
Alberto Laiseca
Alberto Laiseca (Rosario, 1941 - Buenos Aires, 2016) fue un escritor y poeta argentino. Su obra se caracterizó por un estilo grotesco y surrealista, con influencias de autores como Edgar Allan Poe, H. Rider Haggard y Julio Cortázar. La monumental novela fantástica Los Sorias (1998), de 1400 páginas, más el libro de cuentos Matando Enanos a Garrotazos (1982), son algunas de sus obras más reconocidas.
En televisión es especialmente recordado por sus narraciones en el ciclo Cuentos de Terror con Alberto Laiseca, programa emitido por la señal argentina iSAT entre 2002 y 2005. La Cuentoneta alberga una storylist particular en la cual se incluyen estas narraciones, con cuentos en formato texto + video, la cual puede ser consultada en este link.
A Las ricas empanadas
—Virgilito: esta noche te voy a contar un cuento muy especial. Vos sabés que yo soy una gran cocinera. Una de mis especialidades son las empanadas. Te voy a contar un cuento con empanadas. Pero empanadas con un relleno especial, como para rechuparse los dedos.
“Allá en el viejo San Telmo, en las épocas del Restaurador, de Don Juan Manuel, había una negra que fabricaba y vendía empanadas. Todos se las sacaban de las manos. Eran las más ricas de Monserrat y San Telmo juntos.
“Un marido tenía la negra: haragán, malo y borrachín. La fajaba muchísimo a la negra. Pero lo más pior es que la engañaba con otras mujeres. Borracho y malo como no se había visto nunca. Siempre volvía tarde a casa. Tenía un cinturón de cuero con hebilla bien grande, y con la parte de la hebilla es que le pegaba. La negra ya se estaba cansando. A ese negro malo le gustaba mucho fajarla en los pechos, que es donde nos duele más a nosotras las mujeres. Un buen día de ésos la negra se hartó. No lo aguantó más a su marido. El tipo estaba durmiendo la mona arriba del catre y la negra le clavó en el pecho una aguja de tejer bien afilada. Se la clavó entre las costillas, como pa’ que la sangre le quede adentro. La aguja entró muy fácil. A los vecinos pensaba decirles que su marido la había dejado, cosa que a nadie le iba a costar creer porque era un negro malo. Nadie lo quería. La cuestión es que la negra se pasó toda la noche trabajando. Tanto pa’ pelá el costillar, como pa’ la fritanga. La negra trabajó y trabajó. De una se fabricó como cien empanadas. Y por la mañana, bien tempranito, salió a venderlas, a vocear la mercancía: “¡Empanadas! ¡A las ricas empanadas!”. Todos los vecinos se le fueron al humo porque sabían que eran riquísimas las empanadas de la negra. Enseguida las vendió todas. Incluso hubo uno que no aguantó las ganas y se probó una ahí mismo. “¡Mmh! ¡Qué gusto raro!”. Al primer bocado enseguida puso cara como de “¡¿Qué es esto?!”. “¿Y el marido?”. “Desapareció”. Ah: y ahí se pasó la voz entre todos los vecinos: que la negra lo había metido al marido dentro del relleno. No sé cómo hicieron para darse cuenta, porque la carne estaba bien condimentadita. Pero igual se dieron cuenta. Entonces la denunciaron a la Mazorca. La gente de Rosas vino hasta la casa de la negra y encontraron cuatro tinajas bien grandes, llenas de salmuera, y con su marido que estaba picado fino. Al esqueleto lo había enterrado en el piso de la casilla. La fusilaron, pobre mujer.
Chanchito con Manzana
Virgilito, el niño de la familia, era muy cruel con la negra Tomasa. Sabía que la pobre mujer les tenía fobia a las arañas. Bastaba con que viese una (hasta la más chiquitita) para que entrase en pánico. Entonces él, durante todo el día, la acosaba:
—Tomaaasaaa… Tomaaasaaa… ¿A que no sabés lo que te pasó por detrás de las polleras?
—¿Qu… qué me pasó?
—Una araña. Grande, gorda, negra. Negra como vos. Ja, ja, ja…
Todo el día la estaba verdugueando. Pero a la noche venía la venganza de la negra, porque le contaba cuentos de terror. Era una cosa doble, porque por un lado el pibe tenía mucho miedo y después no podía dormir, pero por otro le gustaba.
El Criadero de Chanchos
—Virgilito: vos me pedís siempre que te cuente cuentos, todas las noches. Pero después no podés dormir. Yo no sé si seguir contándote cuentos.
—Sí, contame. A mí me gustan.
—Bueno, pero ¿sabés qué pasa? El cuento que se me ocurrió contarte esta noche yo ni sé si debo contártelo, porque es un cuento tan horrible…
—Contámelo, contámelo.
—¿Estás seguro, vos?
—¡Sííí, contámelo! A mí me gusta.
