
Manuel Mujica Lainez
Manuel Bernabé Mujica Lainez (1910, Buenos Aires - 1984, La Cumbrecita) fue un crítico de arte, periodista y escritor argentino. Es especialmente conocido por su ciclo de novelas históricas La saga porteña, el cual incluye, entre otros, a Los ídolos, Los viajeros e Invitados en el paraíso, como así también por sus novelas fantásticas como Bomarzo (1962) y El laberinto (1974) y la colección de relatos de ficción histórica Misteriosa Buenos Aires (1950).
El espejo desordenado (1643)
Simón del Rey es judío. Y portugués. Disimula lo segundo como puede, hablando un castellano de eficaces tartamudeos y oportunas pausas. Lo primero lo disfraza con el rosario que lleva siempre enroscado a la muñeca, como una pulsera sonora de medallas y cruces, y con un santiguarse sin motivo. Pero no engaña a nadie. Asimismo es prestamista y esto no lo oculta. Tan holgadamente caminan sus negocios, que sus manejos mueven una correspondencia activa, desde Buenos Aires, con Chile y el Perú. Se ha casado hace dos años con una mujer bonita, a quien le lleva veinte, y que pertenece a una familia de arraigo, parapetada en su hidalguía discutible. La fortuna y la alianza han alentado las ínfulas de Simón, hinchándole, y alguno le ha oído decir que si se llama del Rey por algo será, y que si se diera el trabajo de encargar la búsqueda a un recorredor de sacristías, no es difícil que encontraran un rey en su linaje.
—Pero no lo haré —comenta, mientras acaricia el rosario—, porque no me importa y porque fose caer en pecado —aquí tartamudea— de vanidad.
Vive en una casa modesta, como son las de Buenos Aires. La ha adornado con cierto lujo, haciendo venir de España y de Lima muebles, cristales, platerías y hasta un tapiz pequeño, tejido en Flandes, en el cual se ve a Abraham ofreciendo a Melquisedec el pan y el vino.
El hambre (1536)
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
La casa cerrada (1807)
“… Quizá lo más lógico, para la comprensión plena de lo que escribo, fuera que yo le hablara ante todo, Reverendo Padre, acerca de la casa que de niños llamábamos “la casa cerrada” y que se levanta todavía junto a la que fue del doctor Miguel Salcedo, entre el convento de Santo Domingo y el hospital de los Betlemitas. Frente a ella viví desde mi infancia, en esa misma calle, entonces denominada de Santo Domingo y que luego mudó el nombre para ostentar uno glorioso: Defensa.
¡Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mí la casa cerrada! Y no solo a nosotros. Recuerdo haber oído una conversación, siendo muy muchacho, que mi madre mantuvo en el estrado con algunas señoras y en la cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también las asustaba y atraía, con sus postigos siempre clausurados detrás de las rejas hostiles, con su puerta que apenas se entreabría de madrugada para dejar salir a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los franciscanos y, poco más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito decirle quiénes habitaban allí. Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo sabíamos nosotros: eran una viuda todavía joven, de familia acomodada, y sus dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas crecieron al mismo tiempo que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis hermanos ni conmigo ni con nadie que yo sepa, una palabra. Se rebozaban como monjas para concurrir al oficio temprano. Luego conocí el motivo de su enclaustramiento. Por él he sufrido mi vida entera; a causa de él le escribo hoy con mano temblorosa, cuando la muerte se aproxima. Debí hacerlo antes y lo intenté en varias oportunidades, pero me faltó audacia.
En una ocasión —ellas tendrían alrededor de quince años— pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura de deslizarnos hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. ¡Todavía me palpita el corazón al recordarlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que junto a ellas vivía y, silenciosos como gatos, conseguimos asomarnos con terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas, sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo Padre, con una hermosura blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal. Las mirábamos desde la altura, escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume penetrante ascendía de sus cabelleras negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde entonces no puedo oler un jazmín sin que en mi memoria renazca su forma blanca y negra. Fue la única vez que las vi, hasta lo otro, lo que le narraré más adelante, aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.
La galera (1803)
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, solo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.