Jálogüin
Miguel Caballero MiñoJulieta y Nacho siempre fueron dos optimistas patológicos. Novios desde cuarto año del Nacional, siguen pasándose la vida emprendiendo negocios que generalmente terminan mal. Pero jamás se dan por vencidos. Viven juntos, sostienen el pretexto pueril de que no hacen falta papeles para el amor, y obviamente suelen tener el resto de su vida tapizada de papeles legales, fundamentalmente deudas. Así y todo, son felices.
Sus últimos dos proyectos: el restaurante de delicatessen en barrio Candioti, que pretenden llamar "El Tao del Gourmet", y tener un hijo.
Sin lugar a dudas, fue idea de Marivé hacer la reunión mensual de la peña de egresados el treinta y uno de octubre, en el restaurante a inaugurar. Ella era de las que tomaban las decisiones por todos. Una anécdota que se repite en cada reunión sin que nadie se queje, es la que cuenta que fue ella, contra todos, la que impuso una empresa de segunda para el viaje a Bariloche, con el resultado de pasarla en un hotel con mala calefacción, haber tenido que pelear todas y cada una de las excursiones, y fundamentalmente, haber tenido que hacer tremendo quilombo para que atiendan al Flaco Martínez, que decía que le dolía la panza y andaba con vómitos, y resultó que en vez de borrachera era apendicitis. Pero Marivé era así, liera militante. Y como era linda, la mayoría de los varones ni asomaban a protestar. Y como era brava, tampoco las mujeres. Era amiga de Julieta desde siempre.
De los treinta y seis, menos de la mitad seguían asistiendo a las peñas mensuales. Pese a ello, se consideraban un grupo unido. De hecho, fue Marivé, arreando a otras dos de las chicas, la que se encargó de cuidar al Pelado Julián en el Cullen cuando se metió con la moto abajo de un coche de la dieciséis en plena Avenida Freyre. Desde entonces es el Rengo Julián.
Impuntualmente, ese treinta y uno, llegaron trece a la reunión. Los últimos, Julián y Juan Sábato.
El local estaba decorado un poco vulgarmente con las calabacitas de rigor, velas, arañas y murciélagos de cartulina negra y poco más. Julieta y Marivé recibían a todos con un fernet con coca y un muñequito de las películas de Tim Burton.
Las tres anécdotas fundamentales de esa noche fueron el viaje a Bariloche para las carcajadas de todos y la falsa cara de enojo de Marivé, a quien por cierto hacer pucheros y poner cara de mala le seguía sentando muy bien; el muy mal divorcio del contador Javier Acuña, que todos refirieron con muy mala leche, en honor del ausente; y el viaje a Salvador de Bahía, Recife y Maceió que Marivé emprendiera, según sus palabras "como un camino de iluminación".
Entre rolls de sushi vegano y tragos de vino blanco dulce, Juan Sábato levanto la vista cuando Marivé mencionó la cuestión espiritual. Hablaba con tanta vehemencia que todos escuchaban en silencio. Ella se dio cuenta de que tenía capturada la atención, y con cierta picardía miró a Juan.
—Vos que sos mago, vas a entender de lo que hablo, Juano.
Juan le sonrió. Siempre era lo mismo. A él le tocaba la gastada. Cuando se había quedado sin laburo, se había empezado a rebuscar con un hobby de su infancia, la prestidigitación en fiestas infantiles. De ahí a los apodos y las bromas hubo un solo paso. Sin decir palabra, sacó tres monedas plateadas del bolsillo, las mostró, las pasó de mano en mano, de dedo en dedo, y las hizo desaparecer de la vista. Con la mano izquierda levantó su copa de vino, hizo fondo blanco, y cuando la apoyó en la mesa, las tres monedas tintinearon en la copa vacía.
—¡Que grande el Mago Zapato! —dijo Julián con una carcajada y un aplauso. La deformación de su apellido era el apodo que más le dolía. Desde chico. Pero el Rengo no tenía mala intención.
—¿Qué se supone que voy a entender, Marivé? —dijo Juan con una leve reverencia de la cabeza, a modo de agradecimiento por el aplauso.
—Magia —dijo ella poniéndose de pie para asegurarse de recuperar la atención.
Lo que siguió, con gestos, ademanes y canciones que le hicieron subir los colores a la cara, fue un relato de sus encuentros con el candomblé.
Juan se sirvió más vino y escuchó el relato con el rostro serio. Fue Julieta la que dijo la frase que la otra estaba esperando.
