Bonfiglio, el regreso

Roberto Fontanarrosa

* Contiene lenguaje adulto

—Hoy cagué un sorete negro así de grande.

Créase o no, esa fue una de las frases famosas del Calo Calógero. Y la dijo para sí mismo, serio, pensativo, midiendo el espacio considerable, casi veinte centímetros, que había establecido entre sus dos dedos índice elevados frente a sus ojos.

—Así era... Así era... —repetía, como incrédulo.

Tenía esas cosas el Calo, digamos, escatológicas, lindantes con la repugnancia. No lo hacía muy a menudo pero ese rasgo de su personalidad no gustaba a algunos integrantes de la mesa. A Marcelo, por ejemplo, que ese día estaba leyendo el diario, al otro lado de la mesa pero de costado, bien estiradas las piernas, apoyado en el respaldo de su silla, ofreciendo su perfil derecho al Calo y a Ricardo. Marcelo que, cuando el Calo dijo lo que dijo bajó un poco el diario, tensó la mandíbula, se alisó la corbata desde el esternón hasta el cinto y emitió solamente un ruido bronco, como un bramido interno, sin mirarlo al Calo.

—Impresionante... —repetía el Calo—. Impresionante —la mandíbula inferior salida hacia adelante, el ceño apretado, transmitiendo su asombro ante lo que había vivido—. De este grosor, Ricardo —el Calo cedió a Ricardo y ahora graficó, con el pulgar y el índice de su mano derecha, un círculo de unos ocho, nueve centímetros de diámetro.

—¡No digas! —comentó Ricardo, casi abarrido, golpeteando suavemente con la cucharita de café sobre el nerolite.

—No te miento... —Calo siguió con la vista perdida en el infinito, como impactado por su propio relato—. Un reptil...

Marcelo bajó definitivamente el diario, lo depositó entre sus muslos y estalló.

—¿Por qué no la terminás, pelotudo? —dijo—. ¿Por qué no te dejas de romper las pelotas con eso?

—¿Qué te molesta? —pareció sorprenderse el Calo—. No estoy contando nada malo. Es una cosa natural, cotidiana. ¿No es cierto, Ricardo?

Ricardo no dijo nada, aprobando con su silencio. Él no era un tipo de anotarse en esa línea de humor abyecto, pero gozaba cuando alguien lo hacía enojar a Marcelo.

—Además —siguió Calo—, no estoy hablando con vos, le cuento a Ricardo, entonces vos seguí leyendo el diario y hacé tu vida, querido.

—También es mala educación lo tuyo —enfatizó el tono de bronca Ricardo, dirigiéndose a Marcelo— poniéndote a leer en la mesa. Vos sos como Chiquito que llega y se pone a hablar por el celular.

—Y dale —retó Marcelo a Ricardo—. Vos hacele gracias, festejale todas las pelotudeces que dice este imbécil...

Ricardo se encogió de hombros. Marcelo subió de nuevo el diario frente a su cara, casi como procurando aislarse del relato. Ricardo retomó el golpeteo de la cucharita sobre el nerolite.

—Te juro que cuando vi eso ahí, en el inodoro —reincidió el Calo tras dos minutos de silencio— me emocioné. Te juro que me emocionó. Porque era... era... una angula, yo no sé, una morena... Un feto ese pescado que se llama morena, y que es más malo que la mierda? Bueno, así era esto, impresionante, digno de Animal Planet...

Calo hizo un silencio. Marcelo volvió a emitir un bramido apagado, agradeciendo tal vez. Pero no estaba todo dicho.

—Me emocionó, Ricardo —siguió Calo— porque pensé: "Esto lo hice yo, yo lo hice". Un sorete de ese tamaño. Y el color, Ricardo, el color... Un lingote de oro...

Cuando Calo dijo lo del lingote de oro, Marcelo se levantó y tiró con furia, de cualquier manera, pareció enojado, dejó el diario y se fue. Calógero lo señaló con el mentón, después con la lengua, riéndose sofocadamente y codeando a Ricardo.

—Se enoja. Se enoja —se reía.

