El lobisón

Mateo Booz

I.

A la salida del puente colgante de Santa Fe se amontonan las viviendas primitivas de latas y adobes que constituyen el barrio conocido por El Pozo. Esa gusanera humana bulle al pie del terraplén y se extiende hasta el borde de la laguna Guadalupe. La mayor parte del año exhalan sus vahos nocivos las aguas de los charcos, que se cruzan con pasaderas de troncos o tablones. En las crecientes grandes los moradores trepan al alto, seguros de que las autoridades les habilitarán alojamiento, comúnmente en huecos baldíos o vagones de ferrocarril. Entretanto, instalados con sus cachivaches en el terraplén, obstruyen el camino a los autos y los ómnibus que corren entre la ciudad y San José del Rincón; los choferes protestan y los periodistas, defensores del pueblo, claman entonces por el más urgente auxilio de los pobres inundados.

La población de El Pozo la forman peones del puerto, pescadores, canoeros, fregonas conchabadas en el centro con cama afuera, muchachitos aficionados a las gomeras y el fútbol y una mayoría de criollos apáticos que consumen sus horas tendidos en los catres, mirando las nubes y sin que nunca les falten (¡oh prodigio!) algunas achuras en la olla y un puñadito verde en la yerbera.

De noche se advierten rasgueos de guitarras, melancólicas modulaciones de tangos y el zumbido de una radio barata, a cuyo alrededor las familias escuchan ansiosamente un drama terrible de Arsenio Mármol. Y a veces se asoman todos a las puertas solicitados por el bochinche de la Greta y la Palito, que recíprocamente se insultan y se mechean. A las dos vampiresas de El Pozo las divide una enconada rivalidad. Compiten ambas en un lujo detonante que deslumbra a las muchachas del barrio y que inspira a las madres rígidas censuras, donde no en todas las ocasiones la envidia está ausente. "Estas sinvergüenzas ganan como hombres", suelen decir.

Es frecuente por El Pozo la aparición de un meritorio de policía, con su respectivo vigilante, que registra los ranchos y en averiguación se lleva a un par de sujetos. Ello significa que por los contornos se ha perpetrado alguna fechoría.

Las épocas más prósperas de El Pozo no son necesariamente aquéllas en que los diques están abarrotados de ultramarinos y por las canaletas resbalan a millares las bolsas de cereal, o aquéllas en que arriban los cardúmenes de pejerreyes, sino las correspondientes a las vísperas de elección. En tal oportunidad circula allí la moneda y los jefes de familia retornan de las reuniones partidarias con abundante provisión de carne asada y un tufo a vino que voltea. Y el comisario de la sección perdona las multas y concede permiso para que de noche armen algún bailongo. También a veces bajan del terraplén unos señores muy instruidos, que encarecen a sus conciudadanos de El Pozo el amor a las instituciones libres y a la bandera azul y blanca. En tales días esa gente empieza a concebir una idea elevada del propio valimiento. Pero tal ilusión no tarda en desvanecerse. Después de elegidos los que había que elegir, los comités se cierran y la autoridad policial restablece con más rigor las medidas represivas contra los perturbadores del orden público y del derecho de propiedad.

II.

El abigarrado mundo de El Pozo vivía sin mayores sobresaltos hasta que se manifestó dentro de su perímetro la presencia del lobisón. El lobisón (debemos explicarlo a los ayunos de noticias) es fatalmente el séptimo hijo varón de una familia. El lobisón actúa de día como persona perfectamente normal, sin signo exterior alguno que delate su embrujamiento, pero con la obscuridad se convierte en bestia temible y ululante, medio perro y medio lobo, que camina con el hocico en el suelo y es invulnerable a los garrotazos y a las balas. Quien se ha enfrentado con el lobisón y ha tenido el coraje de atacarlo a rebenque limpio, asegura que los golpes, sin hacerle mella, le retumban en las costillas igual que si estuviera hinchado a viento.

