Una mujer independiente
Roberto FontanarrosaEsteban alejó de sus ojos el menú, buscando la distancia apropiada.
—¿Podés creer? —musitó, como para sí—. No veo nada —y lo dijo en un tono que haría pensar que la limitación se le revelaba en ese preciso instante.
—¿Querés mis lentes? —preguntó Tito, todavía acomodándose en su silla—. Por ahí te sirven.
—No, dejá —desestimó Esteban, entrecerrando los ojos—. Algo veo —había alejado el menú lo máximo posible—. Lo que pasa es que esto es como decía el Pochi: no se me ha acortado la vista, se me han acortado los brazos.
Tito se rio.
—¿Lo ves al Pochi? —dijo.
—Muy de vez en cuando. Anda con los viejos jodidos.
—¿Quién no?
—Son muy viejitos.
—¿Vos no usás lentes habitualmente? —dijo Tito.
—Sííí… por supuesto. Para trabajar, sí —Esteban dejó el menú sobre la mesa, como fastidiado—. No sé para qué mierda miro si ya sé lo que voy a comer. No… —retomó— para trabajar sí los uso. Es mucho tiempo frente a la computadora y eso te jode. Para colmo —yo no sé para qué va uno a los médicos— fui al oculista para que me cambiaran el aumento en los cristales y me descubrieron una divergencia.
—Ah… Yo también tuve eso…
—¿Podés creer vos?
—Te hacen hacer unos ejercicios… Una pelotudez…
—Sí, pero hay que tener tiempo.
Tito se había abstraído en la lectura del menú, sin dejar por un mínimo respeto de atender lo que decía Esteban. Esteban aprovechó para echar una mirada sobre el restaurante. Pese a que era tarde, estaba casi lleno, lo que lo tornaba un tanto ruidoso. Saludó mecánicamente a cuatro o cinco amigos que cenaban en mesas cercanas.
—Estoy cagado de hambre —admitía en ese momento Tito estudiando el menú. Previsor, tenía sus lentes.
—Es que jugamos como dos horas, Tito —dijo Esteban.
—Más, Esteban. Empezamos a las nueve, nueve y cinco —miró el reloj—. Y ya son casi las once y media.
—¡Las once y media! Tenés razón. Nos matamos. Salió lindo el partido. Oíme… ¿Vos no tenías que llamar a tu mujer?
—Sí. Ahora voy… ¿Vos qué vas a comer?
Habían terminado el partido de paddle más tarde que de costumbre. Y sorpresivamente Lloret y Cansino se habían borrado del semanal programa de ir luego a comer todos juntos. Tampoco Tito se había mostrado muy seguro de ir a cenar pero, al ver que Esteban quedaba en banda, se ofreció, generoso, a acompañarlo. En verdad, Esteban y Tito no eran demasiado amigos. Se habían conocido a través de Cansino como parejas de tenis, y parecía que podían llegar a relacionarse bien. Fueron como siempre al Sunderland en el auto de Tito.
—Un lomo, como siempre. Con ensalada —informó Esteban—. Tiene menos grasa, ¿viste?
—Sí. Y yo creo que voy a comer pescado. Lenguado, en una de ésas.
—¿Te gusta el pescado?
Tito frunció la boca.
—Como gustarme no me gusta. Bah… lo acepto. Pero el mes pasado me hice un control del colesterol y me dio para la mierda.
—¿Qué estás tomando? ¿Estaprol?
—No. Otra cosa que se llama algo así como Carator, Zaracor, algo así… ¿Vos estás con el Estaprol?
—Uf… Hace como dos años… —Esteban se revolvió en su asiento, mirando hacia todos lados—. ¿Qué hora es?
—Menos cuarto. La voy a llamar a mi mujer —Tito amagó incorporarse e hizo un gesto de dolor.
—¿Qué te pasa? —preguntó Esteban.
—Me duele todo. Acá atrás —Tito se tocó la parte posterior del muslo—. Como un pinchazo.
—Contracturado.
—De pisar mal —se puso de pie pese a todo.
—La cadera, me dijiste.
—La cadera no es nada… La rodilla.
