
Silvina Ocampo
(Buenos Aires, 1903 - 1993). Silvina Ocampo fue una escritora, cuentista, poeta y artista plástica argentina. Se destacó especialmente en los géneros de la literatura fantástica y policíaca. Fue autora, entre otros, de los libros de cuentos "Viaje Olvidado" y "La Furia", y de la novela "Los Que Aman, Odian", escrita en colaboración con Adolfo Bioy Casares, quien fuera su marido.
Cielo de claraboyas
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
El vendedor de estatuas
Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres y profesores gordos.
Madame Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el mismo miedo que se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
La Expiación
Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama.
-Voy a mostrarles una prueba -nos dijo.
-¿Van a contratarte en un circo? -le pregunté.
La Voz
El otoño se parece más al verano que el verano. Era un día caluroso de otoño. Con mi vestido de seda azul y el perrito pequinés que me habían regalado para mi cumpleaños llegué a casa de mi novio. Recuerdo patente aquel día.
—Los celos rigen el mundo —decía la señora de Yapura, creyendo que yo no me casaba con Romirio por celos—. Mi hijo duerme solo con el gato.
Yo no me casaba o no me decidía a casarme con Romirio por otros motivos. A veces las palabras que las personas dicen dependen de la entonación de la voz con que las dicen. Parece que divago, pero hay una explicación. La voz de Romirio, mi novio, me repugnaba. Cualquier palabra que pronunciara, aunque tuviera mucho respeto por mí al decirla, aunque no me tocara ni un dedo del pie, me parecía obscena. No podía quererlo. Esta circunstancia me apenaba, no por él sino por su madre, que era generosa y buena. El único defecto que se le conocía eran los celos, pero ya era vieja y los habría perdido. ¿Y acaso hay que creer en las habladurías? La gente contaba que se casó muy joven con un muchacho que pronto la engañó con otra. Al sospechar la cosa, ella vivió un mes sin dormir tratando de descubrir el adulterio. Descubrirlo fue como una cuchillada que recibió en el corazón. No dijo nada, pero aquella misma noche, cuando su marido dormía a su lado, se le echó al cuello para estrangularlo. La madre de la víctima acudió para salvarlo; si no hubiera sido por ella habría muerto.
Mi noviazgo con Romirio se prolongaba demasiado. «¿Qué es una voz?», pensaba yo, «no es una mano que acaricia con insolencia, no es una boca repulsiva que intenta besarme, no es el sexo obsceno y protuberante que temo, no es material como las nalgas ni caliente como un vientre». Sin embargo, la voz de Romirio significaba algo mucho más desagradable que todo eso para mí. ¡Cómo soportaría que un hombre viviera a mi lado repartiendo esa voz a quien quisiera oírla! Esa voz visceral, impúdica, escatológica. ¿Pero quién se atreve a decir a su novio: «tu voz me desagrada, me repugna, me escandaliza, es como en el catecismo de mi infancia la palabra lujuria»?
Nuestro casamiento se postergaba indefinidamente, sin que existieran, aparentemente, verdaderos motivos para ello.
Romirio me visitaba todas las tardes. Rara vez yo iba a su oscura casa, porque su madre, que era enferma, se acostaba temprano. Asimismo, me gustaba mucho el jardincito, lleno de sombras, y Lamberti, el gato barcino de Romirio. Novios tan recatados como nosotros no existían en todo el vecindario. Si nos besamos una vez durante el verano de aquel año fue mucho. ¿Tomarnos de la mano? Ni por broma. ¿Abrazarnos? Ya no se usaba bailar abrazados. Este desusado comportamiento hacía sospechar que no nos casaríamos nunca.
Aquel día llevé a casa de Romirio el perrito pequinés que me habían regalado. Romirio lo tomó en brazos para acariciarlo. ¡Pobre Romirio, le gustaban tanto los animalitos! Estábamos sentados en la sala como de costumbre cuando el pelo de Lamberti se erizó y con un ruido de escupida huyó de nuestro lado volteando una maceta con flores. Llorando me llamó al día siguiente la señora de Yapura: aquella misma noche, como siempre, Romirio durmió con Lamberti en su cama, pero en medio de la noche el gato enfurecido le clavó las uñas a Romirio en el cuello. La madre acudió al oír los gritos. Logró arrancar el gato del cuello de su hijo y lo estranguló con una correa. Dicen que nada es tan terrible como un gato enfurecido. No me cuesta creerlo. Los detesto. Romirio quedó sin voz desde entonces y los médicos que lo vieron dijeron que no la recobraría jamás.
—No te casarás con Romirio —dijo llorando su madre—. ¡Por algo yo le decía a mi hijo que no durmiera con el gato!
—Me casaré —le respondí.
Amé a Romirio desde aquel día.