Herido de sombras
Martín BlascoLa imagen le llega por el rabillo del ojo. Juan levanta el arma. En la distancia hay una figura. Y no es uno de los suyos.
Lo sabe por detalles apenas perceptibles: la forma que tiene la figura de pararse (¿será que en otros países se paran distinto?); la calidad de la tela de la ropa, que, aunque imposible de distinguir en la oscuridad de la noche y a tanta distancia, no es como la suya; incluso los pocos rasgos del hombre que puede intuir le hacen imaginar un rostro extranjero.
Ahí, en la distancia, se encuentra un enemigo.
Un soldado, como él, pero del bando contrario.
Parado, con un rifle en la mano, en el medio de ese campo de batalla que es lo único que los une.
Juan tiene que disparar y sin embargo no lo hace. Algo lo detiene. Quizás la sorpresa (¿cómo llegó el enemigo tan cerca?) lo lleva a evaluar una vez más la situación antes de actuar.
¿Y si es uno de los suyos? Esas cosas pasan, ha escuchado muchos casos, el tan mentado fuego amigo. Hermanos en armas, muertos por balas propias, la síntesis más clara de lo absurdas que son las guerras. Pero Juan sabe que no es uno de los suyos. Esa sombra a la distancia jamás podría ser uno de los suyos. El rifle tiembla en sus manos. El dedo está en el gatillo. Pero no dispara.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Hace cuánto están los dos en el medio de la noche con sus respectivas armas apuntando?
Una fracción de segundo, o tal vez ya se van acercando al minuto: no tiene forma de saberlo. Puede tratarse de una ilusión óptica producto del cansancio y los nervios. Quizás por eso no dispara. Para asegurarse de que no se trata de un conjunto de rocas o de uno de esos arbustos tristes que hay cada tanto en el terreno. Objetos haciéndose pasar por humanos para sumar confusión a la guerra. Si dispara en vano, va a asustar a todos. Debe ser eso lo que lo detiene. Para estar seguro.
Pero no es un arbusto ni una roca: es una figura humana, es un soldado, es un enemigo. Y su condenado dedo sigue negándose a apretar el gatillo.
Ha pasado suficiente tiempo para que Juan se haga otra pregunta: ¿y por qué no dispara él?
Quizás, como Juan un segundo antes, el otro está evaluando si ese bulto en la oscuridad (Juan en este caso) tiene vida. Esto lo lleva a Juan a quedarse bien quieto, como si convertirse en estatua fuera la llave para evitar recibir un disparo. Pero el otro debe verlo tan bien como Juan lo ve a él. Y en cuanto cruza esa idea por su cabeza, Juan no puede evitar hacer lo que hasta un instante antes le parecía su condena: se mueve. Tuerce su cuerpo hacia la derecha, como si intentara ver qué hay detrás de la figura, un movimiento que no tiene sentido, que no viene al caso, automático, quizás la forma que tiene su cuerpo de decirle a ese otro cuerpo en la distancia: "Mirá, no soy un arbusto, no soy una roca, soy un soldado, y alguno de los dos va a tener que disparar". El otro hace lo mismo y eso lleva a Juan a tornarse al lado contrario, como si al estar ambos asomados hacia la izquierda se rompiera un equilibrio de pesos y, como en una balsa, corrieran riesgo de caer al mar. Pero el otro hace lo mismo, también se balancea para el otro lado, y por un momento Juan recuerda a su madre, que por las tardes ponía boleros y lo obligaba a bailar con ella (¿lo obligaba? ¿O era Juan el que le pedía bailar? ¿Qué estará haciendo su vieja ahora? ¿Lo extrañará?). Un baile tan ridículo como puede ser el de una madre y un hijo: ella, las manos sobre sus hombros; él, apenas tocando su cintura, los brazos estirados en todo su largo, y ese bamboleo simple, como este, primero para un lado, luego para el otro, y la música de fondo.
Juan sube el rifle, apunta, no es momento de bailar.
Y cuando el otro hace lo mismo, Juan vuelve a dudar. ¿Será un reflejo?
¿Pero dónde puede estar reflejándose? No hay lagos cristalinos en ese terreno mezcla de tierra y pasto helado, y mucho menos espejos abandonados. Además, la figura no es de Juan, no se le parece en nada. Es una figura, pero no la suya.
Y entonces comprende: eso que tiene enfrente es un fantasma. Lo sabe con cada átomo de su ser, lo siente en su piel, no importa lo fantástico que resulte (o lo lógico que resulte, ¿dónde más va a haber fantasmas que en un campo de batalla?).
Piensa en darse vuelta y salir corriendo. O mejor aún, ahora sí, disparar, disparar como un loco, hasta que el fantasma o enemigo vuele en pedazos. Pero la noche se disipa un poco, solo lo justo para que pueda ver el rostro fantasmal con más claridad, sólo los ojos, como si la noche se abriera para mostrarle esa franja en exclusiva de la cara. Y en esos ojos hay miedo, mucho miedo.
Comprende: el otro también cree estar viendo un fantasma. No solo lo cree, está seguro. Tan seguro como Juan, que ahora tiene un miedo distinto, un miedo más profundo (¿cuándo fue la última vez que comió? ¿Por qué no puede recordarlo?).
Baja el arma. El otro hace lo mismo. Por un segundo entero, se miran a los ojos. Sin necesidad de palabras surge un pacto tácito, un armisticio. Ninguno de los dos disparará. Mejor no averiguar quién es el soldado y quién el fantasma. Se dan vuelta. En silencio, comienzan a perderse en las heridas de sombras de esa tierra fantasmal.
Un soldado y un fanasma. Un fantasma y un soldado. Quizás, solo dos soldados, cansados de disparar.