Mientras Tito hacía una corta llamada telefónica, Esteban estudió a la gente que colmaba el lugar ese viernes a la noche. Le habían traído el vino (un Caballero de la Cepa, de Flichmann, tinto) y pensaba que tras un par de tragos se relajaría. Estaba desasosegado. Jugaba con su corbata, le corregía el ángulo y la alisaba permanentemente mientras, de tanto en tanto, pegaba una ojeada a su reloj. Cuando Tito volvió ordenaron la comida y Esteban le agradeció, conciso pero educado, el gesto de acompañarlo a cenar para no dejarlo solo.
—No hay drama —desestimó la disculpa Tito—. Hablé con Graciela y todo arreglado.
—¿No te cagó a pedos?
—No, hombre, no. Está acostumbrada. En el estudio, dos por tres me pasa lo mismo. Me quedo clavado hasta tarde. Le pego un tubazo y chau, no pasa nada.
Esteban sonrió y meneó la cabeza de un lado a otro.
—Con mi mujer eso era imposible —dijo—. Imposible. Impensable. Una mujer muy estructurada, Silvia, muy estructurada. Había que respetar los horarios, avisar con muchísima anticipación —Esteban graficaba con las manos como quien dibuja cajones en el aire—. No le fueras a aparecer a cenar con un amigo de improviso…
—¿No?
—Ni loco. Digamos… una mujer diez puntos, pero obsesiva. No admitía atender a una visita sin su mantelito bordado, los cubiertos de plata, las copas de cristal… todo eso…
—No le podías caer con un amigo y un par de pizzas…
—¡Ni loco! Gran quilombo. Gran quilombo… No… Una mujer que no admitía ni… metabolizaba los imprevistos… Lo eventual, lo sorpresivo…
Llegó la comida y estuvieron un rato discutiendo si para Tito sería más conveniente tomar un antiinflamatorio luego de la cena o tal vez aplicarse la almohadilla eléctrica para darse calor en la zona dolorida. Un par de veces Esteban consultó el reloj y preguntó a Tito dónde estaba el teléfono, como si no lo hubiese visto hablando junto a la computadora del adicionista. El vino en verdad había conseguido relajarlos un tanto, especialmente a Tito, quien veía pasar el tiempo de la cena en forma bastante agradable, dentro de una charla amena, vivaz, sin esos incómodos silencios que suelen darse entre gente que no se conoce demasiado. Había dudado bastante antes de ofrecerse a acompañar a Esteban, consciente de que la sola suma de Cansino, por ejemplo, hubiese dotado a la tertulia de un apoyo inestimable porque siempre tres movilizan mucho más la conversación que dos que se conocen poco. Pero la cosa había resultado bien, y la variopinta fauna que concurría al Sunderland, entre banal, divertida y elegante, ofrecía una fuente de comentarios rica e intencionada, propia de una ciudad como Rosario que, siendo grande, conserva cierta curiosidad de unos hacia otros lindante con lo solidario, lo pueblerino o lo chusma.
—¿Tenés que hablar? —se interesó Tito a la tercera ocasión en que sorprendió a Esteban observando su reloj. Esteban asintió con la cabeza.
—Sí. Pero más tarde.
—Podés pedir que te traigan el celular acá. Tienen uno.
—Mucho ruido acá. Mejor voy a la caja —volvió a mirar el reloj—. A las doce y media.
Hasta esa hora Esteban se mostró más inquieto y errático que en toda la cena, durante la cual se había lanzado torrencialmente sobre algunos temas, saltado de un tópico a otro sin demasiadas razones para hacerlo o bien abordado algunas cuestiones con autoridad, fluidez y buen humor, como quien halla entre los rápidos embravecidos remansos generosos de aguas calmas.
—Esperá —dijo, de pronto, cortando un comentario mordaz sobre el grupo del doctor Bilello, que brindaba con champán en una mesa vecina. Se levantó y fue hasta el teléfono. Al rato volvió, enarcando las cejas. Se sentó resoplando.
—¿Pudiste? —preguntó Tito solícito.
—No hay nadie —dijo Esteban, cruzando las manos bajo su boca y mordisqueándose los nudillos, preocupado. Tito lo miró en silencio. No sabía si preguntar más o mantenerse en una elegante postura neutral y respetuosa. Esteban no le dio tiempo. Volvió a levantarse y marchó hacia el teléfono. Muy pronto estaba otra vez en la mesa.
—Ehhh… —vaciló Tito, sintiéndose obligado a participar—. ¿Tenés algún problema? ¿Llamaste a tu casa?
