Abrazarte así

Roberto Fontanarrosa

Cinco minutos después llamó de nuevo. Esta vez, sí, la atendió Nelma.

—¿Nelma? —arremetió la señora—. ¿Será posible que cada vez que llamo a casa esté ocupado?

Nelma se quedó en silencio.

—¿Vos estabas hablando por teléfono?

—No, señora.

—Entonces, ¿quién estaba hablando?

—No sé, señora.

—O vos o Delia o Haydée, pero alguien estaba hablando.

Nelma hizo un nuevo silencio. Pasaba un trapo mecánica y lentamente sobre la mesita del teléfono.

—Siempre que llamo a casa hay alguien hablando —insistió la señora—. Esto lo vamos a conversar, porque yo voy a poner algún tipo de control. Así son las cuentas del teléfono que llegan a fin de mes. Parece mentira lo que se gasta de teléfono.

Nelma siguió pasando el trapo, apenas, sobre la mesita.

—Oíme —dijo la señora—, ¿estuviste mirando televisión?

—No, señora. Estuve trabajando —pareció ofenderse Nelma.

—Te digo ahora, ¿estuviste mirando televisión? ¿Qué estabas haciendo?

—Estaba arriba, descansando.

—Descansando.

—Sí.

Esta vez fue la señora la que se quedó callada.

—Es mi hora de descanso —dijo Nelma, en voz baja.

—Ya sé que es tu hora de descanso. Pero... ¿estabas mirando televisión?

—No, señora.

—Porque yo sé que a veces vos mirás televisión. Yo te escucho. Te escucho mirando la televisión.

—A veces. Pero esta vez estaba descansando.

Se hizo otro silencio.

—Bueno, mirá —dijo la señora—. Yo estoy acá en la Fundación. Me tengo que quedar clavada acá. Sabés que mañana viene Adolfo Resta, el filósofo, a dar una charla. Justamente mañana. Bueno... Te pido una cosa... ¿Vos ves a veces Abrazarte así?

—¿La telenovela?

—Sí, la telenovela.

—Sí, la veo. A veces. No siempre. Cuando puedo.

—Bueno... Mirala hoy. Yo no llego a tiempo...

—Pero... A las dos ya tengo que repasar los muebles. Usted me dijo.

—Olvidate de los muebles. Olvidate de los muebles. Mirala. Yo llego a eso de las cinco y me contás.

—A eso de las cinco —repitió Nelma, por decir algo. Repasaba ahora el marco de la ventana con la gamuza.

—Yo llamo en un rato.

—¿En un rato? Pero... la termina recién a las tres...

—Llamo para ver si están hablando por teléfono. Vamos a cortarla de una vez por todas con eso del teléfono.

—Sí, señora —dijo Nelma. Y cortó.

La señora llegó a eso de las cinco y media. Tiró el tapado y la cartera sobre el sillón grande y resopló.

—Estoy muerta —dijo, sentándose—. Es increíble la cantidad de cosas que hay que organizar para que venga este hombre. Si sabía no me metía ni loca. Y justo mañana se le ocurre venir. Preparame un té.

Nelma se marchó hacia la cocina.

—No —la detuvo la señora, sin dejar de revolver en su cartera buscando un cigarrillo—. Vení y contame. ¿Qué pasó?

—Patricio Benavídez le cuenta a Gabriela que tiene otro amor...

—Le cuenta a Gabriela... —la señora repitió casi deletreando, totalmente erguida en el sillón, los ojos muy abiertos, el cigarrillo sin encender en la mano alta—... le cuenta a Gabriela que tiene otro amor...

—Sí...

La señora inclinó la cabeza y se tomó la frente con los dedos.

—Le cuenta que se enamoró de Lisandra... —agregó Nelma.

—¿Cómo puede ser? —se indigna entonces la señora—. Qué imbécil... Qué imbécil...

—Que se enamoró de Lisandra y que piensa casarse con ella.

—¿Casarse con ella? —la señora había logrado encender su cigarrillo, pero ahora se atragantaba por el humo y el asombro—. ¡Si Lisandra ya es casada!

—Pero él no lo sabe.

—Porque tengo razón yo, es un imbécil, un imbécil... ¿Y Gabriela le dice?