—Pero dejá, boludo... —Ricardo le preocupó la deserción de Marcelo—, un día no va a venir más.

—Mirá si no va a venir más... Pero la va de fino...

—Sí... Pero vos te pasás a veces...

—La va de finoli, que le escandalizan ciertos temas.

—Te bandeás un poco, Calo...

—Me encanta envenenarle, porque se envenena, se envenena...

—Sí, pero ojo, que tiene muchos años en la mesa.

Y eso era cierto. Marcelo era de los socios fundadores y el que ufó había sabido cubrir el déficit en la mesa venía. Nadie se hacía cargo de haberlo traído, porque nunca había conseguido demasiado consenso entre los muchachos.

—¿No lo trajo el Galleta? —preguntó un día el Pitufo, cuando lo acusaron de haber sido él el responsable.

—No, a mí me parece que vino con Pedro —aventuró alguien, tal vez el Chelo. Coincidían, eso sí, en que el desembarco del Calo se remontaba hacia dos o tres años y que, cada tanto, era muy divertido.

—Es muy zarpado —terció la boca Hernán—. Se le va la mano a veces.

—Es un inimputable —concluyó Pedro, cuando aún nadie imaginaba que la conducta de Calo originaría el alejamiento de Bonfiglio de la mesa de "El Cairo". De "El Cairo" viejo estamos hablando.

Bonfiglio, es cierto, nunca se constituyó en miembro estable de la mesa, como Marcelo por ejemplo, que sí lo era. A Bonfiglio lo trajo Belmondo y en las contadas veces que se acercó al grupo le aportó, digamos, un toque de distinción. Sorprendió al principio por su elegancia, por su buena ropa, por su don de gentes, por su educación.

—Es diplomático —afirmó oportunamente Belmondo ante la curiosidad de algunos.

—Ah, no sabía —admitió el Turco.

—Claro... ¿No viste que estuvo hablando de Perú, de Panamá, de México, lugares donde estuvo trabajando? —dijo Hernán—. No... Es muy bien el tipo.

Tenía Bonfiglio, es cierto, algo como demasiado formal, circunspecto y serio que, convengamos, no encajaba bien con el grupo. Y había otro detalle que podía llegar a marginarlo: no le gustaba el fútbol.

—Pero es piola, es piola —lo reivindicaba el Turco—, porque se banca lo del fútbol, participa cuando puede, nunca se lo vio caro ni aburrido.

Tanto se integró Bonfiglio a la tertulia que nadie vio mal que se lo invitara a las cenas mensuales. Una vez el Negro sa de los titulares, como es sabido, se reúne a cenar en el Wembley. Y Bonfiglio fue un par de veces, deslumbrando con sus conocimientos generales, su trato respetuoso y, si se quiere, con un cierto barniz florido que no incluía, ni de casualidad, nada en las palabras. Mostraba a veces un costado casi infantil, ingenuo, cuando quedaba afuera de las bromas malintencionadas, o no interpretaba chistes de doble sentido. Cuando cada uno cuenta su propio candor, callaba un momento, y luego se reía de sí mismo y del chiste, como un chico, desmintiendo sus casi cincuenta años.

—Es como un pibe —decía Ricardo luego de esas cenas.

—Tarda en caer —aportó Chelo.

—Es un pelotudo —dijo Calo. Hubo un "uuhhh" un tanto escandalizado, entre los demás.

—Pobre de vos —desestimó Chelo.

—Es un pelotudo, Chelo —persistió el Calo.

—Sí, seguro. Un tipo que hace treinta años que está en la di-

plomacia, siendo diplomático de carrera, es un boludo. Para vos es un boludo...

—Es un pelotudo, Chelo —se puso serio Calo—, porque no tiene maldad.

—Seguro que el único piola sos vos.

—Porque no tiene maldad, y un tipo que no tiene maldad...

—Es muy buen tipo —se enojó Chelo.

—Un tipazo —se solidarizó el Turco.