Fue como si hubiese despertado a Esteban, que lo miró como si recién lo descubriera, alargó una sonrisa enorme y pareció relajarse apoyándose sobre el respaldo de la silla. Volvía a ser el tipo diestro y dominante que se había lucido en la cancha de tenis y durante largos lapsos de la conversación con Tito.
—No, no… nada —pareció agradecer la preocupación de su contertulio—. Lo de siempre: mujeres. Quilombos. Pero nada grave… —miró de nuevo su reloj—. Ella me había dicho… Yo me adelanté…
—¿Tu esposa? —tanteó Tito.
—¿Mi esposa? ¿Silvia? —se rio Esteban—. No… Me separé, me separé hace casi ya cinco meses. Cinco meses, el 25 van a hacer cinco meses.
—Ah, bueno… no… —Tito resopló también, feliz de que su intervención no hubiera resultado hiriente—. Yo sabía que vos estabas casado… No sé, hace mucho… Tu mujer era Silvia De León, ¿no?… Hija del doctor De León, el penalista…
—Exacto.
—Que era muy amiga de Elisa, Elisa Selayes. Y Elisa es bastante conocida de mi mujer. De ahí sabía yo ese asunto. Pero… cuando ahora vos me comentabas algo de ella diciendo Silvia «era» esto, «era» lo otro… bueno, supuse que te habrías separado…
—Cinco meses hace el 25.
—No te quise preguntar porque… —se contorsionó en su asiento como un chico incómodo— no quería pecar de metido, pero… Mucho tiempo estuviste vos casado…
—Casi 18 años…
—La pelota… claro… ¿Y ahora? —se animó Tito, percibiendo que se había producido un sensible acercamiento entre ellos a partir de haber invadido algunos terrenos de franca privacidad—. ¿Andás solo o… tenés alguna… amiga, alguna novia, alguna compañera?
Esteban volvió a acodarse sobre la mesa, entre tenso y gozoso, señalando hacia el teléfono.
—Ésa a la que llamé recién —dijo. Tito aguardó más información—. La Vero. Verónica… Pero no creo que la conozcas. Es una pendeja…
—Mirá vos… —exclamó Tito, juntando unas miguitas sobre la mesa y experimentando en el estómago la punzada de la envidia.
—Pendeja… —dudó Esteban—. Pendeja para nosotros. 26, 27 años…
—Ehhh… ¡Qué te parece!
—No creo que la conozcas. Verónica Harari. Está en periodismo, hace danza jazz… Fue modelo en algún momento, cuando tenía 18, 19 años…
Tito tragó saliva. Advertía que bajo el aparente desinterés con que Esteban tiraba la información gozaba intensamente con el momento. Tito sintió que comenzaba a odiarlo.
—Y oíme… —persistió en el interrogatorio—. ¿La cosa va en serio o es… nada más…?
—En serio, en serio. Bah… —concedió Esteban—, en serio. En estas cosas de las relaciones afectivas, vos sabés, nadie puede saber lo que va a ocurrir mañana, por más seguro que te sientas. Mirá mi caso, con Silvita. Yo pensé que me casaba para toda la vida, ésa es la verdad. Y sin embargo se fue todo a la mierda. Pero te digo que este asunto con esta piba… —Esteban estiró el mentón hacia adelante como sorprendido de lo que estaba diciendo—, muy bien, muy bien. Hasta a mí me sorprende cómo han ido las cosas. Bueno, te digo más, la estoy llamando porque tenemos que quedar a qué hora salimos mañana para Puerto Madryn a ver las ballenas. Por eso metí el auto en el service. Es un tirón largo.
—¿Las ballenas? —casi gimió Tito.
—Mirame a mí, mirando ballenas. Lo que pasa es que esta chica, Verónica, está muy en eso de la ecología, la defensa del medio ambiente, el ecosistema. Es una piba muy… cómo te diría… muy sensible a todo ese tipo de cosas.
—Como son los chicos ahora.
—Sí, pero no te olvides que hay algunos adolescentes que están en la pelotudez más absoluta también, no nos olvidemos. A mi chico más grande, Gastón, que tiene 18, no lo saqués de la moto o del boliche de onda y todas esas cosas.
—Además, supongo, una relación como ésta, nueva… —aportó Tito— te motiva mucho, ¿no? Por eso te planteás programas que de otra manera no se te hubiesen ocurrido en la puta vida.
