Yo llevo rotos los zapatos y la amiga con la que vivo en este momento también lleva rotos los zapatos. Si le hablo del tiempo en que yo seré una vieja escritora famosa, ella inmediatamente me pregunta: «¿Qué zapatos llevarás?» Entonces yo le digo que llevaré zapatos de gamuza verde, con una gran hebilla de oro a un lado.
Yo pertenezco a una familia en la que todos llevan zapatos buenos y nuevos. Mi madre, incluso, tuvo que encargar que le hicieran un armarito especial para guardar los zapatos: tantos eran los que tenía. Cuando vuelvo con ellos, lanzan gritos de indignación y de dolor a la vista de mis zapatos.
Pero yo sé que también con los zapatos rotos se puede vivir. En el período alemán me encontraba aquí, en Roma, sola, y no tenía más que un par de zapatos. Si se los hubiera enviado al zapatero, me habría tenido que quedar dos o tres días en la cama, cosa que no me era posible. Por tanto, seguí llevándolos y, para colmo, llovió: notaba cómo se iban deshaciendo lentamente, cómo se volvían blandos e informes, y sentía el frío del empedrado en las plantas de los pies. Es por eso por lo que también ahora llevo siempre los zapatos rotos: me acuerdo de aquellos y no me parecen ya tan rotos por comparación, y cuando tengo dinero prefiero gastarlo en otra cosa, porque los zapatos no son ya para mí algo esencial. Fui mimada al principio por la vida, siempre rodeada de un afecto tierno y vigilante, pero aquel año en Roma estuve sola por primera vez, y por eso Roma me es tan querida, aunque está cargada de historia para mí, cargada de recuerdos angustiosos y de algunas pocas horas dulces. También mi amiga lleva los zapatos rotos, y por eso nos sentimos a gusto juntas. Mi amiga no tiene a nadie que le reproche los zapatos que lleva; sólo tiene un hermano que vive en el campo y que se pasea con botas de cazador. Ella y yo sabemos lo que pasa cuando llueve y las piernas están desnudas y mojadas, y en los zapatos entra el agua, y se produce ese pequeño rumor a cada paso, esa especie de chapoteo.