Era una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a nadie. Todos decían: «Es una buena madre. Adora a sus hijos». Sólo ella y sus mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas.
Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.
Pero, aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas perspectivas, pero esas perspectivas nunca se materializaban. Y aunque conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la escasez de dinero.