El verano pasado renté una pequeña casa de campo a la orilla del Sena, a varios kilómetros de París, y todas las noches iba a dormir ahí. Al cabo de una semana, conocí a uno de mis vecinos, un hombre de treinta a cuarenta años y el tipo más curioso que jamás había visto. Era un viejo barquero, pero un barquero empedernido, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Seguro nació en un bote y seguro morirá en la botadura final.
Una tarde que paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. De inmediato el buen hombre se animó, se transformó, se volvió elocuente, casi poeta. Tenía una gran pasión en el corazón, una pasión devoradora e irresistible: el río. Esto fue lo que me dijo:
¡Ah! ¡Cuántos recuerdos tengo de este río que usted ve correr ahí, cerca de nosotros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es el río. Pero escuche a un pescador pronunciar esta palabra. Para él es una cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y las fantasmagorías, donde se ven, en la noche, las cosas que no son, donde se escuchan ruidos que no se conocen, donde uno tiembla sin saber por qué, como atravesando un cementerio: y, en efecto, es el más siniestro de los cementerios, ese donde no se tiene tumba.