Una noche se oyeron en El Pozo los bramidos del lobisón. Los reconoció Pantaleón Porras, un estibador correntino, que ya había oído esos gritos cuando hacheaba en La Forestal. Y, divulgado el descubrimiento, las gentes se recogían temprano y en medio de la noche temblaban en sus catres al percibir los remotos aullidos de la bestia diabólica.

¿Pero quién era en El Pozo el lobisón? Se investigó y se llegó a la conclusión de que lo era Estaurófilo Zorita, individuo de mala figura y pocas palabras que tenía su rancho en una lomita a la margen de la laguna Guadalupe, y a quien con frecuencia se le arreaba a la comisaría para declarar en los robos del adyacente barrio rico de los Siete Jefes. Estaurófilo tenía varios hermanos (dos, por lo menos, en la cárcel de Coronda) y no se le conocían oficio ni amistades. Huraño, no iba ni a las carreras cuadreras de los domingos, donde nadie faltaba. Apareció por El Pozo poco antes de la última creciente. Y cuando, retiradas las aguas, volvió a su sitio, se le vio siempre, con una pala, cavar afanosamente en los alrededores de su vivienda. Se decía que enterró un tarro con las joyas y el dinero de un robo y que, a causa de la inundación, no encontraba su tesoro, por más empeño que ponía en revolver el suelo.

III.

Pantaleón Porras, el estibador, vivía con una china entrerriana y con un entenado, de apodo Farolito, muchacho de quince años, a quien quería con amor de padre. La china lavaba la ropa, bastante mal, y cocinaba bastante bien, en relación a los condimentos disponibles en el hogar. Y el chiquilín aportaba a la familia su corto sueldo de mandadero de una zapatería de la plaza España y el montoncito de monedas que al anochecer cosechaba por las calles con la venta de El Litoral.

Pantaleón y la china congeniaban. Sólo tuvieron una desavenencia, exceptuando naturalmente las sobas que solía él propinarle las veces que regresaba del boliche con unas copas de más. ¿Y a quién no le pasa lo propio? La aludida desavenencia la provocaron los celos de la china; pero la china liquidó pronto la desagradable situación; a sartenazos sacó del medio a la Greta que, con sus artes de vampiresa de conventillo, intentaba quitárselo a Pantaleón.

Farolito volvía al rancho como a las once de la noche, después de vocear y vender los diarios por el centro. Sin desvestirse, derrumbaba el cuerpo molido en unas jergas, al pie de la cama donde dormían el estibador y su mujer. Previamente debía rendir cuenta detallada de los níqueles ganados.

IV.

Farolito reveló que, al entrar al puente colgante, un animal negro, orejudo, de ojos de tigre y hechura de perro sarnoso, le siguió los pasos, pegándosele a los talones.

—Ése es el lobisón —falló Pantaleón—. Así mismito lo supe ver yo en La Forestal.

—¿No muerde?

—Calculo que no. Pero, como a toda bestia del infierno, hay que recelarlo.

—Tengo miedo —confesó Farolito.

—Si es así, podrías venirte a las casas antes del obscurecer.

—¡Los hombres valientes! —terció la china, que no se allanaba a privarse de las monedas de los diarios—. Está bien que a las mujeres nos asuste el lobisón, pero ¡a un grandulote como Farolito! ¡Que no se diga!

Y Farolito prosiguió pregonando El Litoral, y una vez colocados todos sus ejemplares, enderezaba para El Pozo. Tiritando llegaba al puente, y allí estaba el lobisón, esperándolo.

El lugar, a esa hora y en invierno, no daba otras señales de vida que la de algún camión o algún auto que pasaba estremeciendo los cables de la obra de ingeniería. Más allá brillaba, repetido en el agua tenebrosa de la laguna, el rosario de luces de la avenida de los Siete Jefes. Y el lobisón caminaba a la zaga de Farolito. Le olisqueaba las piernas y hasta una vez le lamió la mano con una lengua caliente, y cuando el chiquilín descendía el terraplén, el hechizado lanzaba unos lúgubres aullidos que se hundían en la noche quieta y erizaban el pellejo de los habitantes de El Pozo.