—Bueno, está bien. Usted pide, yo le doy.
“Ahí en el distrito de Suipacha, en la provincia de Buenos Aires, había hace muchos años un chacarero, muy bueno, que vivía con su mujer y su hijito. El chico se llamaba Oscar (Oscarcito). Era gente muy buena. El hombre tenía un criadero de chanchos. Serían como setenta animales. Y un buen día de ésos, para profundo horror de ellos, la mujer se murió. El hombre y Oscarcito se quedaron locos de dolor.
“Vos tal vez sepas, Virgilito, cómo es un criadero de chanchos, y si no sabés te cuento. Hace falta mucha agua en los criaderos. Mucha agua. Porque Página 321 el chancho es un animal muy sucio y cada tanto vos tenés que limpiar toda la porquería. En los criaderos hay unas especies de acequias, que hacen los patrones, para abrir y largar el agua que va al campo. Entonces pasan cosas raras, se forman verdaderos pantanos. El agua, junto con la porquería del chancho, hace arriba una especie de capa, de corteza. Sobre todo en enero, cuando hay mucho calor, la parte de arriba, esa corteza, se seca y abajo está todo el pantano, está toda el agua. Parece que estuviera seco. Pero vos pisás ahí y te hundís. Te podés ahogar. Porque a veces son muy profundos. Ha pasado que hasta los mismos chanchos, y eso que son bichos muy entendidos, se ahoguen. Y quedan flotando, porque se pudren. Se hinchan y quedan flotando en esa cosa que parece seca pero en realidad es el principio del pantano. El principio de la muerte.”
El Hambre de los Muertos
La negra Tomasa, todas las noches, acostumbraba contarle cuentos espantosos al niño de la casa. El chico se llamaba Virgilito. Era una relación rara la de la negra con Virgilio, porque el pibe se moría de miedo con los cuentos que le contaba la mujer pero al mismo tiempo le gustaban.
—¿Virgilio… te parece que esta noche… te parece que… esta noche también te cuente un cuento?
—Sí, contame.
—¿Pero estás seguro? Mirá que este cuento es bastante espantoso, eh.
—No importa. Contameló. Me gustan.
—Bueno… si vos mismo lo pedís… Ta’ bien. Yo te lo cuento. Después no te quejés, ¿eh? No te vas a quejar después.
“Allá en el viejo San Telmo, cerca del Bajo, había una casa en esquina, formando ochava. Creo que todavía existe esa casita. Estaba habitada por negros. Como era un lugar muy chiquitito los negros estaban apilados uno arriba del otro. Y un buen día de ésos vino la fiebre amarilla y los mató a todos. Así que la casa quedó llena de espíritus. Se sentían ruidos raros ahí. La gente no se animaba a pasar. Alaridos. Gemidos. “¡Me quemo! ¡Me quemo! ¡Tengo fuego en la cara, en la cabeza! ¡Agua! ¡Agua!”. Y no había nadie. El lugar estaba vacío.
Fabricantes de vampiros
Recorrían los caminos y los pequeños pueblos de la Alemania medieval. Eran tres: Severo, Angélico y Piadoso.
Poseían dos carromatos que contaban con todos los elementos de su oficio. Allí también comían y dormían.
Estos vehículos ostentaban carteles en su parte externa que decían: «Doctores en vampirismo», «Destructores de muertos que caminan, chupasangres y devoradores de carne humana».
La Venganza de la Mulata
—Esta historia que viene es un poco espantosa, tengo que reconocer. No es como las otras. Según mi abuela me contó, ahí en Monserrat, había una negra joven y linda. Le había echado el ojo un negro fortachón, alto, delgado, guapo pa’l trabajo. Lindo tipo de hombre. Los dos se gustaron y ya se hablaba de casorio. Pero qué pasó. A la negrita la envidiaba una mulata, media fiera y bastante bruja, que también gustaba del Pedro. Pero a ella él ni la miraba, porque su negra tenía mucho de todo y la otra poco de cualquier cosa.
—No entiendo.
—No importa. Cuando seas grande ya vas a entender. La cuestión es que la mulata juró venganza. “Me robó el macho”, decía. Mentiiira, si el Pedro ni la miraba. Entonces hizo como que quería hacerse amiga de la otra, pa’ embrujarla. Le negra era media zonza, como que no podía maliciar la maldad. Así que un buen día de ésos la mulata la invitó a su enemiga con un plato de mazamorra. La muy pavota se lo comió todito sin saber que adentro’ el plato le había puesto un maléfico… un diablo de los más fuertes. Como a la hora, más o menos, la chica se empezó a sentir mal. A la noche estaba muerta. El Pedro parecía un chico de lo mucho que la lloró a su negra. Como si hubiese maliciado a quién le debía la desgracia, a la mulata no la dejó entrar al velorio.
