, de vez en cuando, el batir de alas de algún pájaro que busca su dormidero y el ruido seco que producen las cañas al rozar sus hojas ásperas.

De pronto se detiene el motor y la quietud se extiende abarcando el río. Zacarías Troncoso hace alto y luego se sienta en el suelo húmedo; saca un cigarrillo y lo enciende.

—Han desembarcado lejos, pero no conviene moverse porque pueden rumbiar.

Las sombras de la noche van acentuando gradualmente la oscuridad que se cierra sobre la isla. En el cielo aparecen apenas insinuadas las estrellas, para dar más profundidad a su transparente pureza.

Durante un largo rato todo parece dormido. Quietud y silencio prolongados en las sombras estremecidas de misterio.

El hombre continúa fumando y con el oído alerta. De a ratos se ilumina su rostro con el fuego del cigarrillo. El gesto hosco y la mirada dura se acentúan con el reflejo rojizo y se destacan los rasgos que parecen marcados con tajos profundos. Los minutos pasan lentamente como si se arrastraran en la noche.

De pronto, otra vez las explosiones del motor llegan con su tableteo monótono. Sin esfuerzo advierte que se acercan otra vez, enfrentan el lugar en que él está, y se alejan por donde vinieron. Lógicamente hay que admitir que han dejado algunos hombres apostados en lugares estratégicos y que se vuelven para buscar más gente. Tal vez piensan rodear la isla y estrechar el círculo cuando se haga día.

—Y güeno. Si quieren baile, no les viá mesquinar.

Se tira de espalda sobre la tierra mojada y permanece sin pensar durante un momento. Luego sacude la cabeza y se incorpora hasta quedar apoyado sobre un codo. Piensa ahora que es necesario sacar toda la ventaja que sea posible, sin arriesgar mucho.

Está sereno Zacarías Troncoso. No lo conmueve el peligro que amenaza su vida. Al fin y al cabo, este hecho es una cosa corriente. Andar ocultándose en las malezas como las fieras, vivir en sobresalto aguzando los sentidos, desplegar todo su ingenio y su audacia configuran su diario andar en la lucha por la subsistencia. Es claro que ahora se han puesto sobre su rastro estos «perros» de la gendarmería provincial «que saben ser corsarios», pero él confía en su instinto montaraz y en el conocimiento que tiene de las islas y de los caprichos del río.

Se pone de pie y distiende los músculos elásticos. En seguida vuelve a moverse para avanzar silenciosamente en medio de la oscuridad impenetrable del cañaveral, orientándose con seguridad. De a ratos levanta la cabeza y mira las estrellas que ahora se destacan con nitidez en el fondo azul del cielo. Apenas un leve rumor va produciendo su paso cauteloso.

Luego de un rato sale a un limpio y se detiene para escuchar, mientras su mirada de lince escruta las sombras minuciosamente. Intenso silencio pesa sobre la isla.

Vuelve a caminar sorteando matas de paja brava. Lleva el winchester debajo del brazo derecho y el oído atento. Una tensa expectativa lo mantiene encogido y con los músculos listos para el movimiento imprevisto.

Avanza con seguridad en las sombras, sin descuidar las precauciones. Sus ojos se achican y se mueven incesantemente, como si su mirada quisiera meterse en todos los rincones para descubrir cualquier emboscada.

Ahora se enfrenta con un sauzal cerrado y vuelve a detenerse.

—Estoy a cien pasos de la costa —murmura, mientras se agacha hasta apoyar la rodilla en la tierra.

Concentra toda su atención para estudiar las posibilidades que puede aprovechar. Mide serenamente los riesgos, examina las circunstancias y sus eventuales consecuencias. En su imaginación excitada desfilan vertiginosamente todas las derivaciones lógicas con sus pequeños detalles.

—No hay güelta; si me cercan tendré que morir o entregarme por hambre. Esta es la única salida… Y cuanto antes, mejor.

Deja el arma en el suelo, se anuda la blusa en la cintura y se arremanga la bombacha hasta lo alto de los muslos.

—Vi'andar medio pesadón, pero la corriente me v'a sacar.

Recoge el winchester y se pone de pie. Camina lentamente costeando el sauzal y luego lo penetra avanzando en cuatro pies, sin hacer el más leve ruido. Todo duerme a su alrededor con la profundidad de la muerte; solo las estrellas parpadean de aburrimiento en lo alto de la comba oscura del cielo.

Ahora que va a salir a la costa tiene que extremar las precauciones. Pueden estar distribuidos los hombres y en acecho detrás de algún mogote.

Se tira boca abajo y respira profundamente durante unos minutos. Luego se arrastra con movimientos pausados como un reptil herido, hasta que llega a la barranca y se detiene agitado.

Ante sus ojos penetrantes está el río quieto que se extiende y se pierde en las sombras. El cielo profundo abre un paréntesis de serenidad en la noche, madre de esa calma adosada al infinito.

Zacarías Troncoso afloja los músculos para descansar ampliamente, apoyando la cabeza sobre un brazo. Su respiración se normaliza lentamente.

Sigue pasando el tiempo con uniformidad imperturbable, como si marchara cauteloso para no interrumpir el letargo de esta naturaleza pujante y bravía, dominadora y huraña.

El hombre permanece tranquilo como si no pesara el peligro sobre su ánimo. Esta es su vida de contrabandista, de delincuente, de rebelde, y está en su camino. Sin este excitante, sin esta lucha de fiera acorralada, no sabría cómo pasar los días, no podría quemar esas energías salvajes que lo ahogan.

—¡Perros! Yo les viá enseñar…

Se desliza por la pendiente que lleva al río. Con la correa sujeta el winchester atravesándolo en la espalda y entra decidido en el agua arrastrándose. Luego nada suavemente para ganar el centro de la corriente, casi enteramente sumergido. El frío se pone en contacto con su piel para hacerlo estremecer.