La verdad de lo que contaba Farolito la testimonió doña Jurisprudencia, hija de un antiguo juez de paz de la costa del Calchines y que, al quedar viuda, cayó en la miseria y se refugió en El Pozo. Doña Jurisprudencia dormía en su pieza única con un chancho y una chiva. Y cierta noche en que salió a campear a la chiva prófuga, columbró en el terraplén al canillita, perseguido por el lobisón. Haciendo cruces y conjuros, se metió presurosamente en su pocilga y aseguró con unos trastos la tabla de la puerta.

La información de doña Jurisprudencia, persona de crédito indiscutible, disipó las dudas de algún espíritu refractario a las supersticiones, que en el boliche atribuyó los relatos del chiquilín a la imaginación deformada por el julepe.

Y ahora, cuando Estaurófilo pasaba de día del terraplén a su rancho, para transformarse a la entrada del sol en lobisón, las gentes huían, las madres recogían a sus chicos y las aberturas de las viviendas se cerraban. Entonces Estaurófilo exploraba las nubes, pues tales movimientos los interpretaba como preparativos para una tormenta.

Y Farolito siguió vendiendo El Litoral.

V.

Una noche, Pantaleón, contemplando el cielo desde la cama por un ventanillo, observó como nunca de bajas a las tres Marías. Debía, por consiguiente, ser la madrugada, y aún Farolito no estaba de vuelta. ¿Qué ocurría? Inquieto, despertó de un talonazo a la china. En seguida, metiendo los pies en las alpargatas y armándose con el machete de antiguo peón de obraje, salió afuera, escaló el terraplén y entró en el puente. Reinaba completa soledad. Abajo, el agua turbia de la laguna se llenaba de estrellas. Pantaleón horadeaba las sombras con los ojos. Y de súbito, sobre la plataforma de la derecha, divisó un perro. Profirió unos gritos, casi involuntarios: "¡juera! ¡juera!", y el perro disparó hacia el otro estribo del puente; y, con el pavor del misterio, en el animal que huía reconoció al lobisón. Habría Pantaleón retrocedido para esperar en su rancho la luz de la aurora si no advirtiera un bulto sospechoso en el mismo lugar donde descubrió a la bestia. Se aproximó cautelosamente, con el machete prevenido. Lo tanteó con el pie; parecía un atado de ropa. Era una persona. Y ¡horror! era Farolito, ensangrentado y muerto. El lobisón lo había, sin duda, despedazado con sus colmillos y sus garrras. Pantaleón apretó los dientes y apretó los puños, con el tormento de la desventura y de la impotencia. Cargó luego el cadáver en sus brazos y se encaminó a El Pozo.

VI.

La policía, que para todo encuentra explicaciones, dijo que la muerte de ese menor la había ocasionado alguno de los camiones que por allí cruzan con exceso de velocidad. Y, por supuesto, el camionero culpable no podía aparecer.

Pero la cómoda hipótesis oficial no cambiaría la convicción de los moradores de El Pozo: el lobisón mató a Farolito.

Y a Farolito lo enterraron, y en su sepultura pusieron flores la Greta, la Palito, doña Jurisprudencia, la china de Pantaleón y muchas otras gentes del lugar, unidos todos por el dolor y también por el miedo de lo arcano y lo inescrutable.

Pantaleón continuó su vida, ahora torvo y sombrío. Y cuando en la alta noche aullaba el lobisón, más angustiosamente que nunca, se sacudía de pies a cabeza, pero no abandonaba su rancho. Sabía lo inútil que era clavar el machete al lobisón.

Y de golpe cesaron los bramidos. Y haría cuatro días que la fiera fabulosa no daba pruebas de existir, cuando más allá del Club de Regatas unos canoeros sacaron de la laguna el cadáver de Estaurófilo Zorita, atravesado de parte a parte por un machete de los que usan en el Norte. El médico forense dictaminó que el homicidio se había producido cuatro días antes.

La Comisaría de Investigaciones no logró despejar el misterio de este crimen.

Y el lobisón emigró de El Pozo para siempre.