—Pero es bueno por limitación, Chelo... —el Calo lo tomó al Chelo, amistosa y cálidamente del brazo— porque no le da el cuero para ser malo. Para ser malo hay que tener maldad, malicia, picardía. Hay dos tipos de buenos —el Calo engolló la voz, consciente de que todos estaban atentos a su teoría y que, quizás por primera vez, descubrían en él a un tipo profundo.

—El que es bueno por convicción —siguió— porque ha entendido que es más negocio ser bueno, que se duerme mejor y que se está en paz con uno mismo; y el que es bueno por limitación porque no le da el cuero para joder a nadie, porque no se le ocurre nada. El hombre con convicción tiene capacidad para hacer cagadas pero no las hace porque entiende que está mal. El otro no las hace porque no le salen, ni se le ocurren. Éste, este Bonfiglio, es bueno por limitación, porque es un boludo a cuerda que no le da el cuero ni para mentir, ni es un ingenuo, es un tarado.

—No es así. No es así —negó el Chelo—. Yo...

—¿No ves que no se lo puede integrar al grupo? —lo cortó el Calo—. ¿Cuándo se lo incluye en las bremas, en las jodas... ¿Vos te animás a hacerle una joda a ese tipo? ¿Te animás?

—Eso es cierto —aseveró Pedro.

—Tocarle el culo, por ejemplo —propuso Ricardo.

—Hablarle de lo que cagaste hoy —terció Marcelo, que no había olvidado.

—Es un pelotudo —redondeó Calo, aun sabiendo que no había logrado consenso como, ciertamente, no lo lograría nunca.

—Lo que pasa —le dijo Pedro, doctoral— es que no podemos medir a todos por nuestra propia medida, que es lamentable, o muy discutible al menos. Concluir que alguien que no pulea, que no cuenta chistes escatológicos, al que no le gusta el fútbol, es un pelotudo, me parece de un apresuramiento y una torpeza bastante considerable. Me parece.

—Yo no necesito agarrarlo para la joda a un tipo para integrarlo —dijo el Chelo, algo solemne.

—Andá a cagar —dijo el Calo. Y se quedó mirando hacia la calle como si ya se hubiera ido de la mesa y de la conversación.

Lo cierto es que justo al otro día apareció Bonfiglio. En la mesa estaban Ricardo, Pedro, Pitu, el Peruano y el Negro. Bonfiglio llegó de traje como siempre, afable, sonriente, con un hermoso abrigo marrón deblado sobre el brazo. Saludó a todos con afecto.

—Te andaba buscando Arteaga —le dijo el Calo, serio, mientras Bonfiglio se sentaba. Bonfiglio entrecerró los ojos, rebuscando en la memoria.

—¿Qué Arteaga? —preguntó.

—El que te coge y no te paga —soltó Calo, sin anestesia. Bonfiglio no dijo nada, pero sintió el impacto en el pecho y palideció. Tampoco los muchachos dijeron nada, impactados quizás por la barbaridad del Calo. Sólo Ricardo masticó una risa nerviosa, posiblemente sin saber qué hacer. Pedro y el Pitu lo miraron mal, como para fulminarlo. El Negro enseguida le preguntó algo a Bonfiglio sobre la política exterior panameña, tratando de capear el momento. Bonfiglio le respondió con monosílabos, aún impactado.

—Entró como un caballo —soltó una risotada el Calo, echándose hacia atrás en la silla, y dándole una palmada en el antebrazo al Pitu. Pero el Pitu se limitó a comerle una uña. Poco después, ligeramente apurado, Bonfiglio se levantó y se fue. Y no volvió a aparecer por "El Cairo" viejo.

Pasó mucho tiempo. Años. La Mesa, ante la triste decadencia de "El Cairo", inició una peregrinación dolente por diferentes boliches y se asentó en "La Sede".

Allí alguien preguntó por la vida de Bonfiglio y Belmondo dijo que estaba trabajando en la embajada argentina en Polonia. Que por eso lógicamente no caía por el boliche. Pero que él, Belmondo, se había comunicado con Bonfiglio un par de veces por Internet y que Bonfiglio preguntaba sobre la Mesa, se lamentaba del cierre de "El Cairo", y no parecía guardar rencor alguno por el incidente. Salvo en una ocasión recibido de parte de Calo la última ocasión en que se dejó ver.