—¡Por supuesto, Tito, por supuesto! No te quepa la menor duda. Mirá si yo hubiese aceptado agarrar el auto e irme manejando hasta Puerto Madryn, solo, con mi ex mujer, por ejemplo. Ni mamado. Ni mamado. Y te lo digo con todo el respeto y todo el cariño que yo siento por Silvia. Es inútil, una persona joven, una mina joven, te alborota todo, te carga las pilas de nuevo, es todo un descubrimiento.
—En lo físico también, me imagino —pinchó Tito, serio pero intencionado.
—Te imaginás —Esteban entró en una suerte de ensoñación—. Olvidate de la celulitis, de los rollitos, de las patas de gallo. Olvidate. Te juro que yo… —Esteban se adelantó en la mesa, bajando la voz—, a veces la observo a Verónica cuando ella no me está mirando, y no lo puedo creer. La miro caminando delante mío a veces, y no lo puedo creer, Tito, te juro —dibujó un círculo con los dedos pulgar e índice de la mano derecha y se lo mostró a Tito—. Así tiene la cintura, así, te juro. Y esa panza que parece una tabla. Y esas nalgas firmes, duras… Cambia la cosa.
Tito aprobó con la cabeza asimilando el golpe. Había tenido por un momento la esperanza de recibir alguna información que aminorara su envidia. Que había sido modelo pero que un lamentable accidente la había dejado renga. Que había fracasado en las pasarelas porque estaba buena físicamente pero de cara no era muy linda al menos.
—Eso sí… —advirtió Esteban—. Te exigen.
—Me imagino.
—Te exigen.
—Bueno… —Tito optó por el humor—. Ya te noté medio palmado en el partido de hoy.
Se rieron y Tito consideró que era un buen momento para abandonar esa conversación que empezaba a hacerle muy mal. Pero Esteban estaba lanzado y machacó.
—Y eso… y eso… —volvió a bajar la voz— que, de sexo, te soy sincero —y sonaba sincero—, no hemos tenido mucho, te confieso. Tampoco me voy a andar haciendo el Gardel. Ella es muy despelotada con los horarios, muy caótica, vive el momento, ¿viste? Bueno —señaló hacia el teléfono—, vos lo viste. Además, vive con una amiga en un departamento. Ella me dice que a la amiga, la Flopi, otro personaje, le importa un huevo pero a mí, qué querés que te diga, me pone un poco nervioso eso de estar encamado con una mina sabiendo que en la pieza de al lado está la amiga estudiando.
—Lógico.
—Es otra educación. Otra generación. Yo tampoco ando muy cómodo de tiempo con el asunto de mi trabajo. Entonces, salvo un par de veces que nos hemos ido a algún telo de ruta, pará de contar. Por eso es que habíamos armado este programa del fin de semana largo para irnos al Sur y tener más tiempo para estar juntos. Y quedé en llamarla a las doce y media, que ella volvía de una charla sobre Control Mental.
—Llamala de nuevo.
—Sí. La voy a llamar. Tampoco quería salir demasiado tarde mañana.
—¿Tenés hotel reservado, esas cosas?
Esteban se estaba levantando pero volvió a sentarse.
—No —dijo—. Verónica es así. Hoy está acá y mañana puede estar en Indonesia. Vive el momento. No planea nada. No quiere atarse a una cosa muy organizada. Disfruta las cosas como vienen. Y eso, querés que te diga, te hace mucho más libre. Mucho más libre. Con Silvia las cosas eran más agobiantes. Un año antes de unas vacaciones ya empezaba a preguntarte sobre qué ropa ibas a llevar. A preguntar por el clima allá, a averiguar si las playas eran seguras, a hincharte las bolas sobre si habías hecho revisar el coche o no. Todo eso. Está bien un poco de organización, pero tanta ya te aplasta, te convierte en un prisionero de la planificación. Verónica me dijo: «Agarramos el auto y nos vamos». «¿Adónde?», le dije. «Al Sur o a Brasil, a cualquier parte»; porque Brasil es otro lugar que la vuelve loca. Por todo ese asunto de la danza, viste. Ella hace danza jazz.