—Nada.

—¿Cómo nada? —rugió la señora—. ¿Cómo nada? ¡Con el temperamento que tiene Gabriela! ¡Cuando estaban a punto de embarcarse en el crucero! ¿Cómo nada?

Nelma se encogió de hombros.

—Creo que nada —musitó.

—¿Cómo que nada? —la señora se puso de pie, airada—. ¿Cómo vos creés que nada?

—Es que llamaron el timbre en ese momento.

—¿Y llegó Rodolfo Mendizábal —se iluminó el rostro de la señora—, el hermano mayor de Patricio. Ese siempre anduvo detrás de...

—No... —vaciló Nelma.

—Ellos son cinco hermanos mellizos —indicó la señora—. ¿Sabés eso? Son cinco hermanos mellizos. ¿Has visto la novela alguna vez?

—Sí, la he visto...

—Son cinco hermanos mellizos. Cuatro multimillonarios y otro, Rodolfo Mendizábal, pobre como una rata... ¿sabés qué es así?

—No. No... Sonó el timbre acá, en la casa, y tuve que bajar a atender.

La señora se derrumbó otra vez en el sillón. Miró hacia un punto indefinido. Apretaba duramente la mandíbula.

—Te cité, te hablé entre dientes—. Te dije y te recomendé que miraras la novela. ¿Te dije o no te dije?

—Me dijo. Pero no había nadie para atender el timbre. Las chicas se habían ido.

—¿Ya se habían ido? ¿Y a qué hora se fueron?

—Era la hora en que se van —dijo Nelma—. Era la hora.

—Pero... Escuchame, Nelma... ¿Cuántos años hace que trabajás acá? ¿Diez, doce años?

—Quince, señora.

—Quince años... —reflexionó la señora—. ¿Quince años ya? —casi gritó, demudada—. Muy bien, quince años... Y sabés que cuando yo digo que se haga una cosa se hace. Sabés que cuando digo que se hace una cosa se hace. ¿Qué tenías que hacer yendo a atender el timbre, me querés decir? ¿Quién te mandó atender el timbre?

Nelma la miraba, algo confusa.

—Era de la tintorería. Le trajeron el vestido para la fiesta del viernes.

—Después. Contame —dijo la señora—. ¿Qué pasó después?

—Revisé el vestido para ver si no había venido manchado, como la otra vez.

La señora volvió a inclinar la cabeza, sosteniéndola con la misma mano donde enarbolaba el cigarrillo.

—No puedo creer que te hayas puesto a hacer eso —farfulló—. Sencillamente no puedo creerlo. Que te hayas puesto a hacer eso y no hayamos vuelto a ver la telenovela.

—No. Volví. Volví.

—¿Y qué pasó?

Nelma miró hacia el cielo raso y entrecerró los ojos, recordando.

—Llegó el cura —dijo, por último, como aliviada.

—El padre Humberto.

—Ése. Ése. Entonces el señor Patricio y Gabriela hacen como que no pasa nada, la señorita Gabriela deja de llorar...

—Llorar por ese imbécil —la señora aplastó el cigarrillo contra el cenicero como para destruirlo—. Por un pelotudo que se enamora de una sirvientita, una negrita cursienta que ya estuvo casada y además fea, horrible.

—Y el cura, entonces, le dice a Gabriela que quiere hablar con ella...

—Con Gabriela... —la señora frunció el ceño, mirando fijamente a Nelma.

—Y... le confiesa que está enamorado de Noemí.

—¿De Noemí? —rugió la señora, saltando en el asiento hasta casi quedar sentada en el borde—. Con razón... con razón la retenía tanto en el confesonario...

—Sí... que parece que Noemí es algo de la señorita Gabriela.

—La hermana, la hermana... Pero... ¡Si Noemí está casada con Ezequiel Cordiviola Gallo!

—Así le dice ella al cura —se encogió nuevamente de hombros Nelma, como marginándose del conflicto—. Y el cura le cuenta a la señora Gabriela que él siente una gran... una gran atracción... una...

—¿Una gran atracción... sexual? ¿Eso le dice? ¿Una gran atracción sexual?

Nelma aprobó con la cabeza, continuando.

