
Ambrose Bierce
Ambrose Bierce (Meigs County, 1842 - ?) fue un periodista, editor y escritor estadounidense, especialmente reconocido por su estilo distintivo de escritura de ficción, en el cual conjugaba comienzos abruptos, imágenes oscuras, referencias vagas al tiempo y eventos imposibles.
Fue un escritor prolífico y versátil, considerándosele uno de los periodistas más influyentes de su generación en los Estados Unidos y un pionero en el género de la ficción realista. Desapareció en México durante un viaje en 1913 y nunca más volvió a ser visto.
El incidente del Puente del Búho
I.
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores». Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
La Ventana Cerrada
En 1830, solo a unas cuantas millas de distancia de lo que es ahora la gran ciudad de Cincinati, se extiende un bosque inmenso y casi intacto. La región fue escasamente habitada por gente de la frontera, espíritus inquietos que no en poco tiempo levantaban casas relativamente habitables en medio de la soledad y alcanzaban un grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia para después, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza, abandonarlo todo y avanzar más hacia el oeste, para encontrar allí nuevos peligros y privaciones en su esfuerzo por recuperar las exiguas comodidades a las que habían renunciado de manera voluntaria. Muchos ya habían abandonado la región para irse a lugares más remotos, pero entre los que aún quedaban había uno que pertenecía a aquellos que llegaron primero. Vivía solo en una cabaña de troncos rodeada completamente por el inmenso bosque, con una lobreguez y un silencio de los que él parecía formar parte, pues ninguno lo había visto sonreír ni pronunciar una palabra innecesaria. Sus sencillas necesidades las cubría vendiendo pieles de animales salvajes en el pueblo del río, pues no cultivaba ni una sola cosa en esa tierra que, de ser necesario, él podría haber reclamado como propia por derecho de posesión pacífica. Había evidencias de “mejoras”: algunos acres del terreno circundante a la casa habían sido despejados de árboles, cuyos troncos quedaban medio ocultos por los nuevos brotes que surgían para reparar la destrucción llevada a cabo por el hacha. Aparentemente, el entusiasmo de aquel hombre por la agricultura se había extinguido con una débil llama, expirando en cenizas de expiación.
La pequeña cabaña de troncos, con una chimenea de palos, el techo de tablas torcidas prensadas con travesaños y su “grieta” de arcilla, tenía una única puerta y, directamente opuesta, una ventana. Esta última, sin embargo, estaba tapiada; nadie podía recordar una época en la que no lo hubiera estado. Y nadie sabía por qué permanecía cerrada de esa manera; desde luego no se debía a una aversión de su ocupante hacia la luz y el aire, pues en las contadas ocasiones que algún cazador cruzó por ese solitario rincón, al recluso se le había visto asoleándose en la puerta de entrada, al menos cuando el cielo le proporcionaba el sol necesario. Imagino que habrá muy pocas personas vivas que hayan conocido alguna vez el secreto de esa ventana, pero yo soy una de ellas, como verán.
Se decía que el hombre se llamaba Murlock. Por su apariencia parecía de setenta años, pero en realidad tendría unos cincuenta. Algo adicional al peso de los años había tenido que ver con su envejecimiento. Tenía blancos el pelo y la larga y espesa barba, hundidos los ojos grises y sin brillo, el rostro arrugado de una manera particular, con pliegues que parecían pertenecer a dos sistemas que se interceptaran. De físico era alto y enjuto, con los hombros encorvados como si soportaran un gran peso. Nunca lo vi personalmente; estos detalles los aprendí de mi abuelo, a quien también le oí la historia del hombre cuando yo era un muchacho. Él lo conoció cuando vivía por los alrededores en aquella época pasada.
One Summer Night
The fact that Henry Armstrong was buried did not seem to him to prove that he was dead: he had always been a hard man to convince. That he really was buried, the testimony of his senses compelled him to admit. His posture -- flat upon his back, with his hands crossed upon his stomach and tied with something that he easily broke without profitably altering the situation -- the strict confinement of his entire person, the black darkness and profound silence, made a body of evidence impossible to controvert and he accepted it without cavil.
But dead -- no; he was only very, very ill. He had, withal, the invalid's apathy and did not greatly concern himself about the uncommon fate that had been allotted to him. No philosopher was he -- just a plain, commonplace person gifted, for the time being, with a pathological indifference: the organ that he feared consequences with was torpid. So, with no particular apprehension for his immediate future, he fell asleep and all was peace with Henry Armstrong.
But something was going on overhead. It was a dark summer night, shot through with infrequent shimmers of lightning silently firing a cloud lying low in the west and portending a storm. These brief, stammering illuminations brought out with ghastly distinctness the monuments and headstones of the cemetery and seemed to set them dancing. It was not a night in which any credible witness was likely to be straying about a cemetery, so the three men who were there, digging into the grave of Henry Armstrong, felt reasonably secure.
Una Noche de Verano
El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era un motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas que rompió fácilmente sin que se alterase la situación —, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.
Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.
Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.