—Llamala —casi ordenó Tito, un tanto harto. Más animado, Esteban miró el reloj, dijo que ella ya debía haber llegado y se fue hacia el teléfono. Tito comprendió que lo suyo era mezquino, pero supo que se alegraría si Esteban no la encontraba. En algún momento debía sobrevenir un mensaje divino diciendo que a los separados no tiene por qué irles bien. Sumido en esa reflexiva bajeza, casi se asustó cuando Esteban se dejó caer en el asiento frente suyo a muy poco de haberse ido y, ahora sí, con un rostro de consternación indisimulable.
—La puta que lo reparió —dijo Esteban.
—¿No está?
Esteban negó con la cabeza. Inclinado sobre la mesa, estaba buscando algo en el bolsillo interior de su saco, prolijamente colocado sobre una silla libre. Su mano derecha reapareció con una pequeña agenda electrónica. Memorizó un número y volvió a levantarse.
—Tengo el número de una amiga suya. Por ahí está allí.
Tito lo vio alejarse hacia el teléfono entre las mesas y comprendió que su nuevo amigo había entrado en pánico. Sorbió un vaso de vino con real delectación. Comprendió, sin embargo, que su mezquindad no sería recompensada. Esteban, tarde o temprano, se iría de viaje con la despampanante jovencita que ahora alegraba su soledad. Lo vio hablar animadamente por teléfono, apretándose el oído libre con una mano para escuchar mejor. Volvió sonriente.
—Ya salió para la casa —dijo, feliz, al regresar a la mesa—. Claro, me lo tendría que haber imaginado. Se quedó con esta amiga hablando después del curso y no se dio ni cuenta de la hora. Ella vive así. Sin darle demasiada importancia a ese tipo de compromisos. Pero no lo hace de despelotada. Lo que pasa es que vive las cosas con una intensidad muy particular y se embala. Además… —Esteban parecía haber recobrado cierta paz y lucía contento—, hay que admitirlo, son minas independientes, no viven pendientes de uno, pegadas al teléfono, sufriendo por lo que uno hace o deja de hacer.
—Eso es cierto… —admitió Tito—. Mi mujer es un poco así.
—¿Y la mía? ¿Silvia? Una cosa de locos —Esteban disfrutaba del vino—. Pero… no hay que culparlas. Uno mismo, y eso vos lo sabés bien, Tito, se ha encargado de hacerlas así. A mi esposa, por ejemplo, yo la conocí cuando ella tenía 17 años. Era una piba, una nena era Silvia cuando yo la conocí. Y yo me ocupé de hacerla a mi gusto y paladar. La fui modelando. Claro, con el modelo de aquellos tiempos, la mujer en la casa, siempre limpia y arregladita para cuando uno vuelve del trabajo y ella está esperando con los chicos bañados y la comida lista. Y oíme, Tito, oíme… —Esteban de nuevo bajó la voz anunciando otra confidencia—. Yo con Silvia, yo con Silvia no tuve relaciones hasta un mes antes del casamiento, fijate. Hasta un mes antes. Cuando pusimos fecha, hicimos las tarjetas de participación y todo, recién ahí fuimos a la cama. Y no porque ella no quisiera… ¡Yo no quería! Ella, virgen hasta el casamiento, o casi hasta el casamiento. Y cuando yo quería joda, me iba con los muchachos del rugby y comprábamos una señorita. O salíamos con algún par de locas que conseguíamos por ahí. Pero con Silvia recién después de cuatro, oíme, cuatro años de noviazgo.
—Sí, antes se daba bastante eso.
—Uno mismo las educó así. Las mantenés y que no protesten. Salís de noche, te vas de viaje y que ella se quede esperando.
Se hizo un silencio. Ya había menos gente. Esteban parecía distendido, pero miraba el reloj de vez en cuando. Amagó levantarse, pero agregó algo más a su perorata.
—Tal vez por eso es que se hinchan las bolas. Llega un momento en que se hinchan las bolas. Fue lo que me pasó a mí con Silvia. Se cansó. Porque yo, te juro, yo estaba bien. Claro, si tenía todo a mi favor. Recién ahora me doy cuenta de eso, cuando intento una relación con una piba más joven, con otro enfoque de la pareja, con otra ambición con respecto a la pareja, con la pretensión de que la relación sea, precisamente, más pareja.
Se sonrió de haber conseguido aquel logro lingüístico. Y se puso de pie.