—Pero que sabe que eso es un pecado y que él lleva siempre oculta, debajo de la lengua, una pastilla de cianuro. Para matarse antes de ceder a sus...

—Propios impulsos... A su calentura... —completó la señora, alelada—. ¿Y entonces?

—Ahí terminó.

—¿Ahí terminó? —la señora miró hacia todos lados, como volviendo en su enajenamiento.

—Terminó el capítulo —aclaró Nelma—. Mañana termina. Termina la novela entera. Así lo anunciaron.

—Sí. Mañana es el último capítulo, termina todo. La telenovela entera... ¿Dónde me pusiste el té?

—No se lo traje.

—¿No te lo pedí, acaso?

—Usted me dijo que...

—Un año... —la señora se recostó contra el respaldo del sillón. Había encendido otro cigarrillo y hablaba como para sí misma—... un año siguiendo esta novela, sin perderme un capítulo...

Nelma aprovechó y se marchó hacia la cocina, silenciosa.

—Y justo mañana tiene que venir este tipo para cagarme la vida —la señora se mordisqueaba una uña—. Justo mañana. A la hora de la novela. Justo mañana, parece mentira. Si sabía no me metía en este asunto de la Fundación. El tarado de Carlos me mete en esto. Como si yo estuviera rascándome todo el día.

Nelma vino con el té, deslizándose como una geisha, sin producir ruido alguno.

—Nelma... —el tono en la voz de la señora había cambiado un tanto. Se había hecho más romo, menos filoso—. Te tengo que pedir una cosa.

Nelma descrezeró luego de dejar el té sobre la mesa frente al sillón, y quedó allí, los talones juntos, las manos cruzadas sobre el delantal blanco.

—Mañana no tenés que quedar —dijo la señora, despidiendo el humo en una hebra fina, a intervalos—. Te necesito acá.

—Señora —enarcó las cejas, Nelma—. Mañana es viernes, empiezan mis vacaciones.

—Te necesito acá. Tenés que mirar el final de la novela. Nelma apretó las mandíbulas. Se quedó en silencio.

—Empiezan mis vacaciones —repitió.

—Tenés que quedarte y me contás el final. Te pago el día doble. Ya lo hemos hecho otras veces.

—Pero tengo todo preparado. Saqué el boleto de ómnibus.

—Lo cambiás. Te cobran un recargo mínimo. Te lo pago yo.

—Lo puede grabar. Puede grabar el último capítulo.

La señora saltó del sillón y empezó a caminar ampulosamente por el living.

—No entiendo esos aparatos. Además creo que está rota la casetera, el conversor, como se llame esa porquería. Cuando estaba Esteban la arreglaba Esteban. Pero ahora no lo voy a llamar para una cosa como ésa. Recién casado.

—¿Y el señor?

La señora frunció los labios casi con desprecio.

—¿El señor? ¿Vos lo viste alguna vez mirando televisión al señor? ¿O lo viste alguna vez arreglando un enchufe a ese inútil? Es apenas un... ¿Vos lo viste demasiado tiempo en esta casa al señor?

—Puede pedirle a alguna amiga —propuso Nelma.

La señora la miró con dureza. No esperaba tanta resistencia.

—¿A quién le voy a pedir? —dijo—. Lo único que me falta.

Nelma se encogió de hombros, como incapaz de advertir el problema.

—Imagina de que piensan que soy burra —osciló la cabeza arriba y abajo la señora, con bronca—. Que no soy una intelectual como ellas... Si se enteran de que miro una telenovela, lo que no van a decir... ¡Lo que no van a decir... Lo que participo en la organización de la charla de Adolfo Resta y que al mismo tiempo miro telenovelas... Ellas... Las intelectuales... Las conozco a esas yeguas...

La señora aplastó otro cigarrillo, casi entero, en el cenicero.

—Tenés que quedarte, Nelma —repitió, de nuevo armada, de nuevo hostil.

Nelma la miró en silencio.

—Quince días —dijo después.

—¿Cómo?

—Quince días de vacaciones, en lugar de diez.

—¿Cómo? Pero... ¿y en el volviste loca! ¿Quince días?

Nelma se mantuvo abroqelada en su mutismo.