“Habrán pasado dos días que a la mujer la habían enterrado, cuando en el barrio se escuchó una risa, espantosa: “Jaá, jaá, jaá, jaááá”. Salía como de la casa de la bruja.”
“Pasaron cuatro años y la Municipalidad mandó cavar la parte humilde del cementerio. Había que sacar a los difuntos para poner otros nuevos, porque a nosotros los pobres ni de muertos nos dejan descansar. Cuando abrieron el cajón de la negra vieron que el esqueleto estaba medio dado vuelta. Los bracitos para adelante, como si hubiese arañado, y la boca abierta. Ahí se supo por qué se reía tanto la bruja aquella noche: porque en ese momento la negra se acababa de despertar. Los que trabajan con el maléfico ven de lejos. Estaba gozando con la desesperación de la otra. Las mulatas son lo más pior que puede haber. Y te lo digo yo, que soy negra. Y ahora sí se terminó. Pónete a dormir.”
La cabeza de mi padre
Interior de un manicomio, en su enorme sala. Vemos a un hombre sentado sobre un banquito. Entre sus manos un pequeño palo con hilo en la punta; en el extremo del cordel ha atado un papelito que hace de carnada. El loco cree estar pescando en aguas ilusorias. Cada tanto hace como que saca un enorme ejemplar. Dice:
“Por aquí pasan las aguas del Ebro. Los peces están muy hambrientos. Un pedazo de papel basta para atraparlos. Ellos pican ¡Pican!”.
Cerca del interno hay otro paciente. Pega manotazos intentando poner a raya a invisibles presencias
Querida: Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo
Es un matrimonio grande. Hace ocho años que viven juntos. Nunca fueron ricos pero tampoco faltó el dinero en la casa. A medida que crecen los problemas de la estabilidad económica en el país, la esposa se torna más temerosa. Raya lo patológico. “Mi madre me dio estructura. Mi hombre me tiene que dar seguridad”. Él intenta explicarle que, desde la época del neolítico, la seguridad no existe. Siempre habrá problemas. Sólo queda trabajar, estar unidos a nivel de pareja y confiar. La mujer, sin embargo, está cada vez más paranoica. Él se desespera porque la ama. Comprende que la va a perder.
Muy triste y preocupado el marido va a un bar a tomar una cerveza y a pensar en su problema. Desde una mesa próxima EL HOMBRE RARO lo mira con profunda atención. “Me parece que usted tiene un drama muy serio”, dice EL HOMBRE RARO. “¿Tanto se me nota?”. “Me temo que sí”. En el curso de la conversación comprendemos que EL HOMBRE RARO es el Demonio. Le ofrece un pacto mediante el cual podrá recuperar a su mujer pues ya no les faltará dinero. “Pero quédese tranquilo: su alma me aburre. No me interesa para nada. A ésa puede llevársela el Otro. Hace miles de años, cuando yo era joven e inexperto, confieso que tenía ciertas… debilidades espirituales. Ahora las almas humanas me hacen morir de tedio. Prefiero los cuerpos. Que los premios y los castigos se resuelvan aquí, en el mundo de la materia. En cuanto al sufrimiento eterno… Todos gritan igual a la hora de la tortura. Ya me tienen harto. Un buen día de éstos voy a soltar a todas las almas que tengo bajo mi custodia. Y ahí lo quiero ver al Otro. No va a tener más remedio que recibirlas y se va a desesperar muchísimo. Él me necesita, ¿se da cuenta? ¿No leyó usted la historia del Dr. Henry Jekyll y de Mr. Edward Hyde? Yo soy el Mr. Hyde de Él y me estoy cansando de ser un chico malo y obediente. Sííí: ahora sólo me interesan los cuerpos”.
El pacto que le ofrece EL HOMBRE RARO es: le dará un millón de dólares a cambio de que acepte vivir diez años de tiempo subjetivo en algún lugar del pasado. “Mañana, a las tres de la tarde, usted y su mujer se encontrarán en un bar de avenida Córdoba al setecientos. Sí, ya sé lo que me va a decir: que no tiene la menor intención de estar allí mañana y su mujer tampoco. No se preocupe. Las cosas parecerán arreglarse naturalmente y estarán. En un momento dado usted le dirá a su esposa: ‘Querida: voy a comprar cigarrillos y vuelvo’. En efecto: va hasta un quiosco próximo, los compra y vuelve a los cinco minutos. Pero en ese breve lapso habrán transcurrido diez años de tiempo subjetivo. Será de nuevo joven, sin perder la experiencia y los conocimientos que aquí adquirió. “Pero tengo malas noticias. Va a volver a 1946, cuando usted tenía cinco años. Permanecerá en su pueblo, donde se crió, hasta 1956. Recién ahí quedará saldada su deuda conmigo. Ahora comprenderá por qué le dije que no me interesan las almas sino los cuerpos”. “No del todo”. “Ya lo va a entender. Y bastante pronto”.