—Ya debe haber llegado —calculó—. Me dijo la amiga que se iba a la casa en taxi. Y viven cerca las dos.
Se marchaba hacia la caja cuando giró, inclinó sobre la mesa y, cálidamente, puso su mano sobre el antebrazo derecho de Tito.
—Tito —dijo, tratando de no parecer trascendental—, te agradezco que me hayas hecho pierna esta noche. De veras.
Tito no atinó ninguna respuesta. Le fastidiaba un poco esa cosa melodramática entre hombres. Esteban se alejaba una vez más, tozudo, persistente, hacia el teléfono. Desde algunas mesas lo seguían con la mirada, ya con cierta curiosidad. Volvió pronto, desolado.
—No llegó —exclamó sin sentarse—. ¿Será posible?
—¿No contesta nadie?
Esteban negó con la cabeza.
—Si fue en taxi ya tendría que haber llegado y recontra llegado. Yo no me explico —se le notaba un cierto enojo, más allá de la preocupación. Resopló como un toro, los puños sobre la mesa.
—¿Vive sola?
—No, con la Flopi, la amiga. Pero la Flopi llega siempre tarde de la Facultad.
—Cierto. Me dijiste.
Tito se quedó mirando a Esteban que respiraba profundamente.
—Mirá —sugirió—, hagamos una cosa. Pidamos la cuenta y, cuando pagamos, te llevo hasta el departamento de ella.
—No, mirá si me vas a estar llevando de un lado para otro. Me tomo un taxi —mintió Esteban.
—No seas boludo. Te llevo, te llevo —afirmó Tito llamando con su mano en el aire al mozo.
Mientras pagaban, Esteban volvió hasta el teléfono e intentó de nuevo. Le había dicho a Tito que quizá Verónica se estuviera bañando durante el anterior llamado. Volvió nuevamente en derrota.
—Vamos —dijo, abrumado—. ¿Me llevás?
—Te llevo. Te dije que te llevo —Tito se puso de pie. Le dolía la parte posterior del músculo, más ahora que se había enfriado.
—¿Pagaste?
—Pagué.
—¿Cuánto te debo?
—Ahora en el auto lo arreglamos.
Ya en el coche, Tito procuró de alguna manera distender un tanto el momento. Mientras calentaba el motor se inclinó sobre el volante, escudriñando el cielo.
—Está lindo —dijo—. Estrellado. Mañana vas a tener un buen día para viajar.
Esteban no dijo nada. Articuló apenas un mugido leve. En su perfil dramatizado por las verdosas luces del tablero del auto, Tito advirtió una expresión desencajada. Se congratuló de lo suyo. De no estar pasando por ésa. Había vivido algo similar, pero hacía mucho, y no tan importante. Disfrutó el hecho de saber que dejaría a Esteban con su nueva novia y se iría luego a dormir a su casa, tranquilo y distendido, al lado de su mujer de siempre.
Esteban le indicó el camino. Subieron por 27 de Febrero hasta Buenos Aires y retomaron hacia el centro. Cerca de Mendoza, Esteban le indicó un edificio de departamentos y le dijo: «Es ahí».
—Si vino caminando… —aventuró Tito mientras estacionaba—. ¿Te parece que habrá llegado?
Esteban no respondió. Hizo un gesto de duda con la cabeza en tanto abría la puerta.
—Seguro que sí —salió del auto—. A menos que venga arrastrándose —agregó ya afuera, inclinándose para sonreírle a Tito, en un patético intento por demostrar que tomaba el contratiempo con humor. Se alejó hacia la puerta vidriada del edificio de departamentos. Tito lo vio volverse hacia el auto y golpear el vidrio de la ventanilla para decir algo más. Le bajó el vidrio.
—Vos andá, Tito —recomendó Esteban, encogiéndose de hombros—. Qué te vas a quedar esperando.
—¿Y si no está, boludo?
—Si no está… Qué sé yo… La espero…
Tito pensó, la mano izquierda sobre el volante.
—Bueno, Esteban, como vos quieras… Yo no tengo drama en esperarte. Te llevo hasta algún teléfono si querés, no sé… Tampoco quiero…
—Bueno, aguantame un cachito. Y en todo caso me llevás hasta lo de la otra amiga. Pero no quiero joderte. Ya bastante hiciste, Tito…
—No hay problema. Andá.