Apenas perturba la quietud ensimismada del río con sus movimientos medidos y suaves, pero avanza con seguridad hacia su destino. Pronto pierde de vista la franja oscura de la isla y solo lo rodean la oscuridad y el cielo engalanado de estrellas. Se hace más inquietante su aislamiento, más intenso su desamparo. Su cabeza es un punto negro que resbala en la superficie pulida y apretada en sombras.

Quiere distraerse Zacarías Troncoso. Sabe que tendrá que nadar mucho para ganar la otra costa y que además de su empeño, tendrá que poner todas sus fuerzas en la lucha. El río es implacable con los que aflojan; desdeña a los débiles y los aplasta como a cosa despreciable.

Siente frío. Imprime más vigor a sus movimientos para evitar sus efectos. Además, tiene que impedir que la corriente lo arrastre demasiado.

Quiere imaginar el propósito de los enemigos, pero se distrae porque la correa que sujeta el winchester a su espalda lo está molestando en el hombro. Se encoge para acomodarla mejor.

Sigue nadando a pesar del peso de la ropa y de las armas. Sus brazos y sus piernas se mueven con regularidad debajo del agua, sin producir el menor ruido. Sabe que el río y la noche llevan lejos los ruidos y no quiere aventurarse a sufrir un contratiempo.

El frío del agua le produce ahora una impresión molesta, como si estuviera por acalambrarse, como si se le endurecieran los músculos y perdieran la soltura habitual. Alarga más los movimientos y los afirma repechando un poco más la fuerza del agua.

—Si pudiera pitar…

Otra vez siente la correa metida en las carnes del hombro. Por detrás del cuerpo levanta el arma para apoyarla en la espalda. Cuando descuida su accionar, se sumerge enteramente para resurgir en seguida chorreando agua.

—¡Pesao el fierrerío! —exclama, con voz entrecortada.

Regulariza otra vez las brazadas y sigue avanzando en medio de las sombras, un poco acezante ahora. Siente el empuje de la corriente con firme persistencia y el rebullir de los remansos empeñados en dificultar su propósito.

Inútilmente tiende su mirada hacia adelante buscando algún punto de referencia. A pocos metros se cierra su horizonte definitivamente y sin esperanzas.

Otra vez intenta distraerse para desvincular el pensamiento del esfuerzo físico. Piensa en sus correrías, trae desde lejos hechos aislados e indiferentes, recuerda hazañas, pero no consigue abstraerse. Hay un dolor muscular en los brazos y en las piernas, un adormecimiento de sus energías, que ya no puede atribuir solamente al frío.

Le resulta imposible calcular el tiempo que lleva nadando y como consecuencia de ello, no puede establecer el lugar donde se encuentra. ¿Le falta una hora de lucha? ¿Le falta más? ¿Resistirá hasta alcanzar la costa?

El dolor del hombro se ha hecho agudo y le produce la sensación de que la correa ha cortado la carne entrando en la sangre. El frío le aprieta los huesos.

Sigue moviéndose rítmicamente. Ni el dolor ni el frío conseguirán doblegarlo porque su cuerpo y su voluntad están hechos a rigor de golpes, porque él mismo está acostumbrado a llevarse por delante todos los obstáculos para vencerlos.

Al levantar el winchester que se ha corrido, vuelve a sumergir la cabeza en el agua y cuando sale respira dificultosamente, con la boca abierta.

—M'estoy queriendo cansar —dice—. Pesa esta carga y el frío m'está maniando.

Reuniendo todas sus fuerzas consigue equilibrar los movimientos para seguir avanzando en el camino de su salvación.

Pasa el tiempo sin que le sea posible medirlo. Una desorientación inusitada lo perturba, pero su voluntad no ceja en su empeño de mantenerlo firme en la lucha. Sin embargo, se agudiza el dolor de sus músculos y sus movimientos se van haciendo cada vez más torpes y menos efectivos.

Si pudiera ver la costa, le resultaría fácil calcular las posibilidades de conservar sus armas y sus ropas que ahora le pesan extraordinariamente. ¡Son tan indispensables en su situación! Pero ya no puede haber dudas y si no se decide habrá terminado su carrera azarosa.

Desprende con una mano la correa que sujeta el winchester, luego la hebilla del cinto y deja deslizar las armas al fondo del río. Se sumerge y se ahoga con una bocanada de agua que lo hace toser convulsivamente. La respiración se hace anhelante y señala una agitación extrema.

Se mueve con más soltura ahora, aunque el dolor paralizante del hombro persiste y el cansancio se acentúa.

Avanza lentamente hacia las sombras, mientras sus energías decaen y una incertidumbre punzante va minando su voluntad.

—Más vale entregarse al río que a los hombres —piensa.

Al cabo de un rato siente que le pesan las piernas como si fueran de plomo y a pesar de su intento no consigue mantenerlas en posición horizontal. Entonces sus brazos se proyectan hacia adelante buscando un quimérico asidero que lo salve del fracaso y sus movimientos se hacen desacompasados y torpes. Se hunde de pronto y pierde un instante la noción de la realidad…

Cuando se recupera, sus pies se apoyan en el lecho fangoso del río. Camina tambaleante manoteando para no caer y consigue salir a la orilla. Ahí se afloja su cuerpo y se desploma pesadamente, oprimido el pecho de extenuación…

Y de nuevo queda Zacarías Troncoso frente al interrogante de su destino. Mañana, cuando haya recuperado las fuerzas, volverá a la lucha con el mismo ahínco, de cara a la vida. Siempre hosco, siempre rebelde, siempre dentro de la órbita fijada por su instinto de fiera. Hasta que lo mate la policía, o un accidente, o los años…