Árboles parlantes

Alejandro Dolina

Hay que reconocer que entre los botánicos, los biólogos y las personas ilustradas en general resulta difícil encontrar quien crea en la existencia de árboles parlantes.

El obstinado silencio en que suele permanecer la aplastante mayoría de la población forestal del mundo induce a los espíritus racionales a calcular el carácter inflexible de esta regularidad.

Sin embargo, a lo largo de la historia, encontramos centenares de textos que dan cuenta de infinidad de discursos arbóreos.

En el bosque de Sherwood había un olmo enorme, al que solían consultar los cazadores. Aquel árbol aconsejaba las conductas más convenientes para cobrar las mejores piezas.

Sus respuestas, hay que reconocerlo, estaban veladas por la oscuridad de un estilo oracular o por la simple complicidad del olmo con los animales del bosque: «Si un viento del este hace volar las hojas alrededor de tus pies, busca un conejo peludo».

El árbol vivió durante muchas generaciones hasta que murió a consecuencia de la horrible enfermedad holandesa de los olmos.

En los bosques de Irlanda, algunos árboles dialogan con los buscadores de tesoros escondidos. Se conocen muchos relatos acerca de estas conversaciones, pero ninguno sobre el descubrimiento de un tesoro, lo que viene a instalarnos en una sospecha que se escribe así: los árboles de Irlanda hablan pero dicen mentiras.

El más conversador de los árboles parece ser el saúco. Las brujas y los hechiceros suelen oír sus enseñanzas que les permiten elaborar ungüentos y pociones con las flores y la madera del propio maestro.

Los poderes mágicos del saúco provienen quizá del infierno. Judas Iscariote se ahorcó colgándose de uno de estos árboles que pertenecen a la familia de las higueras. Con su madera se construyen las estacas para atravesar corazones de vampiro, las varitas mágicas y toda clase de herramientas de hechicería. Sin embargo, el árbol se encarga de advertir enérgicamente a los que desean emprender otras construcciones: «Un niño no se cría bien en una cuna de saúco, una casa de esta madera no puede conocer la prosperidad».

De la misma desventurada estirpe es el upas cuyo nombre, en javanés, significa veneno. Los primeros viajeros que llegaron a las islas Sonda dictaminaron que aquel árbol era tan venenoso que apestaba un área de treinta kilómetros alrededor de su tronco. Ningún animal podía ingresar en ese círculo sin morir inmediatamente. El veneno no dejaba rastros.

Los exploradores adivinaban la proximidad de un upas al descubrir esqueletos esparcidos por el suelo. Esta alarma resultaba tardía. Muy pronto la sangre hervía en los oídos de los viajeros, su respiración se cortaba y finalmente morían. Al parecer, el upas era un árbol locuaz. Pero no era posible acercarse lo suficiente para escucharlo.

Por suerte, aquellas toxicidades empezaron a decaer allá por el siglo XVI. En verdad, cuando los holandeses colonizaron las islas Sonda, los nativos podían pasear a la sombra árbol pero el upas ya no hablaba. Quedaba como muestra de su anterior ferocidad la condición letal de su savia, que era utilizada para humedecer las puntas de las flechas.

Se discute con frecuencia acerca del sonido de las voces de los árboles parlantes. Previsiblemente, se las compara con suspiros, murmullos y brisas. Tal metáfora facilita al escéptico atribuir cada frase al viento y a la imaginación de los paseantes.

Sin embargo, hay quien sostiene que los árboles no hablan por sí mismos sino que están invadidos por espíritus que viven en sus troncos. O que no son verdaderos árboles sino personas que han sido víctimas de algún sortilegio.

El dios Apolo cortejaba a la ninfa Dafne del modo más explícito y vulgar, de suerte que ella sólo podía evitar el encuentro amoroso huyendo a la gran carrera. Una tarde, agotadas sus fuerzas e inminente la violación, la ninfa pidió a su padre, el dios-río Peneo, que acudiera en su ayuda. Peneo la convirtió en laurel, que en griego se dice Dafne. Hoy, los escépticos se rehúsan a pasmarse ante la elocuencia de los laureles. En verdad, la que habla es Dafne.

A veces, debemos reconocerlo, los árboles hablan en virtud de un fraude liso y llano.

En la afueras de Biblos, un cedro daba respuestas oraculares. Miles de peregrinos llegaban hasta el lugar como suplicantes para oír la voz vegetal que hablaba por inspiración divina.

Ofrendas de toda clase se amontonaban en un templete vecino, custodiado por los sacerdotes de Baal. En el siglo V, el árbol se murió, o fue partido por un rayo, y quedó al descubierto una oquedad que usaban los sacerdotes para instalarse en el interior del árbol y hacer falsos vaticinios.

En el barrio de Flores, un antiguo arce tenía fama de parlanchín, aunque solamente oía. Las hermanas Iglesias tenían por costumbre confiar al árbol sus laberínticos episodios amorosos. Como en verdad estaban un poco locas, atribuían al arce unas opiniones que más tarde hacían valer ante los pretendientes que exoneraban. En cambio, en la calle Artigas, había un roble que hablaba del modo más claro y contundente.

Podría objetarse que ya había dejado de ser un árbol para convertirse en la puerta de la casa del doctor Forlenza. Según los refutadores de leyendas, bastaba dar unos golpes sobre la noble madera para oír estas invariables palabras:

—¿Quién es?

Sin embargo, vecinos más ingenuos opinaban que la puerta gemía, especialmente los martes y jueves por la noche.

Manuel Mandeb y sus amigos no dudaban en atribuir esos gemidos a Lucía, la hija del doctor Forlenza, y a sus novios fervorosos.

Según los caminantes nocturnos, la puerta contaba historias, como la del sultán que compraba rimas a los poetas académicos o la del embajador del Celeste Imperio que se desgració durante la firma de un armisticio.

Hoy, ya casada y ausente Lucía, la puerta permanece callada. Puede uno preferir la leyenda o el sentido común para decir que el roble no hablará hasta que ella no vuelva.