Esteban retomó el camino hacia el revelador portero eléctrico. Tito sopesó el cuadro de situación. Tal vez lo discreto era marcharse; posiblemente Esteban no quería tenerlo como testigo de su fracaso. Incluso ya tenía un poco de sueño, mañana debía levantarse muy temprano y el músculo posterior del muslo le seguía doliendo. Por otra parte, como contrapartida, sentía una curiosidad malsana por conocer a la joven novia de su compañero de tenis. Aunque ésa era en sí misma una curiosidad ambivalente. Tal vez vería llegar —si era que no estaba ya en su departamento, si era que llegaba— a una petisita ridícula e intrascendente, graciosa tal vez, simpática, pero indigna de convertir a su «poseedor» en una persona envidiada hasta el paroxismo.
Solía ocurrir esto con frecuencia, Tito lo sabía. Tipos como Esteban, a los que uno suponía de seducción irresistible, maduros ya, con posibilidades económicas amplias, con cierto conocimiento del mundo, con sus coches último modelo, libres y con tiempo como para conquistar cualquier tipo de mujeres… y que aparecían al final con la muchachita a la que por fin habían elegido para reorganizar sus vidas, y éstas resultaban ser meras mujercitas irrelevantes que pasarían desapercibidas en cualquier reunión familiar, cariñosas posiblemente, inteligentes también, pero muy lejos de las iridiscentes potras arrogantes que alborotaban los sueños de más de uno. Se acabaría allí, entonces, ese sentimiento oscuro para Tito, y volvería a su casa soñoliento y plácido sin darle al episodio demasiada importancia. Hasta podría comentarlo al día siguiente en tono risueño con Graciela, su mujer. Aunque eso no era conveniente, recapacitó. Cualquier cambio de mujer por parte de un hombre genera un manto de sospecha sobre el género masculino todo y derivaría seguro en un llamado de atención sobre sí mismo el día de mañana.
Y estaba el otro riesgo, el más temido. Que apareciera una diosa formidable, ondulante, alta, apetitosa, con la gracia de los felinos jóvenes, se colgara del brazo de Esteban y Tito se fuera a su casa hecho una maraña de odios y de bilis, a intentar dormir bajo el castigo de aquella imagen lujuriosa de piernas firmes y tetas desafiantes. Sumido en sus cavilaciones, Tito había perdido el momento en el que Esteban oprimía el timbre del portero eléctrico y aguardaba un rato, la oreja pegada al frío metal con agujeritos como quien ora junto al Muro de los Lamentos. Atrajo la atención de Tito por fin el nervioso caminar de Esteban hasta el cordón de la vereda, unos metros delante del Renault 19, y que se pusiera a mirar, la vista alta, hacia uno de los balcones más elevados. Tito aguardó casi conteniendo la respiración. ¿Alguien le tiraría la llave? ¿Ella le gritaría que ya bajaba? Vio que Esteban miraba hacia el auto y negaba, desolado, con la cabeza.
«No está», dedujo Tito. Se bajó del auto y caminó hacia su amigo, comprendiendo que debía adoptar una actitud más protagónica.
—¿No está? —preguntó. Esteban sacudió tanto la cabeza negativamente que Tito temió por un momento que se le desprendiese y rodara por la calle.
—No hay nadie —la de Esteban era una hilacha de voz.
—Qué cosa —atinó a decir Tito—. ¿Qué hacemos? —preguntó luego, cauto, procurando destrabar el subsiguiente lapso de silencio y parálisis.
—Y… —barbotó Esteban—. A ver, esperá… —dijo de pronto más animado, mirando por sobre el hombro de Tito—. A ver… a ver…
Tito giró. Por la esquina había doblado una mujer joven y se acercaba a ellos, algo lenta, un bolso de gimnasia colgado del hombro. La calle estaba casi desierta a esa hora de la noche y la figura de la chica se recortaba nítida contra la luz.