—¿Me vas a decir ahora que sos bruja, Marivé?
La otra hizo la necesaria pausa dramática, emputeciendo un poco la mirada y la sonrisa, lo que a todos los hombres presentes les encantó. Salvo a Juan.
—¡Obvio, chicas! Soy bruja posta.
Quizás la mención feminista fue lo que lo molestó, la cosa es que Julián saltó: —¡Andá! ¡Dejate de joder! —dijo, con su carcajada desaforada que le hacía temblar la panza cervecera. La mayoría de los demás se sumó a la risa.
—¡Esperá! —dijo uno de los muchachos, respirando ruidosamente por culpa de la carcajada—. ¿Por qué no hacés un trabajo para que el Rengo la ponga?
Y de nuevo el batifondo. El Rengo hasta golpeaba la mesa con la palma de la mano de lo tentado que estaba.
—¡Ah! ¿Son todos vivos acá?
Marivé se había enojado en serio. Juan la miraba desde la punta de la mesa, en silencio, jugando con sus monedas. El gesto se le había endurecido, tenía los ojos brillosos y la cara se le había enrojecido de la bronca, hasta el cuello. Juan se detuvo en el escote. Seguía estando buena, como en la secundaria.
—¡Pará Gorda! ¡No te enojés! —dijo Julián—. Acá el que no la pone, soy yo —. Y de nuevo la carcajada. Ya lagrimeaba.
Marivé respiró hondo y los miró a todos con desprecio.
—Andate a la puta que te parió, Rengo. —Lo dijo lento y mordido, como separando las sílabas. Y se fue a sentar al lado de Julieta, con los brazos cruzados. Enseguida se le arremolinaron las chicas. Juan alcanzó a escuchar que una, quizás Florencia, que según decían era cornuda consciente, preguntaba por un conjuro para evitar erecciones. La cara de Marivé se distendió con la pregunta.
Nacho se acercó y le tocó el hombro a Juan.
—Acompañame a la cocina a buscar más morfi.
Juan salió de sus pensamientos, se levantó y lo acompañó, jugando con una de sus monedas entre los dedos.
—¡Cómo se enojó Mari che! —dijo Nacho mientras entraban a la cocina, en el fondo del local.
—Y si, parece que se toma en serio eso de la magia —dijo Juan, con una sonrisa
— ¿En qué te ayudo?
—Bueno, vos sabés de eso ¿no? —Hizo una pausa—. Sacá más vino de la cava y alcanzame una bandeja de esa heladera, la que tiene un solomillo mechado.
—Dos cosas, Nacho. Yo hago juegos con cartas, monedas y pañuelos para pendejos menores de diez años, enterate. Y después, ¿de dónde se te ocurre que yo puedo saber qué carajo es un solomillo?
Los dos se rieron de buena gana. Nacho le indicó cual era la bandeja y le señaló un cuchillo para que corte la carne. Mientras tanto, metía al horno una bandeja con unas rodajas de pan tostado, para entibiarlas.
—Y qué se yo, Juancho. Mago, bruja, para mí es todo lo mismo. Mi tía tiraba las cartas y decía que era bruja, pero nunca llegaba a fin de mes y mi viejo se la tuvo que traer a vivir con nosotros. Una vez me predijo que me iba a casar con una mina de guita y que iba a vivir afuera, en Europa. Y mirame. —Con un cuchillo de pan en una mano y una baguette en la otra, hizo un ademán de abarcar y abrazar el local—. Y a Juli, la das vuelta y no le sacás ni una moneda de chocolate.
Y sonreía hasta con la mirada. Juan supo que eran una pareja feliz.
—¡Chicos! —dijo Julieta entrando al trote—, dice Marivé que quiere hacer una ceremonia para que tengamos fortuna y un hijo. Tenés que venir, Nacho.
—¿En Noche de Brujas? ¿Queremos tener un lobizón?
—No seas cortamambo Nacho, dice que hoy no es noche de brujas, que es día de la fertilidad en este hemisferio, hay que aprovechar, mirá lo que nos está costando el nene. Porfa...
Juan la miró de reojo. Y la vio como cuando estaban en la escuela, fresca, joven y optimista. Después vio la duda seria en los ojos de Nacho.
—Andá Nacho, a ver que es. Yo te corto el fiambre y te saco el pan del horno. A ver si la Marivé se enoja de nuevo, nos echa una maldición y nos volvemos pobres.