—Yo soy una boluda —dijo la señora, yendo hasta su cartera para sacar un nuevo atado de cigarrillos—. Yo soy una pelotuda boluda. Te doy todo, te tengo en blanco, te hago los aportes, te respeto los descansos... ¿para qué, para qué digo yo? Para que me salgas con una cosa así... Para que me agarrés de tarada...

Hizo un bollo con el atado vacío y lo tiró contra el piso. Caminaba de un lado al otro del living, volátil.

—Debería haberte echado como la eché a la otra, a la María —amenazó—, apenas rompió el primer vaso. Lo mismo tendría que haber hecho con vos. Es increíble, parece mentira, la ingratitud. Estarías en la calle, trabajando de prostituta en un cabaret de cuarta, si yo no te hubiera tomado. Quince años matándote al hambre para que ahora me salgas con esto.

Nelma, simplemente, la miraba. La señora dio una vuelta en torno al sillón y luego volvió a sentarse. Resopló como una ballena. Miró a Nelma a los ojos.

—Está bien —dijo—. Quince días.

Al día siguiente la señora volvió casi a las seis. Tiró la cartera, varias carpetas y un diploma arrollado sobre el sillón y llamó a Nelma a los gritos.

—¿Quién estuvo hablando por teléfono? —la interrogó, apenas Nelma apareció en el living. Nelma se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Nadie. Por supuesto. Nadie —la señora abrió compulsivamente la cartera y sacó el atado de cigarrillos—. Nadie hablaba. Yo llamado como una loca para que me contaras de la novela y daba siempre ocupado. Siempre ocupado. Sentate ahí —señaló una silla frente a su sillón.

—¿Acá? —vaciló Nelma, temerosa. Nunca se había sentado frente a su patrona. Se sentó.

—Contame.

Nelma tensó un par de veces los músculos de su cuello. Parecía conmovida.

—Patricio... —dijo.

—¿Qué...? —contuvo la respiración la señora.

—Patricio...

—¿Qué?

—Muere.

La señora se llevó la mano derecha a la boca, tapándola, y la mantuvo allí casi un minuto. Sus ojos estaban desmesurada damente abiertos y se habían recubierto de una veladura acuosa.

—¿Cómo!... —atinó a preguntar cuando se repuso.

—El va a hablar con Florencia... —la voz de Nelma tampoco era firme—... y Florencia le cuenta que ella ya había estado casada, casada con un hombre que ahora trabajaba como custodio privado de un poderoso industrial, y que era un hombre muy violento...

—El custodio.

—El custodio. Y que se le había aparecido un par de veces a verla en los últimos tiempos para saber cómo estaban el nenito, y que si se enteraba de que Patricio andaba atrás de ella era capaz de matarlos a los tres...

—¿A los tres?

—Al nenito también.

—¿Y qué culpa tiene la pobre criatura?

—Parece que el que era marido de Florencia era un hombre muy violento, muy ignorante...

—Esos negros son capaces de cualquier cosa... ¿Y Patricio?

—El señor Patricio, entonces, se marcha. Le dice a Florencia que está dispuesto a morir por su amor, pero que no puede permitir que algo malo le ocurra al chiquito. Se vuelve, entonces, con la niña Gabriela. Pero cuando vuelve a la casa de la niña chalecito donde iba a pasar las vacaciones con su familia cuando era chico, en Tanti...

Ambas mujeres quedaron en silencio, mirándose, a unos cuatro pasos una de otra. Lentamente, la señora estiró sus brazos hacia Nelma, caminó esos cuatro pasos y la abrazó con fuerza. Al principio Nelma, sorprendida, no retribuyó el abrazo pero luego, cuando ya ambas lloraban desconsoladamente, también estrechó a la señora entre sus brazos. Estuvieron así, bastante tiempo.

Quince días después, la mañana en que Nelma volvió de sus vacaciones, no encontró a la señora, que se había ido de compras al centro. La recibió otra de las mucamas, Delia, quien, sin decirle nada, le estiró un sobre conteniendo un cheque por el importe de su último sueldo, lo que le correspondía por las vacaciones y la indemnización por despido. Nelma firmó y recibió sobre la misma mesita que solía usar la señora para dejar las cosas cuando volvía al mediodía. Después subió a su pieza, tomó las pocas ropas que había dejado y se fue de casa.