—¿Es ella? —preguntó Tito. Pero Esteban se había adelantado un par de pasos hacia la mujer como para recibirla. Tito estudió la figura que se acercaba. Era una mujer alta, de hombros anchos, de melena larga y suelta, que se acercaba con paso elástico y un contoneo acentuado por su ropa deportiva. Tenía un muy buen físico y Tito sufrió un pinchazo de congoja en la boca del estómago. Sólo le quedaba la esperanza de que fuera muy fea de cara. Se sorprendió anhelando que fuese muy fea, pero muy fea de cara. La chica no se apuró en llegar a pesar de que era ostensible de que la estaban esperando, o quizá retrasó su andar, rebuscando las llaves en su bolso. Sin embargo, ya cerca, dibujó una sonrisa algo mustia. «O no tiene demasiado entusiasmo por el viaje —aventuró mentalmente Tito— o llega muy cansada por el ejercicio.» Ya próxima, se la veía aceptablemente linda. De rasgos no muy armoniosos, nariz muy grande y aguileña quizá, cejas por demás tupidas. Nada del otro mundo. Pero una mujer, admitió Tito, de esas que gustan cada vez más a medida que más se las observa. Y que poseen una atracción perturbadora.
—Hola, Esteban —dijo, ya junto a ellos, las llaves en la mano, soplándose luego un mechón de pelo que le caía sobre la cara.
—Hola —dijo Esteban, dándole un beso fugaz en la mejilla.
—Hola —dijo ella mirando a Tito.
—Un amigo —fue perentorio Esteban. Ella saludó cortito elevando y bajando el mentón.
—¿No la viste a Vero? —inquirió Esteban. Tito comprendió que ella no era la mujer en cuestión. Era Flopi, la amiga con quien compartía el departamento. Aquella certeza lo alivió en parte. Era muy deseable la amiga. Y ahora ella continuaba caminando lentamente hacia la puerta, casi arrastrando los pies, estudiando entre un manojo de llaves en busca de la correcta. Esteban y Tito la siguieron, también lentos, en un extraño y torpe cortejo.
—¿La Vero? —preguntó ella, como abstraída. De pronto, como si recién tomara conciencia de la pregunta, miró a Esteban a los ojos, se relajó apoyándose sobre la pared del portero eléctrico y dijo—: La Vero se fue a Brasil.
Esteban se quedó mirando fijamente a la muchacha, que le sostuvo, ingenua, la mirada. Tito observaba alternativamente a Esteban y a ella.
—¿A Brasil? —articuló por fin Esteban.
—Hoy a la tarde.
La boca de Esteban se abrió morosamente, como se abren las corolas de las flores.
—Bah… —dijo la chica—. Yo no la vi. Pero me dejó una nota prendida en mi cama. A Brasil.
—Pero… —Esteban no salía de su estado catatónico.
—Se fue con Natasha, la amiga con la que hace tai chi chuan…
—¿Con… quién? —esbozó Esteban.
—Natasha. Y con un flaco que es el novio de Natasha.
—Pero… nosotros habíamos quedado…
—Yo tampoco sabía nada —sonrió la chica y volvió a mirar la llave, como anunciando que el tema ya no daba para más—. Pero vos sabés cómo es Verónica…
—¿No te dijo nada sobre el asunto de Puerto Madryn?
—Algo me comentó —ella les dio la espalda para abrir la puerta—. Pero yo no la vi mucho en estos últimos días porque me fui a mi pueblo —abrió la puerta.
Esteban era la viva imagen de la derrota.
—¿No te dijo… —preguntó, iluso— cuándo volvía?
—No me pone nada en la nota. Pero no creo que se quede más de dos semanas. A principios de marzo empieza en Humanidades.
La chica entró al edificio y se quedó reteniendo un poco la puerta, como aguardando alguna última pregunta.
—Bueno… —exhaló Esteban—. Gracias…
—¿Querés que le diga algo si habla o me escribe?
Esteban se encogió de hombros.
—No, dejá.
La chica dijo «chau», dispensó otro saludo para Tito y cerró la puerta. Esteban y Tito caminaron como autómatas hasta el cordón de la vereda.
—¿Qué hacemos? —pidió órdenes, cauto, Tito.
—Y… —Esteban enarcó las cejas, parecía recompuesto—. Llevame a mi casa.
Subieron al auto. En el trayecto hasta la casa de Esteban, Tito procuró disimular en lo posible su alegría.
—Es… —se animó a decir, en un momento del regreso— el problema con las mujeres independientes… Son muy atractivas, muy interesantes pero…
—Vos las vas a buscar y no están.
—Vos las vas a buscar y no están, Esteban. Ésa es la cosa.
Esteban, como un autómata, giró hacia el asiento de atrás buscando su bolso.