Por su parte Calógero también desapareció por un tiempo. El Turco informó que había empezado a viajar vendiendo camiones y que por eso no aportaba. El Pitu imaginó que el Calo había percibido el malestar ocasionado por su conducta y, previendo que Belmondo, el principal disgustado por el episodio, se lo iba a echar en cara, prefería eludirlo.

Mucho después reabrió "El Cairo". Más grande, más lindo, más luminoso. La Mesa enseguida en un éxito de convocatoria, retomando con crecos su función de punto de encuentro obligado en la zona céntrica. Al punto de que muchos desaparecidos, olvidados y marginados volvieron a esa esquina. Entre ellos Calógero. Se reintegró a la Mesa como si nada, muy efusivo con todos los que fue encontrando, cariñoso.

—Es buen tipo, después de todo —consideró el Turco, nostálgico.

—Y está cambiado —puntualizó el Negro—. Más tranquilo, más mesurado, menos desbordado...

—Los años —dijo Ricardo.

Fue entonces que el Peruano comentó que lo había visto a Bonfiglio por la calle. Que estaba de paso por la ciudad, tenía la vieja muy pero muy enferma, y por eso había vuelto.

—Pero me aclaró —agregó el Peruano— que era muy difícil que pasara por acá, con ese quilombo de la vieja.

—Y la vieja debe ser ya muy veterana —calculó Hernán, que estaba también esa tarde.

—Uh... —dijo el Peruano— siete cinco, siete seis, por lo menos.

—Por debajo de las patas.

—¡No! —dijo el Chelo—. Arriba de los ochenta. Si Bonfiglio debe andar cerca por los sesenta.

—Lástima si no viene —se lamentó Pedro—. Me hubiera gustado verlo...

—Bueno... No está obligado —dijo Ricardo—. Nunca fue un integrante de fierro de la Mesa, del elenco estable.

—Ya sé, pero...

—Es diplomático —se rió el Turco—. Y un buen diplomático no olvida las relaciones públicas.

—Es diplomático —rieron todos.

Al día siguiente, apareció el hombre. Bastante más canoso, algo más delgado, igualmente elegante, amable, comedido. Los de la Mesa —esa tarde Pedrito, Gustavo, el Pitu, Calógero, el Negro, el Peruano, Ricardo— se pararon para abrazarlo.

—Sentate, sentate —le hicieron lugar entre las sillas.

—No. Me voy. Me voy —los frenó Bonfiglio, algo grave, tenso—. Ando con mi vieja, ¿vieron?

—Ah... —Ricardo adoptó un gesto severo, de ocasión—. ¿Cómo anda eso?

—Y... hay que esperar. Es muy viejita...

—Y... —intercaló Calógero, apesadumbrado— es la vida. Lo importante es que no sufra.

—No, no, por supuesto —suspiró largamente Bonfiglio—. Está tranquilita, inconsciente. No siente nada. Pero —se dirigió a todos, que ya habían vuelto a sentarse— estas cosas uno no sabe si pueden durar horas, días o meses.

—Llegado el caso... —preguntó Calógero, serio—. ¿Te podés quedar mucho tiempo?

—Y... —frunció la nariz, Bonfiglio— supongo que sí... Depende de lo que me pueda plazar en el Consejo el agregado ruso... ¿Vos leíste lo del ruso?

Calógero lo miró, confuso.

—¿Qué ruso? —preguntó.

Y con ello hubo como un silencio de vibración tensa y varios aún juran que, súbitamente, se la vieron venir.

Bonfiglio miró al Calo fijamente a los ojos. Se inclinó hacia el apuntándole al pecho con su dedo índice y musitó entre dientes, bajo pero clarito.

—El que te la puso.

Y se fue.

Al día siguiente —cuando todavía perduraba la sorpresa y la risa salvo, esta última lógicamente, en Calógero— llegó Belmondo. Se abalanzaron para contarle. Y Belmondo dijo que la madre de Bonfiglio había muerto hacía como diez años. Que no estaba seguro. Pero que podía averiguarlo.