Nacho se largó una carcajada. Julieta lo arrastró de la mano de nuevo al salón. Juan notó que apagaron las luces. El Rengo Julián entró en la cocina.
—¿Que hacés acá vos?
—Dejá, con esas cosas no me meto, están locas estas minas. —Juan le vio miedo real en los ojos, ese miedo supersticioso que alguna gente tiene hasta cuando ve El Exorcista.
—Dale Pelado, destapame esas dos botellas de vino. Dejalas que hagan lo que quieran.
Desde el comedor, se empezaron a escuchar murmullos rítmicos.
A Juan le dio la impresión de que nunca terminaba de cortar ese dichoso solomillo.
El único hombre sentado en el círculo en el piso era Nacho, los otros miraban desde las sombras, apenas iluminados por las velas. Marivé canturreaba cosas en portugués y de vez en cuando, en castellano, hacía ofrendas, formulaba promesas, y agradecía presencias masculinas y femeninas. Juli, Florencia y las otras escuchaban con los ojos cerrados, bamboleándose levemente con el ritmo de las invocaciones.
Lo primero fue el olor. Picante, caliente, húmedo. Según lo que Nacho dijo después, parecía como si calentaran un aceite frutal, con especias.
Después fue la risita, un poco chillona, en un tono parecido a un perrito que lloriquea.
Alguien encendió la luz. Y empezaron los gritos.
La entidad era marrón rojiza, humanoide, de ojos enormes y nariz prominente. La boca de labios muy gruesos permanecía entreabierta. Y seguía con esa risa disonante.
Llevaba collares, y colgando de los hombros unas cachiporras de punta redonda. Las dos mas grandes las llevaba en las manos. Debajo de su panza prominente, entre los flecos de un faldón colorido, se erguía rígida y brutal, una pija del tamaño del brazo de un hombre.
—¡A la mierda! —gritó Julián por encima de los gritos, parándose en seco a mitad de camino del salón, justo al lado de la barra.
Había dos de los muchachos desesperados tratando de abrir la puerta de salida, las mujeres se arrastraban hacia las paredes, tratando de alejarse del monstruo. Nacho y Julieta estaban sentados en el piso, abrazados, con la boca abierta y sin moverse. Marivé estaba también en el piso, medio desparramada, con el brazo derecho extendido hacia adelante gritando unas cosas que no se entendían.
El monstruo la miró con la cabeza ladeada, hizo un ruido con la boca, como el que paladea algo pegajoso, y empezó a revolear las cachiporras. Caminaba adelantando la pelvis, pavoneándose de su miembro.
—¡Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tuo ad gloriam!
La voz sonó calma y fuerte, al punto que se impuso a los gritos del salón. La cosa se paró en seco, irguió la cabeza y miró por encima de la brujita.
Parado en la puerta de la cocina, los pies juntos, los brazos extendidos a los lados, la cabeza gacha, en la humildad del crucificado, Juan había proferido el juramento del Temple.
Levanto la cabeza y cruzó la mirada con el monstruo.
—Sensemayá, Exú —saludó.
El orixá reaccionó a su nombre, resoplando.
—O que você tem a dizer, mágico? —preguntó con su voz chillona.
—Estás lejos de casa, mensajero —contestó Juan. Se acercó lentamente. Se había arremangado la camisa, y llevaba un cuchillo de cocina en cada mano, las hojas escondidas contra el antebrazo, los contrafilos apoyados en la piel—. E você, qual é a sua mensagem? —Despacio, y con una sonrisa, Juan mostró los cuchillos.
El orixá no habló más. Moviendo los brazos como aspas empezó a lanzar golpes de cachiporra buscando a Juan, que empezó a moverse de un lado a otro, como un boxeador ligero, dando saltos a los costados y escurriendo el torso con quiebres de cintura. Un garrotazo rompió el respaldo de una silla, otro voló todos los vasos de arriba de la barra. Un tercero dejó un hueco en la mampara de yeso que hacía las veces de cerramiento, justo a la altura de la cabeza del Rengo Julián, que se había quedado duro en el mismo lugar en donde lo paró la sorpresa. Pegó un grito histérico y se escondió corriendo en la cocina.
Juan giró sobre si mismo y le ganó el costado al demonio. Con un tajo de la mano derecha le abrió las costillas hasta unos huesos amarillentos y manchados.
Cuando Exú, herido y rabioso tiró un nuevo garrotazo de revés y abrió la guardia, Juan dio vuelta el cuchillo en la mano izquierda, y se lo clavó en la garganta. El demonio abrió grandes los ojos y soltó un soplido agrio que hacía lagrimear.
Con un malabar, dio vuelta el cuchillo de la otra mano y lo hundió de un solo golpe en el medio de la frente, justo entre los ojos desorbitados del orixá.
El aparecido dejó caer los brazos y soltó las cachiporras.
Juan murmuró algo que nadie alcanzó a escuchar y después, de un solo movimiento brusco del cuchillo, cortó la cabeza del demonio, que quedó suspendida de la otra hoja clavada en su frente, mientras el cuerpo se desplomaba con un chorrear de sangre oscura y olorosa.
El miembro no cedió. Era un mástil obsceno y oscuro elevándose del cuerpo.
Juan tosió y escupió. De un sacudón, desenclavó la cabeza y la dejó caer en la mesa. Tiró ambas cuchillas a un costado y se miró con asco los brazos y la ropa salpicados. "Habrá que hacer fuego, che" pensó.
Desde el piso, Marivé lo miraba con la boca abierta. El intento de gatear le había desparramado la falda y Juan pudo ver que no solo las tetas conservaba en buena forma. Con una sonrisa, le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
Ella pareció querer preguntar algo pero no le salió la voz, solamente abría y cerraba la boca como un carassius contra el vidrio de una pecera. Él la besó en la frente.
Juan buscó una servilleta de tela y juntó las cachiporras del orixá y las apiló en la mesa, después, con uno de los cuchillos cortó de un tajo el pene, que seguía rígido como madera y lo puso con las cachiporras. Recién ahí todos advirtieron las similitudes.
En ese momento, tumbaron la puerta y un hombre alto, medio rubio, de rulos, irrumpió en el salón. Llevaba un casco de motociclista en una mano y una espada fulgurante en la otra.
Juan soltó una risita. El tipo miró para todos lados, observó a la gente, al cuerpo caído, y la cabeza y la pila de penes sobre el mantel manchado.
—Llegaste tarde, Miguelito —dijo Juan.
El tipo se acercó dubitativo. De a poco, la espada que llevaba en la mano se fue apagando, hasta quedar del tamaño y la forma de un gladius.
—Pasa que las cosas están más lentas, estos días saltan alarmas a cada rato y hay que confirmar todas. El Gran Jefe está implementando gestión de calidad, y si la pifiamos se arma quilombo. —Se acercó al demonio caído— ¿Y este viene a ser...?
—Un orixá mensajero, en tu oficina lo hacen pasar por demonio, pero no es tan así. Preguntale a los empleados de Inquisiciones, en todo caso. Acá pidieron un poco de fertilidad parece, y el mensaje fue bastante claro. —Juan soltó otra risita mirando de reojo a Marivé, que seguía pálida y boquiabierta—. Nacho, ¿me alcanzás un par de bolsas de consorcio? Miguel, ayudame a llevar el cuerpo al baño así lo desaparecemos. —Al darse cuenta se detuvo mirando a todos los otros—. Ah, los presento, por si quieren rezarle. Miguel, el arcángel, es príncipe de milicias, pero la burocracia celestial se lo va a comer crudo.
El otro refunfuñó una bendición y resopló cargando el cuerpo del orixá. En el baño Juan hizo una invocación y Miguel le arrimó la espada. Un lento y silencioso fuego amarillo consumió los restos. Después baldearon con limpiador de lavanda.
De nuevo en el salón, Juan metió la cabeza en una bolsa y se la dio a Miguel —Llevala al archivo, así justificás la salida.
En otra bolsa puso todas las "cachiporras" y se las dejó a las chicas, que miraban con asco. —Quémenlos con aromito o sándalo, y un poco de marihuana, y después esnifan las cenizas. No les garantizo hijos, pero que van a tener el mejor sexo de sus vidas, no lo duden.
Las miró con una sonrisa beatífica, se tomó de un largo trago una copa de vino, juntó un platito con algunos rolls de sushi, y salió a la calle seguido del arcángel.
En dos bocados se terminaron el plato.
—¿Te llevo a algún lado? —preguntó Miguel.
—No, dejá, si sos así de rápido para todo, mejor voy en taxi, quiero estar en casa para Navidad.
Miguel refunfuñó algo que debió ser otra bendición y subió a la moto. Saludó con una mano y se perdió rumbo a bulevar Gálvez.
Juan encendió un pucho. Para ser noviembre, la noche estaba fresca. Daba para caminar un rato.